Un dios entre los hombres

EL COMIENZO DE TODO

"El amor de dos personas de corazón puro pero de orígenes bien diferentes y que ni siquiera deberían haberse conocido."

Esta historia me ha transmitido muchos sentimientos y tan intensos... Que son difíciles de explicar... Son historias que me gusta compartir con vosotros. Espero que lo disfrutéis un saludo mis queridos lectores. "

1r Capitulo

Hércules se demoró en llegar. Cuando alcanzó su destino saludó a Cíniras con un rápido gesto, atravesó la barrera y se dirigió directamente a los baños. Nadie cuestionaba sus ausencias, a excepción del lanista. A pesar de la grave lesión que había sufrido meses atrás, todavía era considerado el campeón de Roma y gozaba de su total confianza para entrar y salir del ludusa placer.

Todavía en el atrio empezó a quitarse la túnica y cuando llegó a la piscina ya estaba desnudo. Más pausadamente se adentró en el agua, agradeciendo la tibieza del líquido elemento que relajó sus músculos. También ansiaba liberar su mente, pero no sería ese el día en que esta le dejara en paz.

Porque recordó.

A los dieciseis años había sido emboscado por un escuadrón de exploradores romanos mientras viajaba con su padre, su madre y su prima con el fin de visitar a la familia de esta.

Hércules se tensó de rabia al recordar el rostro de aquel romano. Aquel que, tras abatir a su padre, lo había separado de su madre y se lo había llevado a Roma, la capital del Imperio que le había arrebatado su identidad.

Había llegado al puerto en una galera que transportaba mercancía humana. Todavía podía recordar el olor a excrementos y los gritos de los enfermos cuando eran arrojados por la borda durante la travesía. Él se había librado gracias a su buena salud y fuerza.

Había visto muchas cosas horribles a lo largo de su vida, pero aún le atormentaba la imagen de aquellas enmohecidas jaulas donde las mujeres y sus hijos enfermos suplicaban clemencia antes de ser arrojados al abismo del mar, para no contagiar a los esclavos sanos.

Una vez en tierra había sido expuesto, desnudo y despojado de toda dignidad, durante una larga y fría tarde de otoño en la que diversos mercaderes lo habían inspeccionado como si de una res se tratara, hasta que un acaudalado comerciante, encandilado por su belleza y fuerza, lo había adquirido por un precio irrisorio.

Recordó su confusión, nada más llegar a la villa de su primer amo, cuando lo habían colmado de lujos y baños relajantes. Y que le habían untado el cuerpo con aceites y esencias antes de vestirlo con las más ricas sedas.

Hércules tensó la mandíbula y cerró los ojos con fuerza. Habían intentado transformarlo en lo que ahora era.

Viajó al pasado de nuevo hasta que se encontró en aquella habitación iluminada con la tenue luz de las lámparas de aceite. El olor a incienso le había provocado estornudos.

Los frescos de las paredes habían llamado su atención, porque representaban escenas que no alcanzaba a comprender. Pero cuando había visto al dominefrente a él, con aquella extraña expresión en el rostro, había intuido el motivo de tantas atenciones.

Y se había rebelado.

Había luchado tan ferozmente que su amo había tenido que desistir y llamar a su guardia personal. Con solo dieciséis años había logrado herir a dos soldados expertos.

Finalmente su pragmático amo lo había vendido al ludus, donde se formó tras durísimos entrenamientos y finalmente hizo su juramento como gladiador.

Y había sido entonces cuando había hallado un motivo para la esperanza, una meta: comprar su libertad al precio que fuera. Deyanira, la esclava hispana, logró disipar sus lóbregos recuerdos. No la vio entrar, pero la reconoció por sus delicados y menudos pasos.

En silencio escuchó como preparaba el jabón. Sin mediar palabra se colocó tras él y, sentada sobre los escalones de la piscina, comenzó a masajearlo.

Hércules soltó un suspiro de placer.

—No es necesario que estés callada si no lo deseas.

Notó como los labios de ella dibujaban una sonrisa.

—Lo sé, pero he pensado que estarías cansado, y no deseo importunarte.

—Jamás lo has hecho.

Transcurridos unos instantes ella habló de nuevo con su voz dulce y pausada.

—Domineme ha enviado para satisfacer tus deseos.

Hércules arqueó los labios, pero la sonrisa no iluminó su mirada ambarina.

—Dominees extremadamente generoso—apuntó, con ironía.

La muchacha obvió la decepción que sintió ante su falta de entusiasmo, y continuó con el delicado masaje sobre sus tensos hombros. Sin embargo, no pudo evitar la réplica:

—Eres el campeón de este ludus y domine solo desea recompensarte. ¿Por qué eres siempre tan esquivo conmigo? A fin de cuentas, un hombre, ya sea esclavo o liberto, tiene sus necesidades.

Hércules frunció el ceño y se dio la vuelta para enfrentar sus ojos de ébano. Deyanira era una de las esclavas más hermosas de Roma. Los dioses le habían obsequiado un rostro de ensueño, largos cabellos negros, piel bronceada, pechos sugerentes y caderas bien delineadas. Era más de lo que un hombre podía desear. Pero sus necesidades eran bien distintas.

—¿De veras crees que no las tengo más que cubiertas?

La mirada de ella se turbó y sus manos quedaron paralizadas cuando él le dio de nuevo la espalda.

Siempre le sucedía cuando la rechazaba, y no podía reprochárselo. En sus ojos color azul había podido ver la pena reflejada. A través de ellos era capaz de leer su corazón. Por los dioses, pensó, Hércules era tan hermoso como inmensa era la herida de su alma.

El Ateniense no solo era famoso por su arrojo en la arena, sino también por su extravagante belleza y fuerza. Con razón las damas acaudaladas pagaban puñados de denarios por sus favores. Sus cabellos color rojizo y ondulados. Unas cejas bien definidas añadían expresión a sus inquietantes ojos.

Su nariz era recta, de proporciones exactas, y sus cincelados labios, no demasiado gruesos, dibujaban una forma insinuante.

—Oye, Deyanira —dijo, interrumpiendo sus cálidos pensamientos—, No soy como los demás hombre que utiliza a las mujeres por su satisfacción. Pues bien sabes que para mí es un castigo hacer tal cosa.

"Oh, por todos los dioses", pensó ruborizada "¿cuánto tiempo he estado mirándolo con ojos de deseo?". De inmediato bajó la vista y sintió la amarga punzada de la culpa y la desolación a partes iguales. Hércules era magnífico y ninguna mujer podía evitar mirarlo con codicia. Ella lo sabía y ahora se sentía culpable por desear lo que él no era capaz de proporcionarle.

Pero alzó la vista con aparente seguridad y sonrió.

—Pues deja ya de preocuparte por las necesidades ajenas. Estoy aquí para serte útil. Te ofrezco mis oídos.

Hércules frunció el ceño para después bajar la vista. Deyanira pudo ver su rostro reflejado en el agua de la piscina y constató que, a sus veinte años, el Ateniense ya tenía arrugas de preocupación alrededor de los ojos.

—Sé que no es apropiado. Pero… ver esas personas enamoradas y saber que tienes a alguien que te quiere de verdad, que te valora…

Deyanira quedó sorprendida ante semejante pensamiento. Que un hombre indagara sobre un sentimiento tan femenino no era costumbre. Mucho menos un gladiador, que era frío como un témpano. ¿Adónde pretendía llegar?

Un breve silencio precedió la respuesta.

—Así es —su voz sonó ronca.

Hércules se animó.

—¿Lo has sentido alguna vez?

Con manos temblorosas, Deyanira apartó de la nuca de él un mechón de pelo húmedo para continuar con el masaje.

"Oh, por Venus, claro que sí". Que la crucificaran si no era amor lo que sentía por aquel hombre. Lo amaba en ese mismo momento mientras acariciaba su piel cálida. Lo amaba cada vez que era tomada por su domine, cuando cerraba los ojos y lo imaginaba.

Lo amaba cuando pensaba en él, que era día y noche, a cada instante.

Y ese maldito sentimiento no correspondido la estaba sumiendo en una agonía lenta y dolorosa. Matándola en vida.

—No, Hércules —mintió sin poder evitar el resentimiento—. Nosotros, los esclavos, no podemos sentir amor. Nuestras emociones no nos pertenecen.

Él se dio la vuelta y Deyanira pudo ver como los ojos del gladiador cambiaban de tonalidad, tornándose más brillantes.

—Te equivocas —la increpó—. Los romanos podrán encadenar nuestro cuerpo, pero jamás nuestro corazón.

La estaba mirando con anhelo. Sin embargo, no osó confundir el significado de esa mirada. Eran las ansias de cubrir el vacío de su corazón, de sanar su interior lo que el Ateniense buscaba. Hércules necesitaba alguien que lo hiciera sentir vivo. Alguien a quien amar. Alguien por quien luchar. Y esa persona no era ella.

—Debo irme.

Y se alejó presurosa, sin que el Ateniense fuera capaz de comprender tan súbito cambio de humor.