Una copa de vino.

—Es tarde, Srta. Ives, deberíais marcharos, el carruaje os espera —dijo mientras sostenía la copa de vino a medio acabar. Un muchacho de cabellos negros como el carbón y brillantes como el diamante en bruto. Ojos atigrados y expresión tranquila. Pómulos marcados y rasgos tan finos como delicados. Su tez era pálida, y su piel tenia la misma apariencia que la seda.

Se giró dejando así pues de darle la espalda y asintió aunque sus verdaderos deseos eran quedarse allí hasta que amaneciera, o en el hipotético caso de que eso no sucediese, hasta la eternidad.

—Sí —agarró su abrigo y se lo colocó mientras el muchacho no dejaba de mirarla con una mirada lasciva—. ¿Os incomoda mi presencia, Sr. Gray?

—En absoluto, señorita. Por el contrario, gozo de ella.

—Si eso fuese cierto no me hubiéseis recordado lo tarde que es —se giró, dedicándole una pícara sonrisa mientras se ajustaba los botones.

—No sería caballeroso por mi parte mentirle, señorita...

—¿Y sois vos un caballero? —alzó la ceja, acercándose a él.

—Lo soy cuando debo serlo. Con quien merece serlo.

—Os aseguro pues, Sr. Gray, que yo no merezco tal honor.

—No estoy de acuerdo con esas palabras, me temo.

—Nunca estáis conforme con nada, ¿no es cierto? Nunca habéis logrado saciar vuestra sed.

—No entiendo a qué os referís —eludió azorado, sosteniendo aún la copa de vino con su temblorosa mano.

—Sabéis perfectamente a qué me refiero —la mirada de ella le escrutaba a fondo, como si pudiese llegar hasta el fondo de su alma, o al menos de lo que quedaba de ella.

No bastaban muchos minutos para conseguir persuadir al muchacho, pues ya bien débil era en aquel aspecto. Se limitó a saborear el aroma que percibía de la piel de aquella mujer sin prestarle ahora atención a sus palabras. Posó sus finas manos en las mejillas de ella, sosteniéndole la mirada.

—Sois diferente de las demás.

—Y vos lo sabéis porque también lo sois —susurró cercana a sus labios como atrayéndolos con su voz cual sirena que interpreta una armonía para atraer a los marineros hacia la muerte.

—Una mujer como vos no podría ser como yo... Yo soy un monstruo, Srta. Ives —repasó con sus dedos pulgares las mejillas encendidas de la mujer, que le miraba con una intensa e inquisitoria mirada que desvelaba deseo.

—¿Acaso cree que los monstruos siempre son horrendos, Sr. Gray?... La planta más hermosa, el fruto más dulce, y la mujer más radiante, son siempre el veneno más dulce que el hombre pueda degustar.

Sus miradas se entrelazaron y él vio el monstruo que yacía en ella, y ella vio el monstruo que reinaba en él. Y ambos se condujeron a la perversión del otro, engrandeciendo sus pecados. El hombre de alma corrompida. La mujer de ojos azulinos y labios rojo carmesí. La lujuria y la libídine, el mal, junto al mal.

Y el diablo fue mujer para corromper al hombre, y el hombre fue embrujado por el poder de la corrupción que encerró el pincel en su retrato. La copa de vino despedazada ante sus pies, y en el reflejo, aquellas insidiosas criaturas.