Entre las delicadezas de aquellos cortinajes se escondía algo más que la tímida luz de un sol extenuante, más allá de los pliegues de azul marino que formaban feroces sombras en una simple habitación, había un sentimiento, un recuerdo borroso de una tortuosa infancia y suspiros ahogados que no serían escuchados jamás. Entre los cortinajes azules, había historias que se negaban a ser contadas por los nómadas de aquella tierra, allí había nada más y nada menos que todos los secretos que se negaban a salir a la luz.

La suave brisa de un viento extremadamente caliente llenaba la pequeña habitación de suspiros sin nombre y gritos que no se escuchaban en pleno desierto. La persona que abrió los ojos dentro de aquel lugar se encontró con un techo bajo y paredes de barro. Inspeccionó a su alrededor cuando se incorporó sobre la pequeña cama en la que le colgaban los pies y apretó los dientes al sentir una fuerte punzada en el hombro derecho, ¿cuánto tiempo llevaba soñando que mil flechas se clavaban en su hombro? Debía ser una pesadilla causada por la posición en la que dormía.

A pesar de haber despertado de aquella manera tan abrupta, adoptó un aire de grandeza y se puso de pie para salir de aquella habitación tan pobremente adornada y hacer frente a la vida real; después de todo, aquel lugar era sólo su lugar de descanso. Sousuke era uno de aquellos afortunados a los que se les había concedido el derecho de pertenecer a la guardia real. Y aquel día, después de diez años de arduo entrenamiento, sufrimientos inhumanos y pesadillas sin fin, iba a participar en la ceremonia.

Una parte de él se sentía triste por dejar aquella habitación con cortinajes azules, pero la otra sentía las ansias jóvenes de pertenecer rápido a un cuerpo tan importante como lo era la guardia real. Además había otra razón, después de todo, podría presentarse frente a los príncipes como algo más que el hijo bastardo de una simple mujer, podría al fin ser capaz de proteger y luchar por la familia real.

En aquellas tierras áridas, se contaba entre los nómadas, aparecieron los primeros hombres del desierto, hombres fuertes que derrocaban cualquier imperio que tratara de hacerles frente. En menos de siete días, contaban los viajeros, se había construido el gran palacio de Kanbatsu, más grande que cualquiera de los había entre los bosques o en medio de las selvas; había sido erigido por los mismos dioses: así habían nacido los hombres de arena, aquellos que codiciaban el agua como uno de los tesoros más preciosos y hacían la guerra a cuantos se les cruzaran.

El reino de Kanbatsu había crecido más allá de las leyendas y los mitos que se formaban alrededor de él, se había mantenido como uno de los reinos más prósperos y poderosos alrededor del mundo, era temido y respetado por todos los gobernantes que se consideraban sabios a sí mismos. Había gozado de una gloriosa historia y estaba completamente seguro de que era el pueblo elegido por los dioses; o eso pensaban los antiguos gobernantes. A pesar de la tremenda sequía que azotaba la región, los cuerpos de sus pobladores estaban construidos para soportar la sed, el hambre y los crueles rayos del sol, así como el indomable frío que hacía que todos los reptiles desaparecieran bajo tierra. Sólo la realeza tenía el placer de poseer una especie de oasis dentro del palacio, o eso decían las lenguas contemporáneas que rondaban por los caminos.

La familia real había siempre gozado de una fama no tan limpia desde principios de su existencia, genocidios, torturas inhumanas y esclavitudes sin piedad les habían hecho adquirir el adjetivo de tiranos. Aterrorizaban a los extranjeros y sin embargo, eran alabados por su pobladores, no solamente por el simple hecho de ser los elegidos de los dioses, sino porque habían logrado establecer la paz dentro de las murallas de la ciudad. Y allí, dentro de una ciudad amurallada, en medio del desierto, brillaban más fuerte, incluso, que el sol de todas las mañanas.

Los nómadas entraban a la ciudad todas las mañanas y salían antes de que se pusiera el sol, era una orden del rey, pero aquella tarde en la que las esposas del rey dieron a luz, se permitió a los extranjeros ser testigos de aquella dicha. Las dos jóvenes damiselas dieron a luz a dos saludables varones casi al mismo tiempo; el rey corría de habitación en habitación para presenciar el nacimiento de su preciosa descendencia. Cuando el sol tiñó los cielos de un rojo escarlata, nacieron los medios hermanos que portarían el sello real en sus espaldas.

Ese mismo día, dos vulgares niños de entre la multitud vieron sus esperanzas vertidas en los pequeños cuerpos indefensos de los príncipes, y sus ojos brillaron ante la proclamación del rey después de que los niños fueran anunciados: uno de ellos había nacido con el fulgor del Sol rojo en los ojos y el otro había nacido bajo la bendición de la Luna azul en sus grandes orbes; los príncipes Rin y Haru habían llegado a colmar de bendiciones a todo el reino de Kanbatsu.

Ese mismo día, el pequeño Sousuke, con tan sólo cinco años de edad, decidió que se haría parte de la guardia real para proteger a los pequeños príncipes, mientras que el curioso hijo de uno de los nómadas que pasaba su primera noche en aquel reino, Makoto, se llenó de algo parecido a la ansia y apretó fuertemente el faldón de su madre cuando se elevó ante todos la Luna azul.

Los herederos del reino habían nacido.

Si, habían pasado diez largos años después de que los príncipes habían nacido y el reino se había visto amenazado por algunos de los reinos del norte, pero el ardiente calor había evitado una desgracia. El rey vivía preocupado día con día de que sus pequeños fueran arrebatados de su lecho y asesinados; la descendencia debía ser protegida a toda costa. Fue por eso que había tenido Sousuke la oportunidad de unirse a la guardia real, y no era para menos, pues a pesar de haber tenido sólo siete años cuando despertó en él la curiosidad de servir al rey, ya era uno de los más aplicados y buenos soldados.

-Hoy es el gran día, eh- una voz familiar sacó al chico mas moreno de sus pensamientos.

Sousuke había salido de casa, se preparaba para asistir a la ceremonia cuando escuchó aquella voz venida desde muy lejos.

-Makoto, ¿no irás a ver la ceremonia?

-Me perderé el verte triunfante arrodillado frente al rey- sonrió amablemente como solía hacerlo y soltó un pequeño suspiro- que desgracia la mía.

Ambos jóvenes rieron. Diez años habían pasado desde aquel día en que sus ojos se había cruzado por primera vez, y aunque sus procedencias eran completamente distintas, el sentimiento que habían sentido en aquel momento había sido el mismo.

Makoto era hijo de comerciantes, nómadas que vagaban por el desierto y acampaban bajo las estrellas. Había viajado con sus padres desde que tenía memoria, inclusive recordaba las historias de su madre diciéndole que había nacido en una larga caminata hacia una ciudad lejana. El tiempo había pasado y su corazón, aunque estaba en libertad, parte de él pertenecía a Kanbatsu, no porque fuera la ciudad mas grande en donde mejor se daba el comercio y podía vender todo lo que encontraba, sino porque aquella Luna azul siempre estaba en sus pensamientos más profundos.

Con el paso de los años su padre había perecido en una tormenta y su madre se había establecido oficialmente en la ciudad, pero él seguía con el oficio de su padre, vagaba días, semanas y meses en busca de los objetos más extraños, todo lo que le hiciera remembranza a aquella preciosa Luna. Y aunque rara vez estaba en la ciudad, Sousuke siempre había sido su único amigo y compañero en noches de tormenta; era la persona que, en contra de las órdenes reales, le dejaba estar en su pequeño cuarto cuando las condiciones climáticas eran adversas. Para pagarle por tan bondadosas acciones, tenía acceso a las más preciosas cosas traídas desde muy lejos: y era ese el origen de aquel cortinaje azul.

-¿Qué harás con la tela azul?- Makoto miró hacia la ventana y se sorprendió de ya no verla colgada en donde solía estar.

-La llevaré conmigo, por supuesto- apuntó hacia el pequeño bolso donde llevaba su equipaje.

-Ahora que vivirás en el palacio- le acompañaba caminando apaciblemente- no nos veremos en mucho tiempo, ¿no es así?

Sousuke se sorprendió al escuchar esto pero se dio cuenta de que su amigo tenía razón, un simple nómada como él no tendría acceso al palacio tan fácilmente.

-Si logras encontrar algo impresionante que pueda encantar a los príncipes, te dejaré entrar- bromeó.

Los verdes ojos del chico castaño se iluminaron con la esperanza que sólo un gran viaje a futuro puede traer, y allí lo supo también el otro joven, que era el momento de decir un adiós momentáneo.

-Te irás muy lejos, ¿no es así?

Makoto sonrió con la misma calma de siempre. Desde que era un niño había viajado con sus padres pero jamás había salido del gran desierto, seguía los caminos trazados por los otros nómadas y comerciaba con los que encontraba, pero jamás había salido de aquellos trazos que su padre había hecho. Ahora había cumplido la edad suficiente para salir él mismo y trazar sus propios mapas; diez años habían pasado ya y podía sobrevivir en el desierto sin ayuda alguna.

-Encontraré el oasis que descansa bajo la Luna azul.

Sousuke estuvo a punto de soltar una carcajada ante la sola imagen de la locura juvenil, pero sus intenciones cambiaron al ver a su amigo; hablaba muy en serio.

-¿Saldrás del desierto persiguiendo una leyenda?

-Tu entrarás al palacio persiguiendo otra, ¿no es así?

-El querer ver la joya que cayó del sol no es perseguir una leyenda.

-Pero nadie la ha visto, ¿cómo sabes qué es real?

-Se dice que elige al próximo heredero al trono.

A fin de cuentas ambos perseguían lo mismo: una ilusión convertida en leyenda.

Caminaron a lo largo de una de las murallas, ambos ataviados para lo que vendría adelante. Sousuke preparado para recibir la indumentaria de la guardia real y Makoto preparado para hacer el viaje más largo que haría en su vida entera.

-¿Volverás pronto?- los ojos de Sosuke se fijaron en la puerta de salida de la ciudad, adornada con pequeñas banderas azules y amarillas que se mecían con el ir y venir el viento caliente.

Más allá de la puerta, fuera de las murallas, se extendían las arenas ardientes del desierto que les rodeaba, el sol hacía ondular las visiones lejanas y no podía distinguirse nada más allá de las dunas cambiantes. Ambos amigos se detuvieron un poco ante la puerta y se miraron de frente por última vez en aquel día, era el fin de la infancia, el día en que comenzarían a trazar su propio destino.

-Pasa por el bazar y compra algo a mi madre antes de entrar a tus murallas de oro- Makoto se colocó encima el turbante con bastante habilidad.

Se despidieron con un leve gesto, no se dieron la mano siquiera, con tan sólo verse a los ojos se dijeron todo lo que tenían. Makoto partió aquella mañana, se perdió entre las dunas del gran desierto y Sosuke fue proclamado parte de la guardia real en una ceremonia justo frente al palacio. Ambos vieron, por primera vez en sus vidas, el inicio de un curioso futuro que ya había sido dicho por el destino diez largos años atrás.