Un remolino de fuego, en sus entrañas una niña sollozando hasta derrumbarse en cenizas. Es lo único que recuerdo; la única escena que mi cerebro se encarga de rebobinar minuto tras minuto, como una secuencia sin fin. Los días pasan y apenas me doy cuenta. El alimento me sabe a azufre; los baños, a fuego. Encerrada en una jaula de trapo; un cuerpo recortado y cosido, que tiene las huellas de todo aquello que mi mente se encarga de suprimir. No hay escapatoria, Katniss, me convenzo. Hasta dentro del armario, donde todo parece tan calmo, tus propios monstruos te acechan.

¿Vas, vas a volver

al árbol en el que colgaron

a un hombre por matar a tres?

Cosas extrañas pasaron en él,

no más extraño sería

en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.

Un remolino de fuego; un grito compartido, uno de dolor y otro de desespero. El de Prim, y el mío. Dos cuerpos ardiendo en el centro mismo de la agonía; su alma y la mía, devoradas, la mía por la pena, la suya por la muerte. Y después, palabras vanas y miradas que entonan un cortés lamento; un fraude. Yo no quiero escucharlas; me huelen a humo y a fuego. Todo me huele a ello últimamente. Sin embargo, a través de la grisácea neblina que emborrona mi vista, distingo, a lo lejos, el verde del mar, en la mirada de Finnick. Un verdor de tal calibre que logra apagar el rojo de mi mente por unos instantes, quizá días, o quizá años. No es importante, ya no.

¿Vas, vas a volver

al árbol donde el hombre muerto

pidió a su amor huir con él?

Cosas extrañas pasaron en él,

no más extraño sería

en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.

Un sinsajo sin alas, ni voz; huyendo de su nido para no volver nunca más. Aveces flota sobre una nube, que se desliza por un celeste camino sin dirección. Otras veces, el viento la lleva, arrastrándola por senderos recónditos; por pasajes conocidos, por lugares endemoniados. Una arena, un bosque, un reloj, una rosa blanca, todos los caminos desembocando en un Distrito 12 desierto y derruido, donde un gato maúlla en la lejanía. Y a su alrededor, trozos de carne despedazados, ennegrecidos; brazos, piernas, pies y dedos, desperdigados como migajas de pan. La sonrisa de un niño, sobre una calavera semienterrada entre los parduzcos caminos que dirigen hacia el bosque. No hay escapatoria, les digo, pero no me hacen caso.

¿Vas, vas a volver

al árbol donde te pedí huir

y en libertad juntos correr?

Cosas extrañas pasaron en él,

no más extraño sería

en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.

Al lado de los huesos, un diente de león; con sus motas blancas nadando en el aire. Hay esperanza, me dice una voz cercana. Cuando alzo la mirada, se desvanece cual espejismo, dejando en el aire una sonrisa fiable; que reta a vivir, de un optimismo que inunda el espiritu y engrandece la vida. El olor al pan horneado; una calidez en los labios. Todo vuelve a pulverizarse; intento aferrarme a los resquicios que se resquebrajan, en un enfermizo ataque de frenesí. Pero no lo logro y la caída es libre y larga. Siento la cruda calidez de un infierno esperándome; las llamas lamiéndome, corroyendo mi piel, que cae en tiras.

¿Vas, vas a volver

al árbol con un collar de cuerda

para conmigo pender?

Cosas extrañas pasaron en él,

no más extraño sería

en el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.