Dolor, desesperación, ira, tristeza, angustia… no había una palabra específica para describirla, o tal vez una:
Rota.
Su mente, su cuerpo, sus emociones… todo estaba resquebrajado, como el hielo de un lago cuando se va acercando el buen tiempo o como una muñeca que lleva décadas abandonada al merced de los ratones, la mugre y los insectos. Ya no había canciones alegres de su violín que ayudaran a olvidar, ni nada que lograra sacarle una sonrisa. Ya no hay risas, ya no hay alegría en su corazón. Las lágrimas caían por su mejilla y se secaban en su cadavérica mejilla. En estos meses, su cuerpo había adelgazado tanto que se asemejaba a un cadáver, hasta su color pálido resultaba demasiado enfermizo para tratarse de una persona viva. Luna siempre tuvo una piel pálida, puede que en algunos periodos de su vida lo fuera demasiado, pero jamás llego a ese color que hacía resaltar sus venas en tonos morados y azul turquesa.
No comía, casi ni dormía y se movía lo justo para ir al baño y volver a la repisa de la ventana y mirar a través del sucio cristal, con la falsa y enfermiza esperanza de que le vería andando a lo lejos, que pasaría por debajo de su ventana y a los pocos minutos entraría en la habitación de la que se había apropiado. Siempre que el sueño le vencía soñaba con él; con sus brazos rodeándola y protegiéndola, con sus labios sobre su mejilla para tranquilizarla y su voz diciéndole que todo ha sido una pesadilla… pero la pesadilla estaba al despertar y darse cuenta de que no estaba ni ha estado nunca. Quería levantarse, coger su vieja guadaña o tal vez su nueva arma y matar a Waylon Jones ¿Pero de que le serviría? Matarlo no traería de vuelta a Jonathan Crane, el Espantapájaros, el hombre del que se había enamorado y por el que había cambiado vidas por plumas negras con las que poder volar a su lado. Odiaba admitirlo, pero era débil. Cualquier otra se habría vengado por muy deprimida que estuviera, pero ella estaba muerta, y tal vez pronto lo estaría de verdad. Mas de una vez pensó darle luz verde a los presos que viven con ella en este refugio y dejar que hagan con ella lo que les plazca, pero lo descarta enseguida. Nadie la tocará y ellos la temen, aunque sea un poco. Ella lo sabe, pero ya no le hace gracia.
Otro día amanece, igual de oscuro y gris que el anterior, pero nunca llega a llover. Sus ojos no pueden más, necesitan descansar, pero ella resiste hasta que la desesperación se convierte en un llanto sin fuerza. Siente que se ahoga, que se asfixia, hasta que finalmente cierra los ojos, pero no duerme, no puede hacerlo. Cada vez que intenta descansar ve a Jonathan y el recuerda que no estuve ahí para ayudarle. Y por eso ella es la culpable.
