Cap. 1-Prólogo
El viento sopló levemente en mi cara.
El viento estaba en mi favor y corría en mi dirección. Mi aroma estaba cubierto.
Chequé mis alrededores y saqué la ballesta. Las hojas a mí alrededor se revolvieron un poco y por una fracción de segundo me quedé quieto orando por no ser descubierto. Lancé una mirada furtiva a mi objetivo y me abstuve de soltar un suspiro de alivio ya que podía ser descubierto, aunque la criatura seguía abstracta devorando fervientemente el cuello de ese hombre quien ya llevaba muerto algunos segundos a causa de haber sido drenado de sangre.
Rocé mis dedos con la cruz de plata que colgaba sobre mi pecho y apunte. ¿Cabeza o corazón? Me pregunté. A dónde dispararía. Ya era el crepúsculo y si me tardaba demasiado en acabar con su mísera existencia, más de su calaña vendrían hacia mi dirección. Si fuese más temprano hasta me regocijaría de la agonía del monstruo e incluso, si era uno que se había cobrado muchas víctimas, lo noquearía, lo llevaría conmigo y lo expondría a la luz solar como una forma de pagar su deuda. Pero ese no era el caso. Éste era un neófito y, como ya dije antes, ya estaba por anochecer.
Apunte mi arma a su cabeza y a la pobre criatura solo le dio tiempo de voltear su rostro ante la estaca antes de que se la atravesara y acabara con la punta saliendo del otro extremo de su cráneo.
Me acerqué una vez que el cadáver hubiera caído con un golpe seco. Era una chica. No sabía alimentarse bien y estaba hecha un desastre. A su lado yacía el pobre desgraciado a quien le había tocado la mala fortuna de ser el alimento. Sus ojos estaban cristalinos y no miraban a ninguna parte. Me pasé la mano por el cabello y me agaché a cerrárselos. El aliento le olía a sangre y alcohol. Fruncí el ceño en desagrado y comencé a hurgar entre sus bolsillos y los pliegues de su abrigo hasta que encontré lo que buscaba. La billetera. Y no, no era un enfermo que se dedicaba a robar a los muertos, buscaba su identificación.
Dionisio Kent. Ese era el nombre. Me guardé la identificación para luego ir a entregarla a Poseidón y que él pudiera declarar al hombre como muerto.
Saqué de mi morral una botella de plástico con la mitad de su contenido. Junté los cuerpos y comencé a empaparlos con la poca gasolina que me quedaba. Oré un poco por Dionisio y saqué un fósforo lanzándolo a los cadáveres. En el momento en que empezaron a arder me retiré del lugar.
Hace años que esto había dejado de afectarme. Esto era mi rutina desde los 12 años cuando mi madre, Sally Jackson, murió al ser devorada por un *gul, algo poco común para aquella clase de despreciables seres. Lo único que me quedó de ella fue su cruz de plata. Estuve bajo custodia del Estado hasta que un hombre quien decía ser mi padre llegó a reclamarme. Poseidón me introdujo en esto, nunca habría vuelta atrás. Yo ya no era Percy Jackson el niño desastroso del salón que siempre portaba la sonrisa más brillante del mundo y que amaba y estaba siempre con su mamá. Era Percy Jackson, una sombra que nadie conocía y que velaba fría y silenciosamente por las personas que tarde o temprano se iban a morir. Me faltaba algo y el que no me afectara el estar consiente de aquello me preocupaba. Estaba más muerto que todos aquellos monstruos. Más muerto que Dionisio Kent porque yo solo vivía, pero no sentía.
*Un gul es un demonio necrófago que, según el folklore árabe, habita en lugares inhóspitos o deshabitados y frecuenta los cementerios. Están clasificados como monstruos no muertos. Los gules profanan las tumbas y se alimentan de los cadáveres, pero también secuestran niños para devorarlos.
