N. de A.:

Mis saludos terrícolas; si se llegó hasta aquí es porque se quiere leer, y desde ya, estoy más que agradecida por el camino que los llevó hasta este lugar.

Es mi deber advertir que éste no es un relato, quizá convencional; no tiene continuidad inmediata ni un desarrollo amplio.

Aquí se redactará primeramente fragmentos en paralelo de la vida de Rachel y Quinn, culminando finalmente en tres capítulos más.

Corazón, el regalo más hermoso que podamos dar será siempre la palabra.

A.


"No lo hagas, no lo sigas haciendo…" se advertía con el gesto concentrado en los trazos que hacía con la pluma sobre la hoja de su cuaderno.

El murmullo de la risa mezclada con la conversación de alrededor retumbaba en su frente despejada, pero era lejano.

"No lo hagas, no lo sigas haciendo" solo era una orden de su cabeza que no quiso escuchar. La verdad era que no podía evitarlo, y su mano continuaba un trazo revelador y la mirada se le escapó una vez más hacia su "no compañera".

A pesar de todo seguía insistiendo en darle ese título poco noble, cuando ya le sobraba la verdad de estar completamente equivocada.

Fue en un segundo, un horrible segundo de consciencia, y le fue imposible detenerse.

Dejó de jugar con la caricatura que estaba haciendo de la pobre perdedora, para plasmar otro tipo de figuras alrededor de su ridiculizada expresión.

"Qué diablos estás haciendo, dibujando corazones", volvía a recriminarse, curvando el trazo una y otra vez. Y volvió a ser tarde… demasiado.

Entonces escuchó su voz y observó su rostro marcado por la inquietud. Aquella cabeza demasiado volátil era compleja para su actual estado anímico, pero a la vez era… simplemente fascinante.

—¿Puedo preguntarles algo privado?

Allí estaba finalmente la incógnita que cargaba con toda la frustración de su mirada; la rápida respuesta que recibió de Santana fue grosera, pero igualmente causó su risa; era gracioso. Y en definitiva, ella era Quinn Fabray.

A pesar de ello la insufrible Berry no se daba por vencida, así que tomó un banco y se sentó enfrente. No tardó en comenzar a balbucear sobre chicos, besos y sexo, Quinn también fue intolerante con ella, dando rienda suelta a su impaciencia, y tampoco pudo evitar ser grosera.

¿Por qué no? Nadie se atrevería a quitarle el dulce placer de la venganza mal usado y a destiempo; después de todo tenía el derecho máximo de tomar ese placer cuando se le antojara. Esa misma chica que ahora parloteaba sin cesar había revelado su secreto.

La delató por ambiciosa, porque estaba obsesionada con Finn, su única y ahora perdida posibilidad de una corona.

Fue ella quien habló del padre de la niña que engendraba; fue ella quien la hizo sentir por segunda vez en su vida, una pordiosera en busca de hogar, al verse obligada a dejar el asilo que le dio Finn, y ocupar una habitación en la casa de Puck… Sí, fue ella.

Como toda verdad que se revela y que no gusta causó el infierno.

La niña que crecía en su vientre no era de su primer novio; era de su relación de una noche de borrachera e inseguridades.

Su virginidad se fue con ese holgazán y causó más daño del que hubiese creído. Sus padres la repudiaron y la petulante capitana de las animadoras, la abnegada pero mentirosa fundadora del Club del Celibato, se convirtió en nadie.

Y Rachel Berry fue la responsable; hubiese sido peor persona de lo que era si hubiera recargado en ella toda la culpa, así que no lo hizo. Después de todo era consciente de que la peor enemiga que tenía Quinn Fabray era ella misma… junto con el espejo y sus sueños de niña abandonada.

El dilema comenzaba en ese preciso segundo, donde tenía una obra de arte en nombre de esa misma Rachel Berry en su regazo, sin saber qué hacer con ella.

La conversación que le seguía a su embrollado pensamiento la tenía sin cuidado; hablaban de sexo, algo de lo que ella se quería olvidar.

Santana seguía siendo la misma zorra de siempre, Brittany su perfecta discípula sin demasiadas luces y las demás… las demás eran pobres almas buscando el amor y el respeto de los chicos.

Como ella no tenía ninguna de las dos cosas, no le interesaba demasiado.

Era ya sabido que su vida era bastante miserable, mas a pesar de ello nadie le iba a enseñar a vivirla, aunque las mejores ideas saliesen de ese lugar donde pasaba las mejores horas de su semana escolar, y donde por primera vez sentía lo que era pertenecer a un lugar.

El breve debate al que todas se vieron inducidas, y en el cual participó también el maestro Schuester, terminó finalmente al sonar la campana.

Con alivio se dispuso a guardar sus útiles, observando disimuladamente la rápida salida de Rachel. Había estado tan distraída e incómoda repasando su mente en esos últimos quince minutos, que no se dio cuenta de la presencia de Santana a su lado, acompañando sus pasos.

—¿Cómo vas con el arte, Fabray? —preguntó aquélla, llena de sarcasmo.

Quinn solo se dignó a responderle con una mueca de fastidio. Maldita Santana que no perdía detalles de nada...

Su expresión la sacó de quicio. Era su intimidad, y era su estúpido dibujo. Punto.

—Púdrete, Santana…

Y con ese no tan gentil saludo, se desvió hacia los servicios.

El trayecto a la casa de Puck se hizo largo y en silencio; el muchacho la dejó con su camioneta, y luego se marchó hacia la tienda y hacia algún otro lugar, según le dijo.

Le prestó poca atención. Quinn deseaba estar sola. Tampoco es que estuviera muy interesada en una conversación con la madre del chico; no era muy conversadora y ella no tenía mucho para decirle.

Se encerró en su habitación; sacó del bolso el maldito cuaderno y lo retuvo en sus manos con nerviosismo, hasta que el escritorio fue una mejor opción para él.

Con temblores llenos de ansiedad se sentó en el borde de la cama; estaba sudando. Afuera había una temperatura que nada se asemejaba a la de su cuerpo, y tampoco tenía que ver con su embarazo.

La realidad era que tenía que ver con ella y sus labios… con ella y sus ojos…

Con un suspiro cansado divisó con miedo la única prueba verdadera de su desliz sobre el escritorio, antes de dejarse caer de espaldas en la cama.

Las sensaciones no eran nuevas, pero la sorprendieron bochornosamente al ser más intensas esta vez, y se odiaba.

Temía a sus recuerdos; éstos le devolvían a una persona traducida en un completo desastre, a lo que era hoy; pero era imposible no volver y agregarse un problema más a su vida.

Un problema llamado Rachel Barbra Berry.

La primera vez que la vio fue en My Space; Santana descubrió las decenas de performances hogareñas que la diva subía sin pudor, mostrando su talento, y vaya que lo tenía.

En esa época era porrista y arpía, pero sabía reconocer una voz única. A pesar de todo, esas actuaciones hogareñas, más que artísticas le parecían ridículas.

La primera vez que se burló de ella fue allí; hubo una segunda, una tercera vez también…

Quinn también la odió, por supuesto; la primera vez que lo hizo fue cuando la vio cerca de su, en aquellos momentos, novio y mariscal, arrastrando por el suelo su popularidad plena y satisfactoria. Allí mismo se juró que no permitiría que nadie le quitara lo que con tanto esfuerzo le llevó tener.

Pero a Finn no le molestaba su presencia y persecución llena de drama, y eso la enfebrecía; entonces la odió más.

Sus ojos enormes prendados de su chico y su voz soñadora cantándole solo a él la volvieron loca. Y murió de celos y peleó por celos, y fue lo que tenía que ser por ellos.

Humilló, engañó, se llenó de resentimientos como nunca en su corta vida.

Ocultar el cambio de su vida le pesó y le dolió en cantidades iguales. Estaba embarazada.

Nadie más que Rachel fue a buscarla en los días que no asistía a las clases del coro. Jamás le dijo cómo se enteró; desde el principio fue un secreto mal guardado, pero allí estaba ella, sin juzgarla por sus acciones, sin hostilidad. Con esa sensatez que la caracterizaba y que hacía más grande su pequeño cuerpo, le pidió que no se aleje, porque sería lo único que le quedaría cuando el uniforme ya no le entrase. Y tuvo razón. Casi siempre la tenía.

La primera vez que sintió fue aquélla. Entonces la odiosa Rachel Berry se convirtió en su mejor alter ego.

Ella poseía las virtudes que Quinn deseaba tener para convertirse en una mejor persona. Pero cada vez lo hacía peor y ella mejor.

Desde entonces, Rachel fue su sombra.

Envidiaba la perseverancia que la llevaba a que le importase poco lo que pensaran de ella; admiraba la calidez suficiente que tenía como para cautivar al chico más popular del colegio y alejarlo de la más popular sin remordimientos; soñaba con su salvaje impulso de comenzar cualquier cosa con vanidad, para concluir con la humildad que solo podía poseer un corazón noble.

Todo aquello veía en Rachel, y todo aquello en conjunto hacía que quisiera lo que sabía, jamás podría tener. A la persona que encerraba todas esas cualidades.

Con angustia reconoció que su cuerpo no solo guardaba a una niña en su vientre, sino también sombras que envolvían un deseo.

Sus patéticos celos eran por la persona equivocada.

Una vez a Quinn también le pareció adorable; todo comenzó cuando participaron de las Sectoriales. Su ímpetu irrefrenable la hizo brillar como nunca antes; lideró una competencia que se estaba acabando y logró llevarlos al triunfo. Sin ella nada hubiese sido real.

Cómo no mirarla con adoración, si cuando sus manos se juntaban en el pecho y su ceño se arrugaba en plena concentración lírica era única… y hermosa.

Mordiéndose los labios, Quinn quiso perderse en las grietas de la pintura del cielo raso, mientras se levantaba el vestido solo un poco, siguiendo el recorrido de sus piernas desnudas y destempladas hasta su vientre abultado.

Se quedó allí por unos segundos, avergonzada, y lo acarició fugazmente.

Contuvo el aliento cuando su mano repasó la piel que desembocaba en sus bragas; allí retorció la tela con fuerza, desviando su rostro hacia el atardecer nublado y frío de Lima.

No pudo dudar un segundo más, si lo hacía, no se atrevería a hacerlo.

Ni siquiera la imagen de ese idiota de Jesse St. James y la envidia que sentía, la detuvieron en ese hábito maldito que no podía alejar de su cuerpo más sensitivo que nunca.

Apretando los labios llevó su mano temblorosa y sudada dentro de la tela que cubría el escaso pelambre de su pubis.

Gimió suavemente; gimió culposamente.

Sabía que iba a pasar; siempre sucedía desde hacía semanas. Quinn lo esperaba, pero esa certeza solo traía más sentimientos contradictorios.

Esas sensaciones que buscaba tan desesperadamente en las últimas semanas era parte del placer que le dejaba su rito más privado; tocarse imaginando, recorrerse, teniendo un solo y fantasmal objetivo delante de sus ojos. Quería embeberse de su propia y desleal excitación, olvidándose de que era la inasible e hipócrita Quinn Fabray, para ser solo una adolescente que suspiraba en esos momentos de salvaje toqueteo poco experto, un solo nombre, un nombre prohibido para su temperamento egoísta.

—Si hoy fue tu nariz… mañana puedo dibujar… tus piernas… —susurró al aire entre jadeos, cerrando los ojos, siguiendo profundamente la línea de su sexo ya mojado.

Apretó los dientes al sentir su carne expuesta y deseosa, dibujando en su mente esas piernas entrelazadas a las suyas; esas piernas interminables que había aprendido a mirar y que la dejaban con la boca abierta.

Con ansiedad, se llenó los dedos de sus otros labios, buscando el clítoris para estimularlo con fingida parsimonia.

En su mente ya no cabía otra cosa que los labios de Rachel y gimió más fuerte, elevando las caderas.

Su muñeca guiaba el movimiento que necesitaba para paladear una piel que no existía, que era prohibida ante todas sus reglas, y que por ello solo ansiaba más.

Desear a Rachel Berry no era lo correcto; no era lo que hubiese imaginado en ningún momento de su delirante fantasía de princesa.

Porque era una princesa que jadeaba por otra princesa judía, con una voz que la llevaba a un mundo más cálido y colorido.

Sí… no necesitó más…

Tuvo que mover sus dedos algunos pocos segundos sobre su carne hinchada, para que la primera sacudida golpeara el sexo de Quinn Fabray, abriera su pecho en un gemido profundo y se relamiera sola finalmente, dentro de su culposo placer masturbatorio.