Por la tarde.
Cuando los arboles se mueven al compás del viento y los pajarillos entonan una dulce melodía que inunda cada rincón del bosque brindando una maravillosa sinfonía. Si a esa hora, es cuando un par de amantes se encuentran en las profundidades de aquel verde recinto.
Justo al atardecer.
Cuando los pobladores están por terminar sus jornadas laborales y los niños juegan en la plazuela, el dúo se entrega entre dulces pero impuras caricias.
Sucumbiendo antes sus deseos carnales, prohibidos para todo aquel que frente a los ojos de Dios juraba serle fiel a su fe. Prohibido para todo ser humano sobre la faz del planeta que anhela un descanso eterno en la gloria con nuestro señor.
Una sinfonía de jadeos indiscretos y exigencias se veían opacadas solamente por los susurros que contaba el viento, sus pieles se encubrían con los brotes florales en los cuales suelen rodar mientras son uno solo.
Se besan con pasión mientras la cascada rojiza del crepúsculo les baña de un calor reconfortante reflejando sus colores en los cuerpos de porcelana agitados y fundidos en un abrazo dando a conocer que es momento de su tan temida pero habitual despedida.
Por la tarde, justo cuando una visita inesperada (espera, casi temida) llega preguntando por el conde y esta es envuelta en una serie de mentiras protagonizadas por los sirvientes, cuando los caballos comienzan a rondar al momento de escuchar a sus amos llamar.
Si, justo en ese momento el conde Phantomhive se deja vestir cual muñeca, dócil disfrutando del tacto cálido que su amado demonio le brinda. Haciéndole caer una vez más en el insaciable deseo por su cuerpo. Consumiéndose cual fosforo.
—Esta es la última vez—. Asevera con determinación.
—Bocchan lleva más de un año diciéndome lo mismo.
—Es enserio, Sebastian. Ya no puedo seguir con esto...
Y como cada tarde el vuelve a mentir.
