¡Saludos a todos los que decidáis pasearos por aquí :)!

Aquí dejo una pequeña entrega de dos capítulos cortos dedicados a dos personajes los cuáles guardan dentro de ellos un corazón más vivo de lo que ambos están dispuestos a admitir.

Disclaimer: ninguno de ellos me pertenece, siendo propiedad de Kurumada.

Aclaración al capítulo: 28 años es la edad que Kanon tiene según Kurumada, y Radamanthys y Pandora rondan los 28 y 19 respectivamente según Shiori Teshirogi en su obra Saint Seiya: The Lost Canvas, edades que tomo como referencia en esta pequeña locura.

Gracias por entrar y espero que lo disfrutéis :)


HEARTLESS?

I. Radamanthys

Hacía días que no pisaba su morada en las frías tierras de la infernal Caína.

Hacía los mismos días que los caprichos de su señora le mantenían esclavo de las sombras del Castillo de Heinstein. Más cálido que su solitario y añorado hogar, quizás sí, aunque no más humano. El Wyvern ya no recordaba el tiempo que su corazón aún palpitaba rebosante de vida e ilusiones estúpidas, agradables y sencillas. Esos días quedaban tan lejos en sus recuerdos que ahora se le antojaban meros espejismos creados por una rebelde parte de su alma, la misma que a veces parecía querer mantenerse agarrada a un resquicio de humanidad que esa tarde comenzaba a añorar.

Su mirada ambarina se detuvo en un recodo de los latidos perdidos. Necesitaba volver a centrarse en las páginas de un viejo libro cuyas letras esperaban revivir historias olvidadas, pero Radamanthys no podía dejar de viajar al secreto desván de sus recuerdos censurados. Solo pudo sacudir la cabeza con la esperanza de liberarse de demasiados pensamientos inoportunos e inadecuados. Infantiles y quizás desesperados.

Esa tarde el pecho le punzaba con un dolor que únicamento podía definir como nostalgia, y esta debilidad no podía entrometerse en la lealtad que años atrás había jurado sin apenas vacilar.

Su alma había sido elegida para servir al mismísimo Dios del Inframundo, y su corazón no se había turbado ante la total aceptación de su oscuro destino.

Renunciar a la debilidad humana le resultó fácil. Jurarle lealtad a Hades fue liberador. Jurársela a ella se convirtió en un eslabón más a subir en su escala de férrea entrega y noble convicción.

No dudó en el momento de brindarle su lealtad arrodillándose frente a ella, una niña asustada y elegida tal y como lo había sido él. Tal y como lo fueron todos los compañeros que en ese instante cesaron con las burlas que dedicaban a esos infantiles ojos violeta, los cuáles les observaban entre lágrimas de temor e impotencia, percibiéndose temerosos de un futuro que ya se auguraba oscuro para todos ellos.

Radamanthys fue el primero en no dudar. En renunciar. En aceptar.

En servir.

Se convirtió en un ejemplo que creó respeto y que forjó admiración, destacándose la profesada por la de su fiel y servicial aprendiz Valentine. Covirtiéndose en esclavo de la que nació en el tierno corazón de quién halló en él su faro de salvación.

El imponente espectro del Wyvern no lo supo entonces. Su juventud, la de todos, les cegó ante la realidad que estaban asumiendo sin vacilar. Todos creyeron dejar atrás el dolor de los corazones que laten para la vida.

Y todos fallaron en sus respectivas apuestas.

Radamanthys lo supo cuando comenzó a leer dentro de los ojos de Valentine, ésos que le miraban más allá de la simple jerarquía que asumían en silencio. Y lo corroboró cuando los impulsos irracionales comenzaron a verse activados por un brillo que clamaba comprensión, cercanía y algo que en algún lugar se conocía con el estúpido sustantivo de deseo o pasión.

Ese brillo iluminaba los admiradores ojos de Valentine. Y resplandecía intenso en otra mirada, triste, condenada...tan violácea como lo era el metal que el Wyvern defendía.

Sí, definitivamente algo fallaba en las apuestas dónde todos esperaron perder el corazón y ganar la inmunidad a la emoción. El Inframundo no se libraba del miedo, del amor, de los celos ni de la malsana competición para intentar brillar entre la negrura que se había alzado como su nuevo hogar.

El Averno era y seguiría siendo terriblemente humano, y nadie escapaba de esa nefasta realidad.

Nadie.

Ni siquiera él. Ni mucho menos ella, la bella Pandora, la niña perdida al fin convertida en comandante de un ejército que defendía la muerte cuando ella solo moría por sentirse viva.

Pandora...

Radamanthys cerró el libro y lo apartó de un arrebato. Exhaló un gruñido y se llevó ambas manos a revolver sus cortos y rubios cabellos antes de apoyar los codos sobre el escritorio y clavar la mirada en su pulida madera.

Esa tarde el Wyvern ya no sabía si añoraba Caína, su humanidad perdida o si temía rendirse a lo que no debía.

Morar en el Castillo de Heinstein por unos días no era una decisión que sirviera a ninguna misión. Servía única y exclusivamente a un capricho, a otra debilidad humana que se dolía de celos, que clamaba otra admiración más profunda que la recibida en el Averno.

Pandora no sabía mentir. No ante él.

Que no hubiera ningún espectro más en el Castillo, ni siquiera el fiel Valentine, no era una casualidad.

Que Pandora le hubiera extendido una invitación para compartir una cena en el gran salón, era la excusa para intentar hacer revivir unos corazones que años atrás habían renunciado a su derecho de latir.

El Wyvern sabía que era así.

Y también sabía que no podía, que no debía ceder. No allí. No con ella.

No con ella...

Esa tarde el Wyvern tomó una decisión, declinó una cena con postre prohibido y huyó con el dolor de su humanidad pesándole sobre los hombros.

Llegar a sus tierras natales no le supondría un gran esfuerzo.

Pasar la noche sintiéndose terriblemente humano sería su capricho.

Quizás el último que se concedería antes de asumirse definitivamente sin alma.

Y sin corazón.