DISCLAIMER : Todos los personajes aparecidos son propiedad de sus respectivas Compañías y/o Creadores; excepto Chris, Natasha, Yue, Sai Fung y Typhon que son personajes creados por Wolfrider.

EL DRAGÓN QUE LLEGÓ DE LAS ESTRELLAS

Preludio 1 a La Guerra Crossover

Por Wolfrider

PRÓLOGO

La fría mañana de finales de otoño estaba apenas iluminada por el pequeño disco dorado en el velado firmamento. La pálida luz, efecto del filtro formado por las gruesas nubes, daba un aire misterioso y sombrío al cercano y antiguo bosque. Algunos árboles se encontraban casi sin hojas; mientras en los otros; la gran mayoría, tenían sus ramas llenas de hojas amarillentas. Desde cierto ángulo, en las altas cornisas rocosas que se encontraban frente a la gran catarata, relativamente cercana, el bosque se veía como si fuera un mullido techo de color amarillo opaco. Un techo del cual sobresalían oscuras manos descarnadas, de huesos retorcidos, garras pardas que intentaban en vano agarrar el alto cielo sobre ellas.

Hacia el Sur, en el alejado linde del amarillento bosque, se podía ver a las Cinco Montañas Antiguas; alzándose como majestuosas torres de piedra rodeadas por la helada bruma matinal. La neblina iba desde una tonalidad azulina, hasta un blanquizco casi lechoso en las partes que era más tenue; la punta de las montañas, por otra parte, se encontraban muy por encima del nivel de la bruma, y eran casi invisibles para cualquiera que caminara por la base de esas altas montañas e intentara mirarlas desde el suelo. El contraste entre el frío y amarillento bosque dormido por el invierno, y las índigos y espirituales montañas, era desconcertante, pero bello. Era como una pintura que tomaba los azulinos recuerdos de las grandes torres, provenientes de un pasado que se perdía en las neblinas de la leyenda; y los fundía en un frío e inquietante mar de un macilento tono dorado.

La vista era impresionante, y capaz de dejar a muchos sin palabras para describirla. Pero el alto muchacho que se acercaba la había visto antes, muchas veces. Sin embargo, y como casi siempre le sucedía, su corazón se sobrecogió ligeramente al observar la mística hermosura del lugar.

– Es muy bonito –fue lo único que pudo pensar el muchacho.

Momentos más tarde sonrío un poco avergonzado al darse cuenta. Había pensado lo mismo en todas las ocasiones en las que se había detenido a observar ese panorama.

– Bueno –se dijo a sí mismo, como justificándose, a la vez que una leve sonrisa de medio lado torcía su boca–, nunca se me ocurre algo mejor para describirlo.

Le dio la espalda al espiritual paisaje, compuesta por el bosque y las antiguas montañas, y acomodó la gruesa correa de cuero que aseguraba la gran caja metálica a su espalda. La caja tenía cuatro asideros en uno de sus lados, el que estaba opuesto a donde la insignia tallada de un Dragón se mostraba. La forma rectangular de la caja, y la disposición de los asideros hubieran permitido que, usando un par de trozos de cuerda o cuero, la caja pudiera ser llevada como una mochila cualquiera.

En el caso del muchacho la correa oscura bajaba desde la agarradera, por detrás del hombro izquierdo, y atravesaba el cuerpo del chico, hasta alcanzar la hebilla baja en el lado derecho de la caja. Y, aunque esa forma no era la más cómoda para cargar la caja, le gustaba llevarla así. ¿Por qué? No lo sabía, y, en verdad, ni le interesaba saberlo tampoco. No lo hacía para llamar la atención o diferenciarse de los otros, sólo le gustaba.

Siguió su camino en dirección hacia la Cascada de Rozan.

Sin embargo, debía hacer una última parada antes de alcanzar su destino; algo que haría, sin importar cuanto tiempo lo demorara. Un deber que sobrepasaba aun al gran respeto guardado a su maestro, y a las instrucciones que el Patriarca le diera en el Santuario, antes de emprender su viaje de regreso.

– Estoy de vuelta –murmuró, sintiendo como se le aceleraba el corazón–. Ya estoy aquí... mamá.

***

La tarde se esfumaba rápidamente. Apenas eran las 5 de la tarde, y el sol que iluminaba la ciudad ya se había convertido en un cortado redondel de color rojizo, con más de la mitad hundida bajo el horizonte.

– Como se nota que no estamos en África, ¿no es así, Williams? Todavía no puedo acostumbrarme a sentir este frío a principios de Noviembre –dijo el anciano envuelto en el holgado abrigo café oscuro, mientras se encontraba sentado cómodamente en su sillón de cuero fino. Con cierto desgano terminó de apagar su puro, en el cenicero de cristal ubicado sobre la mesita a su costado derecho.

– El invierno parece un poco adelantado este año, señor –respondió el hombre educadamente, vestido con un sobrio e impecable traje negro, y cargando una pequeña bandeja plateada.

Conocía bien los gustos de su señor, así que sólo había los utensilios necesarios para preparar la gran taza de té, que era la bebida favorita del anciano a esta hora. Nada de pastas o galletas como acompañamiento, sólo el té. Además, el anciano apenas le echaba una pequeña cucharada de azúcar para endulzarlo, junto con un puñado de hierbas amargas que habían traído desde Sudáfrica.

– Nunca me he podido imaginar de donde habrá aprendido a tomarlo así –pensó el mayordomo–. Seguramente de esos caravaneros del desierto, me imagino.

Dejó sus teorías acerca de la manera que su señor disfrutaba té para otro momento más oportuno.

Joshua Williams había heredado el trabajo de su padre, así como éste del suyo. Y se sentía orgulloso de su tradición, su familia era una de las más antiguas y afamadas, los mejores mayordomos en el mundo conocido. Su hermano menor había logrado llegar a ser el mayordomo personal del príncipe heredero, en el palacio de Buckingham.

Pero el hombre no lo envidiaba, ya que sabía que él tenía un honor aun mayor.

El se había convertido en el mayordomo de una leyenda, Sir Allan Quatermain.

Los niños leían los relatos de sus aventuras, y aprendían de las hazañas que había tenido en el misterioso continente africano. Relatos de lugares perdidos en el tiempo, de peligro y tesoros que iban más allá de lo que todos se imaginaban.

Pero sólo él conocía lo mucho que se equivocaban, en lo mucho que el hombre sentado en la pequeña y lujosa biblioteca había tenido que perder para salir adelante.

– Señor, unos... caballeros desean hablar con usted –dijo Williams, a la vez que depositaba la charola, de plata bruñida, sobre la pequeña mesita de madera en la biblioteca, justo al lado del sillón donde se reclinaba Sir Allan. Preparó el té y le echó apenas media cucharada de azúcar. Se retiró un par de pasos atrás.

– Williams, sabes bien que no recibo gente después de las 4 –respondió fríamente el anciano, después de degustar un sorbo de la casi desabrida infusión–. Está bien. Diles que esperen en el salón, iré en cuanto termine.

Williams hizo una pequeña inclinación de cabeza como respuesta, sabía que cuando Sir Allan usaba ese tono neutro de voz, era mejor no contestar y dejarlo solo por un momento, para que pudiera apaciguar en paz su mal genio.

Allan Quatermain odiaba recibir gente en realidad, había experimentado lo suficiente para ya estar completamente harto acerca de la, en sus propias palabras, 'maldita leyenda del maldito Allan Quatermain', pero en esta ocasión era algo que debía soportar, por lo menos durante el tiempo que estuviera en la pequeña finca, ubicada en la campiña a las afueras de la ciudad de Londres. Una hermosa casa de dos pisos, sobria pero elegante, rentada por el Museo Real de Historia Natural, para que la habitara mientras duraba su estadía en la ciudad.

Se dejo llevar por los recuerdos, al ver morir el atardecer a través de la ventana. Había acompañado a la pequeña expedición arqueológica; un año atrás, como guía, y líder, por la zona que antes fuera el Alto Egipto, específicamente en la montañosa y oscura zona inexplorada del Oeste de Etiopía, justo en la frontera con Sudán. Su objetivo era intentar encontrar las ruinas del perdido templo conocido sólo como Dagath. Conocía algo la zona, y pensó que, talvez en esa ocasión, no habría peligros graves que correr.

Habían podido encontrar el templo, y habían podido regresar.

Dejando más de la mitad del grupo atrás, muertos.

Y lo único que habían podido conseguir, además de unas muestras de artefactos antiguos y muertes innecesarias, fue el medallón dorado que traía bajo la camisa. Un medallón que la hermosa chica rubia, hija de Sir August, el jefe científico de la expedición, le había regalado como agradecimiento por salvarles la vida.

Suspiró. Dejó la taza, ya vacía, sobre la pequeña bandeja metálica.

Se levantó lentamente y arregló un poco su ropa, esbozó una sonrisa forzada y se preparó para ver a sus visitantes.

***

Su nombre era Diana.

La princesa de las amazonas.

Había sido una guerrera... embajadora... princesa... diosa... heroína...

Había sido todas esas cosas, y se había olvidado de la más importante.

Había olvidado ser simplemente una mujer.

La guerra llamada simplemente 'Crisis' la había golpeado duramente. Talvez en forma diferente a como había afectado a Kal-El, aunque ella también había sentido la pérdida de Conner, y sólo podía imaginar el dolor que Cassie debía soportar. Pero su pérdida no había sido menor, ella también había perdido a alguien querido... a sus hermanas amazonas.

Ahora se había quedado sola. Sola para revisar quien era en realidad, para redescubrir quien era Diana de Themyscira. Seguiría ayudando a las personas y a su mundo, por supuesto. No olvidaba el deber que se había autoimpuesto, pero la decisión de ceder su manto a la joven llamada Donna Troy; a quien consideraba su hermana menor, ya estaba tomada. Su puesto estaría bien cuidado, por lo menos durante un tiempo.

Eso, si es que acaso lograba cumplir su última tarea, una misión encomendada por la mismísima Diosa de la Sabiduría, Atenea, en persona.

De pie frente al extraño túnel dimensional, Diana se concentraba, rogando a sus dioses que le dieran la fuerza que necesitaba. Muy debajo de la azotea del edificio, la gente que de Nueva York se preguntaba que era ese resplandor rojo en el cielo, por sobre el edificio Empire State.

La amazona dio una última mirada a su mundo, y se lanzó volando hacia la abertura que estaba en el cielo, valerosamente dispuesta a cumplir con su obligación.

Era una embajadora en el desconocido mundo del hombre. Era una guerrera. Era una heroína.

Era la princesa de Themyscira, y era la princesa del pueblo de las Amazonas.

Ella era... la Mujer Maravilla.

***

Volaba a mil metros sobre Manhattan y la sensación le encantaba. El viento en su rostro, la velocidad que hacía latir su corazón. Alcanzó los 500 kilómetros por hora. Los 600... 750...

– Por fin comprendo a Thor –se dijo para sus adentros.

Hércules se lo prometió a sí mismo; la siguiente vez el destino le permitiera enfrentar a su padre, Zeus, le preguntaría si existía alguna forma de obtener el poder de volar.

Un deseo tonto, acaso, pero un deseo válido al fin y al cabo, fue lo que pensamiento que vino a su mente.

De pronto, la aeromoto se apagó. Así de simple, talvez por falta de combustible, o a causa de algún desperfecto no descubierto en los controles de rutina. Extraño, ya que Los Vengadores conservaban su equipo en la mejor condición posible; nunca se sabía cuando debían salir rápidamente para ayudar en casos de emergencia.

La sensación de peligro lo inundó por un segundo. Por un pequeño instante sintió lo que no reconocería nunca... miedo. Sin embargo, con los Vengadores había enfrentado cosas mucho más peligrosas que esta caída; y los reflejos forjados en sus batallas desde la época del mito tomaron el control. La primera prioridad en su mente fueron los mortales. Los habitantes de la urbe de concreto, que en ese momento, en su gran mayoría, descasaban por un momento de sus trabajos o se dirigían a almorzar.

– La aeromoto –pensó, recordando acerca del mini-reactor de fusión que le daba poder a su vehículo–, si explota destruirá una manzana completa.

Afortunadamente no se había separado de la aeromoto. Hizo una pequeña maniobra y quedó cayendo solo en el aire, sujetando el manubrio del ligero vehículo volador con su mano izquierda.

Midió la distancia mientras caía, casi sin tiempo para realizar su movimiento. Apuntó lo mejor que pudo en el horizonte que cambiaba a cada segundo de su acercamiento al suelo, y lanzó su vehículo al río de un solo envión. Suspiró aliviado; el geiser de agua que surgió del Hudson le había mostrado como la aeromoto se había hundido en la fría corriente del río.

Ahora sólo debía preocuparse de no aplastar a alguien, de la masa de curiosos que se había formado al ver su caída desde el cielo, y hacia la cual se dirigía con velocidad ya aterradora.

Vio con desesperación que no había nada que pudiera ayudarlo. No había un asta bandera a la cual agarrarse, ni un cable de teléfonos que pudiera usar para variar su trayectoria. A esa velocidad, y aunque no cayera encima de nadie, chocaría como un misil sobre el suelo. Más de una persona resultaría herida por la onda de impacto.

Y de pronto lo vio.

Una gran red hecha de telarañas se formaba justo 5 pisos por debajo de sus pies. Se preparó. Apenas la red se había completado cuando apoyó los pies, absorbiendo el choque. A esa velocidad, Hércules sintió que sus pies habían chocado con un tren en movimiento, pero aun así resistió. La red se hundió varios pisos, antes rebotar con un ligero latigazo, que envió nuevamente al León del Olimpo hacia arriba. La gente debajo quedó congelada por la sorpresa.

Giró su cuerpo en un perfecto salto mortal hacia atrás, y cayó sobre el suelo, en el terreno vacío en el que estaba un edificio en construcción. En la forma perfecta que había aprendido siglos antes, cuando aprendía gimnasia, en una Grecia ya extinta. Si fue suerte que el rebote lo dirigiera a ese lugar, o fue un movimiento calculado... ni el mismo podía reconocerlo.

La gente en la zona cercana no sufrió nada más que un levísimo y pasajero temblor, al momento de que el héroe cayó sobre el suelo blando. Hércules vio como la masa de curiosos se encontraba a casi una cuadra de distancia. Y que los pocos trabajadores del rascacielos en construcción, que se encontraban almorzando entre medio de las vigas de acero, estaban más pálidos que el papel.

– Eeeh... disfruten su comida caballeros –fue lo único que se le ocurrió decir a un azorado Hércules, mientras se alejaba caminando y cruzaba la calle. Detrás suyo, los operarios de maquinaria pesada y jornaleros, plomeros y capataces, lo miraban con ojos que casi se salían de sus órbitas, por la sorpresa.

– ¿Qué sucedió, gran H? –preguntó una joven voz masculina, por arriba de él–. Desde aquí pareció que querías darte un clavado en el pavimento.

– Falló la aeromoto –respondió roncamente, viendo hacia la delgada, pero fuerte, figura envuelta en colores rojo y azul, que se movía sobre le pared del segundo piso. Hércules cerró los ojos momentáneamente, al abrirlos continuó hablando, de una forma bastante más calmada y con su tono normal (que algunos de sus compañeros Vengadores llamaban 'de grandilocuencia')–. Te debo una joven héroe, si no hubieras hecho esa red... algún mortal podría haber muerto a causa de mi repentina caída.

– ¿Para qué están los amigos, Vengador? Sólo prométeme que si tengo alguna vez necesito entrar a los Vengadores, puedo ponerte de referencia en el currículum –dijo Spiderman guasonamente, antes de balancearse por medio de su telaraña, alejándose hacia el centro de Manhattan.

En realidad le debía una, y muy grande; pensó el Olímpico al verlo irse.

Tomó aire y se relajó. No se había dado cuenta como estaban de sudadas sus manos, y se las limpió en el faldón de su uniforme. No quiso pensar en el peligro, tanto el corrido por él, como el corrido por la gente. Su mente se concentró en las sensaciones, el vuelo, la sorpresa, el vértigo de la caída. La tensión, y el brusco relajo al notar la red bajo sus pies.

La señal, proveniente desde la mansión de Los Vengadores, cortó el tren de sus pensamientos. Se le necesitaba con urgencia. Dio un gran salto y alcanzó la azotea del edificio frente a él. Era fácil saltar 20 pisos de un solo impulso sin peligro, cuando se concentraba en la tarea. Empezó a correr por la azotea en dirección hacia el lugar donde lo guiaba la señal, saltó hacia otro edificio.

En medio de su salto no pudo evitar sonreír. Sabía que estaba mal al sentirlo, pero no podía evitarlo.

¡Diablos! Cómo se había divertido.

***

La Gran Cascada de Rozan rugía. El rocío, formado por el choque del agua en la base de la catarata, se levantaba volviéndose una neblina helada que mojaba el suelo rocoso. Frente a la cascada se encontraba el anciano, sentado en la saliente rocosa más alta. Pequeño, con su piel casi de color violáceo por la edad, y arrugas incontables marcando su faz.

La sabiduría de su mirada, la bondad de sus facciones inspiraban la simpatía por ese hombre. Era el reflejo fiel del amable ancianito al que cualquiera ayudaría si lo encuentra en la calle, débil y desprotegido.

Y no se podía estar más equivocado al pensarlo. Un error que varios habían terminado pagando muy caro. Un error que los había llevado a la tumba.

El anciano frente a la caída de agua era, en realidad, uno de los guerreros más formidables que el mundo hubiera conocido. Era el guardián del Sello de Athena. Era el luchador que había dominado al Dragón de la cascada.

El Antiguo Maestro de la Cascada de Rozan... Dohko, el Caballero Dorado de Libra.

Dohko meditaba en la fría mañana, dejando que el arrullador estruendo de la cercana cascada guiara su mente. Comenzó a navegar sin rumbo por sus recuerdos, pasando a sueños privados y esperanzas, recreándose en pensamientos inconexos, en trozos de música que había escuchado cuando era un niño, su estancia en el Santuario en Grecia. Pensó en la última Guerra Sagrada, en como él y su mejor amigo fueron los únicos que vivieron para contarlo. En su misión y en la larga estancia que había experimentado junto a la Cascada, y en el momento en que conoció a la extraña muchacha, 19 años atrás...

Entonces lo sintió. El cosmo familiar que no había percibido en más de dos años. Lo sintió acercándose al bosque, que se encontraba entremedio de las Cinco Montañas Antiguas.

¿Había sido su imaginación?

Abrió los ojos, dudoso.

Pero el cosmo se hacía más perceptible a cada instante, a medida que se acercaba. Después estuvo seguro, cuando sintió como el cosmo se desviaba hacia el pequeño pueblo, cercano a la Cascada de Rozan. Se levantó y caminó un par de metros, acercándose hacia el borde de la cornisa. Se pudo ver como una sonrisa nostálgica surgió en el benigno rostro del anciano.

– Así que al final regresaste, muchacho –pensó el anciano–. Bienvenido... Caballero del Dragón.

Dohko volvió, lentamente, a sentarse frente a la cascada.

***

Frío.

Lo primero que volvía a sentir era frío.

Frío y dolor. Punzantes, constantes. Heladas garras que laceraban su corazón con cada nuevo latido, quemando como fuego.

Un ligero rayo de luz atravesó una de las pocas aberturas en el techo de la caverna. La luz era cegadora, terrible. Una blancura que hería sus pupilas, acostumbradas a dieciocho años de inactividad.

Y el ahogo.

La sensación de presión sobre su pecho. La desesperación animal por la primera bocanada de aire.

Ella gritó, pero ningún sonido salió de su boca.

Hasta que finalmente sus pulmones volvieron a funcionar, llenándose de aire, a medida que la chica boqueaba, en aspiraciones profundas y angustiosas.

Y en ese momento, la razón regresó completamente. Inundando su mente con los recuerdos de lo que fuera su vida.

La infancia inocente, la guerra, el amor, el... fracaso. La meditación de Dohko había sido un plácido recorrido, en un arroyo tranquilo, con el rugiente canturreo de la Cascada de Rozan para acompañarlo.

Sin embargo lo que ella sintió se asemejaba más a una tormenta salvaje, rodeada de un viento enloquecido y coronada de nubes oscuras. Era un maremoto devastador que inundaba su cabeza de recuerdos lejanos, con una intensidad que sobrecargaba su mente, todo envuelto en un silencio mortal que amenazaba con quebrar su cordura.

En ese momento el dolor de la reanimación se hizo insoportable.

La chica volvió a gritar, enloquecidamente. Y esta vez, su doloroso chillido retumbó por toda la caverna, intensificándose al chocar con las rocosas paredes. La caverna se llenó del inaguantable y discordante eco del grito. La muchacha sintió como el sonido golpeaba sus sienes como un martillo y hacía dar vueltas su cabeza, hasta que pareció que iba a estallar. La negra inconciencia del desmayo se apiadó de ella, envolviéndola nuevamente.

Desde afuera, en las cercanías del bosque de Rozan, nadie había podido escuchar su grito.

***

El cielo sobre Atenas avisaba que la tormenta se acercaba.

Negros nubarrones, marchando como disciplinadas legiones oscuras, empezaban a ocultar el cielo sobre la antigua ciudad.

En las calles la gente se apresuraba por volver a sus hogares, por tratar de escapar del viento helado, y del agua que ya empezaba a caer sobre sus cabezas. Algunos niños curiosos, que nunca habían visto una tormenta en la casi siempre soleada ciudad, fueron llamados a casa por sus padres. Otros no tenían tanta suerte e intentaban subsistir a la tormenta, y buscaban refugio en alguna casa derruida o debajo de alguno de los puentes de piedra.

Algunos podían sentir que esto estaba mal, que esta no era una de las esporádicas lluvias que, muy de vez en cuando, aparecían sobre Atenas en época de invierno.

Los animales; los perros y gatos, temblaban dentro de sus casas, con un miedo que sus amos nunca habían presenciado.

Aquellos que habían vivido en el mar; los pescadores y marineros, curtidos lobos de mar que podían oler el viento y habían sufrido mil tempestades, advertían que un temor sobrenatural inundaba sus experimentados corazones.

Y en el escondido Santuario, los guerreros sagrados de la Diosa sintieron eso y más.

Los dos únicos protectores de las Doce Casas, recientemente ordenados, salieron para medir mejor la situación. Desde la entrada de los templos de Cáncer y de Acuario miraron hacia la lejana ciudad, y observaron como los rayos empezaron a caer haciendo pedazos las casas de la ciudad, como el mar se alzaba furioso y la ola gigantesca se acercaba, alta como una montaña hecha de agua espumeante. Por un momento se sintieron sorprendidos, ante la amenaza que sintieron sus cosmos. Pero la confianza volvió a ellos rápidamente; después de todo ellos eran Caballeros Dorados, los más poderosos entre su orden. Y no sólo estaban ellos, también estaban los nuevos Caballeros de Plata, y hasta los de Bronce. Todo un ejercito dispuesto a luchar contra el mal, hasta la muerte si era necesario.

Una figura salió del templo del Patriarca por encima de las Doce Casas. Un hombre alto, vestido con una larga y sencilla túnica blanca, con pequeños bordados dorados sobre ella. Entre medio de la luz que los rayos provocaban se podía notar su rostro enmascarado, oculto por el casco de alas doradas, del cual surgían los largos mechones de una cabellera esmeralda.

Él era uno de los más poderosos entre los que se encontraban en el Santuario. El más sabio, valiente y longevo. El único, que junto al Anciano Maestro de la Cascada de Rozan, había sobrevivido a la guerra contra el Señor de la Muerte, mucho, mucho tiempo atrás.

Shion, el Patriarca, miró hacia la tormenta, y repentinamente volvió a experimentar la punzada que sintió cuando Hades atacó el Santuario.

Pudo ver como los rayos, el viento enloquecido y la oscuridad reinante se concentraban en un solo punto frente a él, en la explanada de entrada al Salón Patriarcal, del cual comenzó a emerger la oscura silueta de un hombre, gigantesco y con ojos de color carmesí brillando con el resplandor de llamas color sangre. Una sonrisa, maligna y despectiva, era lo único, aparte de los ojos, que se podía percibir del rostro oculto por las sombras.

De pronto, de la nada, aparecieron las serpientes; decenas, cientos, talvez miles de ellas. Arrastrándose sobre los cadáveres de los Caballeros, de la gente... de los niños. A pesar de la distancia Shion podía verlas, dentro de su mente, arrastrándose desde el mismo centro de una Atenas arrasada, invadiendo el Santuario y subiendo por los incontables escalones que subían por las Doce Casas, a una velocidad pasmosa.

Cobras y víboras, ofidios negros con ojos muertos que se acercaban a la gran figura humana y comenzaban a arremolinarse a su alrededor. El Patriarca sólo podía ver con asombro; paralizado a su pesar, como las serpientes comenzaban a unirse, fusionándose en un antinatural capullo de carne gris, palpitante e infecta. Pasado un instante el capullo se rasgaba, a la vez que un rugido aterrador provenía de su interior.

Así fue como Shion vio nacer al dragón, oscuro y deforme. Una aberración de múltiples cabezas y alas escamosas, armado con garras negras como la noche, y con los ojos de cada cabeza relampagueando como fríos y mortales diamantes, y con fuego saliendo de cada monstruoso hocico reptil. El dragón rodeó con su cuerpo al hombre surgido de la oscuridad, convirtiéndose en una coraza hecha de carne y poder.

Pero lo peor vino después.

El Patriarca del Santuario vio como caían un numeroso grupo de estrellas caía desde el cielo, centellas de una mortífera luz helada, posándose en la misma explanada y parte de las escaleras.

Los guerreros que aparecieron, detrás del hombre y el dragón, vestían las oscuras armaduras del Reino de la Muerte.

Los Espectros de Hades.

Pero ellos no estuvieron solos mucho tiempo.

Del mar rugiente, arrasando la ciudad, surgieron las 7 olas en formas de columnas de agua que recorrieron el cielo, hasta bajar al lado de los servidores del Dios de la Muerte.

Y de ellas salieron los Generales Marinos, vestidos con armaduras que semejaban escamas doradas, los más poderosos entre los servidores del Rey de los Mares, Poseidón.

Shion pudo ver como el ejercito reunido frente a él aumentaba, creciendo en poder a medida que los nuevos soldados hacían su aparición.

Junto con el viento del Norte, que aullaba como una manada de animales enloquecidos, vinieron el Lobo y el Dragón de Dos Cabezas, la Amatista de la Muerte y la Serpiente del Mundo, la Lira, el Corcel de Odín y los Gemelos del Tigre Vikingo. Shion presenciaba, asombrado, como también aquellos que llevaban el ropaje sagrado de los Dioses Guerreros de Odín se unían a la sombría legión.

Parte del suelo de la explanada tembló, cuando los elegidos para servir al dios olvidado surgieron de entre los derruidos Templos de la Corona, ubicados en la zona prohibida en el Santuario.

Los tres guerreros del dios Abel tomaron su lugar entremedio de la masa reunida enfrente del Patriarca.

De más allá de la ciudad, desde el horizonte oriental llegaron otros, envueltos en penumbras y henchidos de un poder maldito.

Y los 4 Ángeles de La Muerte, que habían prometido obedecer al Príncipe de la Oscuridad, rompieron su juramento para su unirse a la nueva hueste que ya llenaba las escaleras y la explanada.

Pero el Patriarca sintió perder su razón cuando vio lo que seguía.

Por las escaleras del Santuario aparecieron los Caballeros de Athena. Todas las armaduras y sus portadores. Ochenta y ocho Caballeros subiendo con paso firme; abriéndose camino entre los Espectros, Generales Marinos y demás, hasta alcanzar al hombre y al dragón. La gran masa de guerreros quedó inmóvil, silenciosa y expectante, y con sus cosmos brillando a toda su intensidad. Después, en un solo movimiento coordinado, todos apoyaron una rodilla en tierra, demostrando su alianza al hombre y al monstruo.

Y su sumisión.

De pronto el Patriarca pudo observar como los ojos del hombre y el dragón flamearon intensamente. Dentro de su mente pudo apreciar como los cosmos de los guerreros se convertían en un manto de sombras; y como ese manto se extendía por el mundo, partiendo desde Atenas, cubriendo a la Tierra con muerte y aniquilación. Vio como el ejército reunido destruía todo a su paso, como cada pueblo era arrasado hasta dejar solamente ruinas, como eran asesinados vilmente mujeres y hombres, viejos y niños por igual.

Sin demostrar compasión, sin demostrar arrepentimiento.

Y de pronto su corazón se congeló cuando vio a la mujer.

La hermosa joven, de piel blanca como la luna, severamente herida, los cabellos dorados manchados de sangre bajo el antiguo casco griego de combate, los restos del báculo de la diosa Nike desparramados por el suelo.

Era... la muchacha era... ¡No!, el Patriarca se resistía a creer en sus propios ojos.

Era la Diosa, era Athena.

Athena siendo hecha pedazos, siendo desgarrada y mutilada, gracias a los ataques de muchos guerreros.

Bajo el ataque... de sus propios Caballeros.

No pudo soportarlo. Y él, Shion, quien se encontraba por sobre los 88 Caballeros, elegido por la misma diosa para ser el líder de su Orden Sagrada, se derrumbó llorando; sin poder hacer algo más que observar impotente como la hermosa mujer moría, y como la maligna risa del hombre y el dragón llenaban una Tierra envuelta en penumbras y fuego.

En ese momento despertó.

Y al tiempo que recordaba los horribles ojos envueltos en llamas y relámpagos, el martirio de su Diosa, un susurro salió desde su máscara. Un nombre que se había olvidado en la sombra de las leyendas:

– Typhon.

Fin del Prólogo

Nota : Primero que todo, GRACIAS POR LEER ESTE FIC, GRACIAS, GRACIAS. Me gustaría mucho recibir sus comentarios, reviews, críticas y demás (mientras todo sea con respeto y buena onda, no hay problema).

Ahora, para aclarar un par de puntos, y no hayan dudas en el contexto en que se mueve esta historia:

Universo DC Comics : Se ambienta después de la serie conocida como INFINITE CRISIS (Crisis Infinita) del año 2005. No toma en cuenta los hechos ocurridos en las series siguientes, como por ejemplo: 52, Countdown, etc..

Universo Marvel Comics : Se ambienta tiempo indefinido después del crossover JLA-AVENGERS (Liga de la Justicia-Vengadores), debo reconocer que no soy muy experto en esa editorial, ya que no me ha sido fácil conseguir sus historias porque en mi país no se publican. Entonces los personajes de esa editorial, en esta historia, estarán basados en su concepto 'general', más bien que correspondiente a su continuidad actual. Por lo que se puede decir que el período 'histórico' es anterior a series como CIVIL WAR (Guerra Civil), o SECRET INVASIÓN, y NO toma en cuenta lo sucedido en dichas series. (Como por ejemplo, la muerte del Capitán América en Civil War)

Universo Saint Seiya : Ubicado en finales del siglo 19 o principios del 20. O sea, como 90 o 100 años antes de la generación de Seiya, Saori, Ikky, etc.

(Nota Importante : Respecto a Allan Quatermain, se ubica en el universo S. Seiya, y está basado principalmente en el aparecido en la película 'LA LIGA EXTRAORDINARIA' (The League of Extraordinary Gentlemen), no en el personaje de los comics. Es que todavía no lo leo (Insertar carita : emoticon sonrisa avergonzada))

Supernota final: A propósito, el Typhon que aparece en este fic... NO TIENE NADA QUE VER CON EL TYPHON QUE APARECE EN LA NOVELA DE S. SEIYA LLAMADA GIGANTOMACHIA, O CON SAINT SEIYA EPISODE G.

Me despido, y como dije antes, les agradezco mucho a los que lean este fic, de veras (Como dice Naruto (Insertar carita emoticon : mirando hacia el lado con gotita en la sien... lo que tengo que hacer para que no me critiquen en los foros de malos fics))