Nuevo fanfic. Intentaré publicar semanalmente todos los domingos, pero no puedo prometer nada. No sé si me iré de vacaciones al final o no, aunque de ser así avisaré. Espero que os guste el nuevo fanfic y que lo disfrutéis.

Capítulo 1:

Si aquella noche hubiera sabido lo que iba a suceder, nunca habría acudido a aquel local. Era ya costumbre desde hacía más de un siglo que acudiera a aquel antro de lujuria y perdición para olvidarse de sus problemas. Cumplía con su trabajo, tenía un hogar, pertenecía a la especie dominante y era considerado un macho atractivo. Todo parecía perfecto o, más bien, todo podría haber sido perfecto. Una única vez en toda su vida bajó la guardia y a cambio recibió la más dura y la más cruel de las traiciones. Nunca olvidaría aquel día, aquel momento y el nudo que sintió en el estómago. Su corazón partiéndose en pedazos lenta y dolorosamente. Decían que los demonios no tenían corazón, mentían.

Había humanos y demonios desde el principio de los tiempos. Ninguno de los dos había sido capaz de vivir en armonía con el otro nunca. Hubo guerras entre ellos y después de siglos y siglos luchando, los demonios vencieron. Hubieran vencido antes, pero los humanos tenían una ventaja sobre ellos: eran mucho más numerosos. Se reproducían más de prisa y cuantos más eran, más nacían. Sólo los hombres jóvenes luchaban y antes de ir a la guerra, dejaban a sus hijos aprendiendo a ser soldados y a sus mujeres embarazadas. Sus hijos antes de ir a la guerra dejaban al mismo tiempo a otras mujeres embarazadas. Los demonios, en cambio, eran menos y lo tenían más difícil para reproducirse. Mientras que los humanos eran todos iguales en términos de reproducción, entre los demonios había diferentes razas y no podían reproducirse entre ellas. Cada uno con los suyos o no nacía nada. Además, las hembras humanas eran magníficas. No había demonio que pudiera resistirse a la belleza de una hembra humana. Era todo lo que una mujer demonio jamás sería. Los más afortunados como él, tenían una forma demoníaca similar a la del físico humano, pero nunca serían como un humano. Incluso su olor era diferente.

La guerra dio un vuelco en su favor cuando un antiguo demonio lobo descubrió que los demonios podían reproducirse con las hembras humanas. Encontraron una comuna humana y, sin poder resistirlo, violaron a todas las mujeres humanas que allí residían. Esas mujeres se quedaron embarazadas y dieron a luz demonios. Eso lo cambió todo. Mientras unos pocos luchaban en la guerra, otros muchos buscaban comunas humanas, a las mujeres. ¿Qué demonio podría resistirse a ellas? Tener a una magnífica hembra humana y mayor descendencia. Era como un sueño. Sabía de hembras humanas que llegaban a tener más de veinte hijos sin problemas mientras que la media de hijos por hembra demoníaca era de dos hijos, tal vez tres si era afortunada. Además, era tan sumamente sencillo dejar embarazada a una humana. Físicamente no podían oponerse a una violación, eran muy débiles y, biológicamente, eran una bomba de fabricar niños.

Él nunca había tenido hijos aunque una vez lo deseó fervientemente. Había estado con muchas humanas, siempre usando la protección necesaria para no dejarlas preñadas y tener que hacerse cargo de ellas y de los retoños. Inuyasha Taisho no estaba hecho para tener hijos. La única vez en su vida que lo intentó descubrió que eso no era para él, que para él no había esperanza de una familia o algo remotamente parecido. De las mujeres de las comunas también descubrieron lo que eran las familias. Ellas les enseñaron más de lo que esperaban descubrir. Las hembras humanas eran diferentes a las demoníacas en todos los sentidos. Ellas eran débiles y frágiles, pero de mentalidad fuerte, decididas, dulces y con un mal genio que a la vez las hacía encantadoras. Las hembras humanas eran simple y llanamente magníficas. Ellas, a pesar de ser violadas, cuidaron a sus hijos demonios como si fueran humanos, los amamantaron y jugaron con ellos, amándolos de igual forma. Muchas incluso se enamoraron de demonios, y muchos demonios también cayeron en esa trampa del amor.

Su sociedad estaba formada por jerarquías. En lo más alto, en el gobierno, se encontraban los de su clase. Los descendientes de lo más grandes demonios, los demonios más fuertes del mundo, los demonios con puño de acero. Él y unos cuantos más, dominaban el mundo. Después de ellos estaban los demonios de clase media que formaban familias, iban al servicio militar y morían de viejos. Muchos de esos demonios de clase media estaban casados con humanas; otros muchos tomaban una esposa demoníaca y otra humana; otros tenían una esposa demoníaca y muchos hijos bastardos de humanas. En último lugar se encontraban los demonios carroñeros que vivían en los callejones y las alcantarillas. Eran los únicos demonios que en esos días violaban a mujeres humanas. Nadie en su sano juicio se atrevería con una mujer demonio. Había atrapado a más de uno de esos y había escuchado lloriquear a más de una humana después de ser violada. Eran tan sensibles.

Fuera de esas jerarquías se encontraban los humanos. Dentro del mundo humano, las mujeres eran las mejores tratadas sin duda alguna. Ellos no tenían derecho a voto o el menor poder sobre la sociedad. Se controlaba la natalidad para evitar una sobrepoblación de humanos y su consiguiente venganza. En numerosos estudios, se había descubierto que los hombres humanos eran los seres más vengativos sobre la faz de la tierra, mucho peores que el peor de los demonios. Por eso, las mujeres eran las que mejores accesos tenían para el trabajo y las esferas públicas. Y, aunque su posición no cambiara, al poder casarse con demonios, ganaban muchísimos privilegios. Los hombres eran obreros y contribuían a la buena marcha de la sociedad a cambio de comida y un techo bajo el que dormir.

En el último siglo habían descubierto una cosa más sobre los humanos: los necesitaban para avanzar. Los demonios no evolucionaban, no cambiaban y seguían viviendo en las mismas costumbres que siglos atrás aunque se hubieran civilizado. Los humanos sí que evolucionaban. Tenían una increíble capacidad de adaptación a los nuevos entornos y transformaban todo a su alrededor para conseguir las mayores comodidades. Habían observado como mejoraban sus hogares con los elementos más primitivos y cómo creaban nuevos platos de comida aptos para los más mayores, para enfermedades específicas, para los niños. Eran seres inteligentes, creados para mejorar, y eso era algo que ellos nunca tendrían.

Él, como ministro de trabajo, tenía la obligación y el deber de adjudicar a cada ciudadano su ocupación de por vida. Odiaba tener que limitar su futuro convirtiendo a todos los machos humanos en obreros y a todas las hembras en prostitutas, amas de casa, peluqueras o secretarías. Sabía que un humano científico podría cambiar y hacer grandes cosas en su sociedad. Sin embargo, si se le ocurría cometer semejante locura, lo echarían. No apreciaba especialmente al ser humano, esa era otra razón que le impidiera hacerlo, pero una cosa era odiar al individuo y otra muy diferente su trabajo, lo que sus manos y su cerebro eran capaces de hacer.

Como todos los sábados por la noche, se encontraba frente a uno de los prostíbulos más famosos y más discretos de la ciudad. Llevaba abierto más de dos siglos y la gerencia estaba en manos de unos demonios rata muy avariciosos. En ese prostíbulo sólo había mujeres humanas, las mejores y más caras. Eran realmente selectivos con ellas y sólo se encontraba allí lo mejor de la especie humana. Algunas de ellas sólo ofrecían servicios de baile y su trabajo principal era calentar a los asistentes. Otras, ofrecían servicios mucho más privados y placenteros. Al fin y al cabo, era un prostíbulo.

Le hizo una señal a uno de los camareros para que le pusiera lo de siempre y se dejó caer en su reservado. Con las cortinas aún abiertas, a la espera de que se acercara al gerente a ofrecerle alguna mujer, contempló a algunas de las mujeres que bailaban en la barra principal para los demonios de clase media que no podían permitirse un reservado. Había dos mujeres. Una de ellas era una pelirroja de piel blanca vestida con un diáfano camisón negro que mostraba mucho más de lo que ocultaba. La otra era una mujer con el cabello teñido de verde que bailaba sensualmente alrededor de una barra metálica mientras se iba quitando el sujetador. Justo cuando la prenda cayó, llegó su copa de whisky. Otra maldita creación humana.

Se llevó la copa a los labios y de un trago bebió todo el contenido. El camarero volvió para llenarle la copa y le hizo otro gesto para que dejara la botella sobre la mesa. Agitó la copa frente a sus ojos, observando a través de ella la silueta femenina, moviéndose sensualmente sobre la barra, hasta que una sombra ensombreció parte de su luz. Al alzar la vista, se encontró al fin con el gerente.

― Un verdadero placer verlo de nuevo señor Taisho. ― lo saludó frotándose las manos.

Inuyasha asintió con la cabeza y bebió de su copa. El gerente era una rata de la cabeza a los pies. Su cuerpo humano, contaba con ciertos rasgos ratunos que delataban su especie. Por ejemplo, sus paletas extremadamente grandes y su bigote retorcido. Eso por no hablar de sus enormes ojos negros y sus uñas negras y largas. Un demonio ridículo para alguien como él, pero un demonio al fin y al cabo.

― ¿Qué puedes ofrecerme esta noche, rata? ― le preguntó.

― Esta noche tengo una excelente chica para usted señor Taisho. Es nueva y…

― No me gustan las nuevas. ― le cortó ― Las quiero con experiencia.

― Ésta le encantará. ― le aseguró ― Tiene una belleza sin igual. Es de lo mejor que ha pasado nunca por este local.

Una frase como esa llamaría la atención de cualquier demonio.

― Baila esplendorosamente.

― ¿Sabe follar? ― preguntó al fin ― No quiero esas nenitas nuevas que no saben nada del oficio.

La rata tragó hondamente y le dirigió una mirada avergonzada.

― No señor, no sabe.

― Entonces, no la quiero. Me serviría esa pelirroja de allí.

― Discúlpeme señor, pero esa mujer es demasiado tosca para alguien de su categoría.

― Sabe lo que hace, eso es lo que quiero.

El gerente se frotó las manos nerviosamente y le dirigió una rápida mirada a la bailarina pelirroja antes de atreverse a volver a hablar. ¿Por qué no obedecía de una maldita vez?

― No me entiende, señor. ― continuó ― He guardado esta chica para usted, es…

― Ya sabes que no me gustan las nuevas, así que hiciste mal.

― Es virgen.

Todo cambió cuando el gerente pronunció aquellas dos malditas palabras. Esa mujer fuera quien fuera, era virgen. No había sido tocado por ningún otro y eso era lo único que contaba. Las hembras demoníacas no tenían himen, pero las humanas sí. Nunca había tenido el gusto de poseer a una virgen aunque había escuchado auténticas maravillas de ellas. Todas las historias decían que el acto era más placentero con una virgen. Hablaban de su magnífico olor, de la prueba de sangre que demostraba que él fue el primero. Tenía su oportunidad de tener a una virgen. De repente, el día pintaba realmente bien.

― ¿Cuánto quieres por ella?

No quería resultar demasiado ansioso, pero aquella oportunidad era única en la vida.

― Como usted sabrá, una virgen es una oportunidad única…

― Ponga un precio. ― exigió.

― Cinco mil monedas de oro.

Era un precio desorbitado aunque el premio bien lo merecía.

― Tráemela.

Desde la puerta que daba a los camerinos de las mujeres, Kagome contempló al hombre que había entrado minutos antes. Aquella era su tercera noche en el local y era la primera vez que lo veía. Nada más entrar, las mujeres se habían vuelto medio locas arreglándose para estar perfectas para él. El camarero le servía el mejor whisky y lo perseguía para satisfacer todas sus necesidades. El mismo gerente del local en persona, quien la contrató, lo atendía. Sí que debía ser importante ese hombre o, más bien, demonio. Sus orejas de perro lo delataban.

Debería odiar a todos los demonios, era eso lo que le enseñaron y lo que necesitaba sentir hacia aquellos que destruyeron su vida, mas no podía odiarlo. Aquel demonio era tan sumamente atractivo. Jamás en toda su vida había visto a un hombre tan alto y su traje se ajustaba a él revelando su bien dotada musculatura. Era una auténtica maravilla, todo un Dios griego de esos de los que le habló su madre cuando era niña. Su larga melena plateada recogida en una coleta le llamó la atención. Nunca había visto un color de cabello semejante y parecía ser natural. Su tez era bronceada y en su rostro destacaban sus impresionantes ojos dorados y sus brillantes dientes blancos con colmillos afilados. Podía ver todo eso a la distancia. Él destacaba tanto. ¿Qué haría ese atractivo demonio con traje elegante y de corte fino en un lugar como ese? No tenía pinta de necesitar pagar para conseguir un poco de sexo. Las mujeres debían rendirse a su paso.

Se apartó de la puerta para que salieran las siguientes mujeres que iban a bailar y se dirigió hacia su tocador para prepararse. El siguiente turno era el suyo. Odiaba estar en ese lugar, pero no le quedaba más alternativa. Sus padres murieron meses atrás, cuando ella estaba a mitad de sus estudios de secretariado. Heredó su pequeña casa familiar, algo de dinero y el cuidado de su hermano pequeño. No obstante, se lo arrebataron todo a excepción de su hermano. El tribunal de justicia le quitó injustamente el hogar de su familia y el dinero que tanto les costó ahorrar, y los dejaron en la calle a ella y a su hermano. Ella dejó la academia de secretariado para humanos y empezó a trabajar en la construcción. Su trabajo era cargar escombros para hacer sitio a los obreros trabajando. Ese trabajo les sirvió para sobrevivir a ambos hasta que la echaron sin ninguna justificación. A partir de ahí, no volvieron a aceptarla en ninguna otra parte hasta que se acercó a ese local. Diría que una mano negra estaba interviniendo en su vida para hacerla caer en desgracia.

El trato que hizo con esa rata fue trabajar única y exclusivamente bailando. También aceptó quitarse el sujetador. Nada más. La rata aceptó y dijo que por eso podría darles de comer y un lugar en el que vivir a ella y a su hermano. No podían estar así toda la vida, pues un día dejaría de ser deseable para los demonios que venían a verla, pero les serviría hasta que se le ocurriera otra cosa.

Ataviada con unas sandalias de tacón de aguja negras, unos short de cuero que se adherían como una segunda piel a ella y un conjunto de lencería azul celeste, sentía que estaba fallando a sus padres. Si ellos la vieran vestida de esa manera, agacharían la cabeza con vergüenza y no volverían a mirarla a la cara. Sin embargo, eso era lo que ella necesitaba para sobrevivir en aquel momento. Por más que lo odiara, era su cuerpo lo único que les daría un techo y comida a ella y a su hermano.

Se puso unos pendientes de aro dorados y justo cuando agarraba el cepillo para volver a cepillar su hermosa melena, la rata entró en los camerinos. A través del espejo pudo verle buscando algo en los camerinos. Su mirada se iluminó cuando la encontró. ¡Dios santo, la buscaba a ella! ¿Qué demonios querría? Ella tenía que salir a actuar en diez minutos, no tenía tiempo para encargarse de otra cosa.

― Kagome, tengo un trabajo para ti.

― Señor Takamura… ― se levantó ― Discúlpeme pero salgo en diez minutos…

― ¡Olvídate de eso! ― le restó importancia ― ¡Otra chica te sustituirá!

¿Qué tendría en mente esa rata?

― Tienes que ocuparte de un demonio muy importante y si eres muy amable con él, nos pagará mucho.

Se le encendió la bombilla al escucharlo hablar y frunció el ceño ante lo que él estaba proponiendo. No pensaba acostarse con nadie, lo dejó bien claro.

― Señor Takamura, acordamos que yo no…

― Escúchame mocosa…

La agarró fuertemente del brazo y tiró de ella, alejándola de las demás mujeres hasta que ambos quedaron ocultos en el interior del vestidor. Él parecía furioso, pero ella tenía su orgullo.

― Yo no…

― Ese hombre pagará cinco mil monedas de oro por tu virginidad, ¿sabes lo que es eso?

¡Cinco mil monedas de oro! Sabía a la perfección lo que era eso. Eso era una auténtica barbaridad por un maldito polvo. ¿Qué hombre dispondría de ese dinero para una mujer? Había escuchado que los demonios codiciaban la virginidad de las mujeres humanas y, aún así, nunca se imaginó algo semejante. No sabía que su virginidad fuera tan valiosa. De hecho, nunca dijo tan siquiera que ella fuera virgen. Entonces, era cierto eso de que los demonios podían descubrirlo a través de su olor. ¿Qué más podrían descubrir por su olor?

― Si te portas bien y cumples, de esas cinco mil monedas, cien serán para ti.

Cien monedas de oro. Era una miseria en comparación con lo que estaba dispuesto a pagar por ella y seguía siendo más de lo que ella había visto en toda su vida. Eso era más dinero de lo que sus padres lograron ahorrar. Con ese dinero podría alquilar un pequeño piso para ella y su hermano, tenía más que de sobra para terminar sus estudios de secretariado, y aún les sobraba para comer. ¡Era mucho dinero! ¿Estaba ella dispuesta a vender su virginidad?

― ¡Piénsatelo bien mocosa porque si me fallas, ya puedes ir recogiendo y marchándote de aquí con tu hermano! ― la amenazó.

― ¡Usted me prometió…!

― ¡Despierta mocosa! ― la interrumpió ― Te contraté para que te follaras a los clientes, no para que bailes. Todas las mujeres en este sitio follan y bailan, ¿para qué iba a querer una que sólo baila?

Todo parecía demasiado bueno.

― Acepté tus pobres condiciones porque pude oler tu virginidad y supe que podría venderte por un buen precio. Si te niegas, me ocuparé de que nadie te vuelva a contratar jamás. Si aceptas, tendrás tu sueldo, tu hogar y tus cien monedas de oro más la propina del cliente. Ese cliente siempre da grandes propinas a las chicas, ― añadió ― propinas de más de veinte monedas de oro.

Todo estaba hecho. Tal vez perdiera su amor propio después de aquel momento, pero su vida cambiaría radicalmente y todo se arreglaría si se entregaba a un demonio por una noche. Sólo su virginidad y después la dejaría en paz.

― ¿Qué debo hacer?

― Así me gusta, mocosa. Baila un poco para él, contéstale si te habla y obedece todos sus mandatos. Cuando te tome, recuerda que serás rica.

Sí, tenía que recordar eso porque era lo único que podría mantenerla bajo él con la boca cerrada y las lágrimas bajo llave. Estaba a punto de realizar el acto más repugnante que se le pudiera ocurrir sólo por dinero, y sentía como se le atragantaban hasta sus propias nauseas. Si su pequeño hermano se enterara algún día de lo que había hecho, se sentiría tan avergonzada. ¡Y con razón!

Se volvió a sentar frente a su tocador y se peinó. La rata le había dejado un moratón allí donde la había agarrado así que tuvo que echarse un poco de base de maquillaje para cubrirlo. Seguro que al demonio que había pagado tanto por ella, no le gustaría verla llena de cardenales. Se aplicó un poco de rímel sin sombra de ojos y se pintó los labios de color rojo ruso. Con su tez tan blanca, el rojo destacaba especialmente en ella y le hacía parecer más mujer. ¿A quién trataba de engañar? Ni con todo ese maquillaje lograría parecer una mujer sensual, aventurera y provocativa como las demás que estaban allí. ¡Dios! Todavía estaba a tiempo de salir huyendo de allí.

Su tiempo se agotó un minuto después, cuando la rata volvió a buscarla. Ya no tenía ninguna escapatoria. Salieron los dos juntos de los camerinos y comenzaron a caminar por el local. El atractivo demonio de antes seguía sentado en el mismo reservado, bebiendo whisky y a la espera de algo o, más bien, alguien. Por el camino, más de un demonio se volvió para preguntar su precio, todos oliéndola, pero la rata rechazó a cada uno de ellos. Siguieron su camino, en dirección hacia el demonio atractivo y todas sus alertas se encendieron. No podía ser él, era demasiado para ella. No podría sentirse mal después si se acostaba con un hombre tan atractivo.

De repente, unos brazos la rodearon y cayó sobre el regazo de un hombre. Pudo sentir su erección contra su trasero y su aliento en la nuca.

― ¡Mirad el bomboncito que tenemos por aquí! ― exclamó el demonio echándole el mal aliento.

― Suéltala inmediatamente. ― le ordenó la rata.

― Pagaremos bien por ella.

― Nunca podríais pagar lo que vale. ― les advirtió ― Esta chica es para el Ministro de Trabajo, no le hagáis enfadar.

Los demonios palidecieron y ella misma sintió un temblor en su propio cuerpo. ¿El Ministro de Trabajo? ¿Iba a entregarle su virginidad al desgraciado que le había dejado tan pocos medios de vida sin dudarlo tan siquiera? Ese ser insensible… Seguro que sería un demonio feo y nauseabundo con las manos pegajosas y los dientes podridos. Abusaría de ella, regodeándose de que tenía ese trabajo gracias a él, y, luego, la echaría como si fuera basura.

Intentó salir corriendo de allí, salvaguardarse de él, pero la rata la agarró y en menos de medio minuto fue depositada delante del Ministro de Trabajo. ¿Por qué tenía que ser el hombre atractivo? Esa noche debía ser la peor de toda su existencia. Vendía su maldita virginidad por un poco de dinero, se tenía que acostar con el miserable demonio por el que había acabado trabajando allí y, encima, ese demonio tenía que ser el hombre más atractivo que había visto en toda su vida. ¡Qué injusto era el mundo! No quería disfrutarlo, quería odiarlo.

― ¿Qué le parece señor Taisho? ― la mantuvo sujeta para evitar que huyera ― ¿La acepta?

El Ministro de Trabajo le realizó el examen más atrevido y más descarado que había recibido en toda su vida y eso que estaba trabajando en un maldito prostíbulo. Se sintió más desnuda que cuando se había tenido que quitar el sujetador sobre la barra y su cuerpo se negó a obedecer a sus órdenes de huída. Era como si su mente y su cuerpo se hubieran dividido y se encontraran separados en ese momento, luchando el uno contra el otro. Quería huir, pero no podía moverse.

― Me la quedo.

¡Cómo si ella fuera un objeto! Bueno, se estaba vendiendo como un objeto así que se merecía un poco esa designación.

― Os dejaré solos.

La rata la soltó por fin y se cerraron las cortinas negras del reservado, dejándolo todo a oscuras a excepción de una intensa luz rojiza que provenía del techo. Estaba muy nerviosa, no sabía qué podía hacer o qué debía hacer más bien. Él continuaba mirándola fijamente, sin decir nada, y ella estaba perdida. Podría salir huyendo, sólo eran cortinas. ¿Y si el demonio la perseguía? Se suponía que era el Ministro de Trabajo, un hombre que pasaba el día sentado atendiendo aburridos asuntos y humillando cada vez más a la especie humana, pero estaba muy fuerte. Tenía toda la pinta de ser capaz de perseguirla si intentaba darse a la fuga.

Se cruzó de brazos y los descruzó al darse cuenta de que esa posición tal vez no fuera lo bastante respetuosa ante el Ministro de Trabajo. Él no hablaba, no decía nada. Tal vez estuviera esperando que ella dijera algo o que empezara a hacer algo. Se sentía tonta allí parada, siendo examinada y devorada con la mirada.

― ¿Q‐Qué… de‐de…desea q‐que haga… se‐señor Ministro?

Había balbuceado como una tonta, incapaz de pronunciar dos palabras seguidas sin atragantarse. ¡Qué vergüenza! Dándole esa impresión seguiría pensando que las mujeres humanas no valían para más.

― Baila. ― le ordenó.

Bailar. Eso se le daba bien y cuando bailaba era capaz de olvidarse de todo lo malo que la rodeaba para dejarse llevar por la música y por el ritmo. Seguro que un baile le ayudaría a aliviar un poco la tensión del ambiente y de camino a apaciguar mínimamente sus nervios. Estaba a punto de reventar. Se subió por una pequeña escalinata sobre la mesa que hacía a la vez de "escenario", y comenzó a bailar al son de la sensual música.

Quedarse sin palabras era poco para definir lo que había sentido cuando la vio. Se esperaba una chiquilla normal y corriente como las otras mujeres, no una mujer tan bella. Desde luego, no le mintió al decirle que era una de las más grandes bellezas que había pisado ese maldito prostíbulo. Su rostro era de fracciones delicadas y elegantes como las de una aristócrata: frente recta, pómulos altos, nariz pequeña y respingona. Sus ojos color café, aparentemente tan normales, eran preciosos enmarcados por unas largas pestañas. Esos ojos eran el más puro espejo de su alma y podía leer todo lo que pensaba en ellos. ¡Qué mujer tan transparente! Aunque fueron sus labios y su cabello lo que más le llamaron la atención. Unos gruesos y tentadores labios perfectos para ser besados y una larga melena azabache de bucles perfectamente naturales que podría agarrar mientras la poseía. Su cuerpo no era el mejor que había poseído, pero encajaba a la perfección con ella y lo excitó. Figura esbelta, curvas definidas, pechos proporcionados, trasero redondeado y muslos llenos. A su gusto.

Ahora bien, lo que sintió al olerla fue muy diferente, fue mucho más abrasador, y lo golpeó como si estuviera en mitad de una guerra. No le mintió tampoco al asegurarle que era virgen, pudo oler su himen desde que salieron del camerino. Había tenido que usar toda su fuerza de voluntad para quedarse sentado y no tirarse como un salvaje sobre ella. La muchacha ya parecía lo bastante asustada desde que se enteró de que él era el Ministro de Trabajo. Cuando la agarraron, intentando arrebatársela, se preparó para matar a todo aquel que intentara abusar de ella, pero, entonces, la rata comentó para quién era y todos se rindieron asustados. ¡Claro que estaban asustados! Él era el gran Inuyasha Taisho, Ministro de Trabajo, descendiente de una de las grandes familias vencedoras de la guerra. Debían temerlo.

La observó bailar mientras bebía de su vaso. Esa mujer bailaba endiabladamente bien sobre el escenario. Movía sus caderas de una manera tan arrolladora que se le ocurrieron grandes ideas para el coito. Sus pechos confinados en aquel sujetador azul celeste se agitaban a cada movimiento. Tenía unas piernas impresionantes, mucho más de lo que le pareció a primera vista. Y la expresión de su rostro, era indescriptible. Necesitaba serenarse, no quería hacerle daño cuando la tomara. ¡Estaba demasiado ansioso!

Sirvió whisky en el segundo vaso que pidió para ella y se levantó. La muchacha se percató del cambio y se detuvo a la espera de nuevas órdenes. Él estiró el brazo, ofreciéndole la copa.

― Bebe. ― le ordenó.

La joven, temblorosa, agarró el vaso que le ofrecía y se lo llevó a los labios con temor. No podía acostarse con ella si estaba tan nerviosa, le haría más daño del necesario en tal caso, y quería disfrutarlo, sin lloriqueos femeninos que lo distrajeran. Ella dio un pequeño trago, pero, cuando él la miró exigiéndole más, se llevó el vaso a los labios de nuevo y se terminó todo el contenido de un trago. Tosió al apartarse el vaso de los labios. No era como las otras, no sabía beber. Era inexperta en absolutamente todo, exceptuando el baile.

― ¿Qué quiere que haga ahora señor Ministro?

― Lo primero, llámame Inuyasha. Cuando te tome no quiero que grites mi cargo, quiero que grites mi nombre.

¡Qué arrogante era! Aunque tampoco debía haber esperado algo muy diferente de un hombre que ostentaba tanto poder.

― D‐De acuerdo, Inuyasha.

― Muy bien. ― asintió complacido ― Siéntate a mi lado.

Seguro que él querría comenzar cuanto antes. Estaba asustada. No sabía muy bien lo que se suponía que ocurría entre un hombre y una mujer o, más bien, entre un demonio y una mujer. ¿Sería diferente con ellos? ¡Seguro que sí! Serían más brutos y más fuertes. Lo harían sin pensar en su pareja, sólo en sí mismos, y serían crueles. No debió aceptar aquel dinero y debió permitir que la despidieran.

Iba a bajar por la escalinata cuando él colocó las manos en su cintura y la bajó, levantándola como si no pesara más que una pluma. ¡Qué fuerte era! Además, el contacto de sus grandes y ásperas manos contra su piel, sin saber por qué, le produjo placer. Ojala el Ministro de Trabajo hubiera sido feo para poder sentir asco. Se sentó sobre el sofá de cuero, justo a su lado, y volvió a temblar cuando el brazo de él la rodeó, acercándola a su cuerpo. El baile había conseguido relajarla, pero sólo mientras bailaba. En ese momento volvía a tener los nervios a flor de piel.

― Sírvenos.

¿Pretendía emborracharla? Llenó los dos vasos de whisky y le ofreció a él el suyo. Él lo aceptó, pero no bebió ni una gota hasta que ella se acercó el suyo a los labios. Odiaba el whisky y todas las bebidas alcohólicas en general. No pudo evitar volver a toser cuando lo tragó.

― Lo haces mal. ― le dijo él ― Vuelve a servirnos.

Obedeció y lo vio fascinada beberse su vaso entero. Tenía un perfil hermoso. Entonces, él se volvió hacia ella con los ojos brillantes y una sonrisa que prometía grandes cosas. Antes de que pudiera preverlo tan siquiera, agarró su mentón, obligándola a abrir los labios, y la besó. Sintió el ardiente líquido introduciéndose en su boca desde la de él y tragó tal y como él le fue indicando entre besos. Cuando al fin consiguió tragar el whisky, no se atragantó y no le picó la garganta. Se lamentó cuando Inuyasha rompió el beso y tomó el vaso de whisky que le ofreció.

― Ahora, hazlo tú sola.

Se llevó el vaso a los labios y tomó el líquido color ámbar tal y como él le había enseñado. Tampoco se atragantó en esa ocasión. Volvió a dejar el vaso sobre la mesa y, entonces, fue Inuyasha quien llenó de nuevo los vasos. Su cuerpo se estaba calentando, toda su sangre y sus temblores desaparecían al mismo tiempo que se iba relajando su musculatura. ¡Se estaba emborrachando!

― ¿Cómo te llamas? ― le preguntó.

Era curioso que le interesara el nombre de una prostituta. ¡Dios, cómo odiaba tener que llamarse a sí misma de esa forma!

― Kagome… ― musitó en respuesta.

― ¿Qué edad tienes, Kagome? ― le ofreció su vaso.

― Diecinueve años.

― Eres muy joven.

Brindaron y bebieron cada uno de su vaso. Kagome no quería terminárselo de un trago, pero él la obligó a hacerlo empujando el vaso hasta que se lo terminó. Él dijo que ella era joven. Para alguien que vivía durante tantos siglos, cualquier anciano humano debía ser joven.

Las manos de Inuyasha se volvieron más atrevidas. El brazo que rodeaba sus hombros descendió, estrechándola a ella contra su cuerpo. Su otra mano acarició sus muslos de forma ascendente y sus labios sobre su cuello empezaron a morder, besar y succionar su tierna piel. Iba a tomarla ya, en ese momento. Cerró los ojos intentando pensar en otra cosa mientras ante ella se iba abriendo todo un mundo de sensaciones. ¿Por qué le gustaba lo que sentía? ¡Debía odiarlo!

Inuyasha la soltó sin dar una sola explicación cuando un ruido no muy lejano logró desconcertarlo. Algo estaba pasando en el local. Apartó ligeramente la cortina y vio a unos demonios de la clase más baja lanzándose sobre las prostitutas y atacando violentamente a los clientes. De repente, uno de ellos lo vio y lo señaló. Todos se volvieron hacia el Ministro de Trabajo con los ojos brillantes. Iban a por él.

Continuará…