Disclaimer: Ni Hetalia ni sus personajes me pertenecen, son de Hidecaz Himaruya.


La nieve descendía suavemente sobre las calles de la ciudad, cubriéndolo todo con su manto níveo. Poco a poco, las aceras se iban volviendo blancas y el vaho comenzaba a cubrir los cristales de los coches con su neblina. La nieve también caía sobre Blancanieves y su melena oscura. Se confundía con su piel, destacaba sobre sus rojos labios y cubría su vestido de seda azul como si de una fina capa se tratara.

Algo iba mal, Blancanieves no respiraba. No pestañeaba para quitarse la escarcha que se posaba en sus pestañas. Su corazón no latía y la sangre no fluía por sus venas. No lo hacía en ese momento, ni lo haría nunca jamás, porque Blancanieves, estaba muerta.

El inspector Vargas aparcó el coche frente a la librería y observó con fastidio el hielo que cubría la acera. Odio el invierno, lo odio pensaba, mientras se preparaba interiormente para recorrer los metros que lo separaban de su destino. Con resignación, respiró hondo y abrió la puerta del vehículo. El frío invernal lo recibió de golpe, casi como si lo hubiera echado de menos, clavándose como cuchillas afiladas en la piel desprotegida de sus manos. Intentando no resbalarse (tarea que los adoquines helados dificultaron mucho) se dirigió con paso firme hasta la puerta del establecimiento.

Aunque Lovino no fuera un experto en librerías, no podía negar que aquella desprendía un encanto especial. Se trataba de un edificio antiguo, de piedra gris carcomida por el tiempo y recubierta de lo que en primavera debía de ser hiedra verde, pero en esos momentos no era sino el esqueleto marrón de la planta. La tienda la formaban dos pisos, o eso parecía desde fuera, por las dos hileras de vidrieras de colores que recorrían la fachada. Sobre la puerta de roble macizo, colgaba un letrero de hierro forjado que rezaba Oz, Holmes y más.

De pie frente a la puerta, levantó la mano para tocar, pero la hoja venció hacia dentro antes de que le diera tiempo a tocar la madera con los nudillos. Tino, el joven becario de la comisaría, le miraba nervioso desde el umbral.

—Bu- buenos días, inspector Vargas –tartamudeó el chico, el uniforme de la policía, del que le sobraba tela por todas partes, le hacía parecer más pequeño aún e incluso desde allí, Lovino podía ver como temblaba.

—Ya veremos si son buenos. De momento, parecen asquerosamente fríos –refunfuñó el inspector y Tino se estremeció mientras se apartaba rápidamente para dejarlo entrar. Si Vargas estaba de mal humor, lo mejor era quitarse de en medio lo más rápido posible.

En cuanto puso los pies en el felpudo (personalizado, con el nombre del establecimiento en letras que se enroscaban con una bella caligrafía) Lovino sintió como la suave calefacción del interior de la tienda acariciaba su piel. El interior de la librería era tan bello o más que el exterior.

La madera pulida brillaba bajo la suave luz amarilla de las lámparas y aquí y allá veía diversas superficies tapizadas con tela verde musgo. Los libros se extendían por todas partes, en estanterías de todos los tipos y tamaños. En las paredes, de color amarillo pergamino, se extendían enredaderas entrelazadas con animales fantásticos: hadas, gnomos, elfos y unicornios los observaban desde su posición privilegiada. Todas las superficies tenían un diseño ondulado y las puertas eran completamente redondas. Recordaba, sin duda, a una madriguera hobbit.

La librería debía de ser un sitio muy tranquilo en situaciones normales, pero en aquel momento, llena de agentes de policía que la recorrían sin parar, tomando fotos y removiéndolo todo, transmitía una sensación bastante incongruente, casi de incomodidad. Al fondo, junto a una estantería llena de libros encuadernados en cuero, estaba Antonio Fernández Carriedo, hablando con dos hombres adultos vestidos elegantemente mientras tomaba apuntes en su libreta.

—Buenos días, Lovino –saludó Fernández con su sempiterna sonrisa apagada a causa de los acontecimientos que los habían llevado allí-. Estos son Arthur Kirkland y Francis Bonnefoy, los dueños de la librería. Señores, el inspector Vargas, mi compañero.

Los dos hombres, visiblemente afectados, le estrecharon la mano brevemente. El primero, el tal Arthur, llevaba un traje de tweed con una chaqueta a cuadros verdes, una camisa verde oscuro, pantalones de pana y unos zapatos de hebilla de color verde botella, del bolsillo de su pantalón sobresalía la cadena de un reloj de bolsillo. El segundo, Francis, si no recordaba mal, vestía una chaqueta azul oscuro de raso, una ornamentada camisa blanca y unos pantalones negros con la raya planchada; del bajo de sus pantalones asomaban unos zapatos de cuero de aspecto caro.

Vaya par de snobs pensó Lovino, mientras seguía a su compañero hacía el interior de la tienda. Desde allí, ya empezaba a ver la cristalera que rodeaba el patio y al forense detrás de ella, inclinado sobre un cuerpo. Para poder entrar, tuvieron que agacharse y traspasar el cordón policial.

—Elisabetta Héderváry, 20 años. La ha encontrado esta mañana la hija de los dueños de la tienda. Todo apunta a que ha sido envenenada –Antonio hablaba deprisa, leyendo los datos más básicos de su libreta.

— ¿Alguna idea de que hacía aquí? –preguntó Lovino.

—Al parecer, trabajaba en la tienda como ayudante y cuentacuentos y se quedó la noche anterior después del cierre para preparar la función de hoy –contestó su acompañante.

Fue entonces cuando llegaron junto al cuerpo. La chica estaba tumbada sobre una especie de peana, como las princesas de las películas y su melena, muy oscura y ligeramente ondulada, se extendía a su alrededor como un abanico. Su expresión no era pacífica, sino que tenía el ceño ligeramente fruncido, como si hubiera estado enfadada antes de morir. Alguien, puede que incluso ella misma, le había pintado las mejillas con dos círculos rojos, al estilo de una muñeca de porcelana y sus labios brillaban con un color carmín. Tenía las manos cruzadas a la altura del pecho sobre el vestido azul.

—Es una peluca- afirmó una voz tras ellos. Era Iván Braginski, el forense, que con sus manos cubiertas por guantes de plástico desechables tomaba fotos de la escena del crimen.

— ¿Perdón? –a Lovino no le causaba precisamente simpatía, algo en él le daba escalofríos y le ponía la piel de gallina. Quizás tuviera algo que ver la familiaridad con la que trataba a la muerte, nunca se recuperaría de la impresión de verle comer un sándwich de pollo junto al cuerpo abierto de un hombre.

—He dicho que la víctima lleva una peluca, si te fijas puedes observar el nacimiento del pelo –repitió el hombre señalando con el dedo el punto en el que podía intuirse el principio de una cabellera color castaño claro. Una extraña sonrisa se extendía por su rostro y aquel gesto ponía a Lovino más nervioso aún.

Fernández le agradeció el detalle al forense, aunque en su voz podía notarse que a él le daba tanto miedo como a los demás. Intentando mantener el tipo, su compañero se ajustó la corbata, como si le agobiara o la llevara demasiado apretada.

—En seguida estaremos listos para llevarnos el cadáver, jefe –dijo uno de los forenses que revoloteaban por los alrededores. Lovino no envidiaba su existencia, vivir bajo la sombra de alguien conocido por tener el récord de lanzamiento de tumor, no debía de ser agradable, de hecho, debía de ser aterrador.

Braginski asintió y felicitó a su subordinado palmeándole la cabeza repetidamente con aquella terrorífica sonrisa en los labios. El afectado, un asistente bajito y con una cara de terror absoluto capaz de conmover al más pintado, se mordió los labios con fuerza antes de escabullirse rápidamente junto al resto de ayudantes, que observaban la escena con alivio, porque no les había tocado a ellos.

—Y bien –dijo Lovino, que empezaba a impacientarse-. ¿Tenemos algo? Grabaciones de cámaras de seguridad, testigos que vieran algo raro, alguna entrada forzada…

—Los dueños dicen que en la tienda no hay nada fuera de lugar. No hay cámaras de seguridad, pero si una alarma que se conecta desde el interior y que hubiera saltado si alguien hubiera intentado forzar la entrada. Los vecinos dicen que no vieron nada raro –Antonio recitaba aquello de memoria, probablemente le estuviera dando vueltas dentro de su cabeza sin parar, buscando un agujero por el que entrar-. Parece como si la Reina malvada del cuento hubiera matado a Blancanieves…

—No digas estupideces –bufó Lovino. Las chorradas de su compañero siempre le ponían de los nervios-. Esto es un caso serio con una persona muerta de verdad, si esperas que se despierte con un beso, eres más idiota de lo que creía.

—Tranquilo, Lovino –Antonio intentó tranquilizarlo, pero él no entendía que aquel no era su día-. Sólo era una broma, relájate.

Pero Lovino ya salía del patio. No miró atrás, cuando salió de la librería sorteando policías que se cruzaban en su camino, ni cuando se tropezó con el maldito felpudo personalizado al salir, ni cuando subió al coche tras resbalarse dos veces con el hielo de la acera. Sólo miró un poco por el espejo retrovisor al doblar la esquina, justo antes de que Oz, Holmes y más desapareciera en los recovecos de la ciudad.


En un principio, esto iba a ser un one-shot sobre España, Italia del Norte, Italia del Sur y Alemania yéndose de senderismo. Evidentemente, la cosa no funcionó, porque esa historia era horrible y me daba grima solo abrir el word. Solo había un problema, ese fanfic no era para mi, ese fanfic era un regalo para mi mejor amiga, para mi alma gemela, para la persona más genial que ha conocido este mundo, Yaikaya; y no sólo era un regalo, sino que además era un regalo de cumpleañ

Al final, este fic no es sólo mío y de Yaikaya (si es su regalo es de las dos), sino que también Twinotakus (que tiene el cielo ganado, la pobre) tiene su gran parte de mérito en estp. Muchas gracias a las dos, de verdad.

Siendo (como es lo natural en mi) un espíritu libre que flota con las corrientes de la vida, podría decir que publicaré todos los sábados, o todos los viernes, pero sería mentira, una muy gorda además. Siendo sincera (algo menos habitual) diré que haré lo que pueda para que terminar este fic, aunque no pueda fijar una fecha de entrega.

Para terminar, informaros de que el nombre de este fanfic se debe a la canción My Sweet Dream de Greg Laswell. Comparten nombre porque la atmósfera de la canción, su música, la sensación que me provoca y la letra en si, son las responsables de que apareciera en mi cabeza la imagen de Elisabetta vestida de Blancanieves.

Muchas gracias a todos y ya sabéis, un review al año no hace daño.