N/A: Un fic que nació dentro de una biblioteca universitaria, a las nueve de la mañana, tras haber leído demasiado T.S Eliot y quedar encandilada como insecto. Cantidad de palabras en un tono no tan relajado como planeé, gravitando sobre "The waves have come" de Chelsea Wolfe y alguna otra cancioncilla emo que justo ahora no logro recordar. Menciones remotas y oscuras a un infame Solavellan (I'm solavellan trash tbh). La redundancia y horrores gramaticales son cortesía de la casa (estoy a punto de conseguir beta, lo juro, solo me falta reunir valor Lol).


Disclaimer: Lugares, personajes y todo lo que suene familiar es propiedad de BioWare y entes similares. Los he pedido prestados y a regañadientes he de devolverlos en algún momento.


En laberintos oscuros nevará eternamente

«Ando mal de los nervios esta noche. Sí, mal. Quédate conmigo.

Háblame. ¿Por qué nunca me hablas? Habla.

¿En qué estás pensando? ¿Qué piensas? ¿Qué?

Nunca sé lo que piensas. Piensa

T.S. Eliot, The Waste Land.


i.

Aquel lugar dentro de Feudo Celestial permanecía ajeno para ella. Sin duda, su relación con el comandante Cullen no era nada cercano a "mala". Luego de un tiempo instalados dentro de una cómoda zona entre compañerismo y amistad no podían concebir o pedir algo diferente; no los volvía muy íntimos, pero conseguían mantener una conversación sino larga por lo menos amena. Si los problemas con el lirio y su lucha contra el pasado continuaban, ella no volvió a escuchar mas que algún comentario rápido en la taberna. Cassandra mencionó su mejoría alguna vez, y Lavellan no quiso entrometerse en la vida de un hombre célebre por su carácter reservado. Le había sido útil en el pasado, se alegraba de haberlo sido, y desde donde ella podía verlo, él estaba bien.

No obstante, en contraste con los fuertes lazos —y fuerte no siempre significaba fácil— que había forjado con el resto del círculo interno, Vivienne incluida, su relación con el consejero fereldeno era distante. En consecuencia, el lugar de trabajo de Cullen era un sitio tan extraño para ella como podía serlo él mismo.

Notó que eso no había cambiado en nada a medida que se aproximaba entre zancadas inseguras y tambaleos ocasionales, mirando por encima de los múltiples pergaminos. Una ráfaga especialmente fuerte azotó la tela de su abrigo y le cubrió la cara con enmarañados risos negros. Los apartó meneando la cabeza y llamó a la puerta un par de veces, sosteniendo los mapas debajo del otro brazo, a riesgo de que resbalaran al suelo. Al tercer golpe tuvo que moverse rápido para evitar que los rollos se desparramaran a su alrededor, cayeran al otro lado del adarve, hacia el patio, o peor, que arrastrados por el viento terminasen fuera de la muralla. Los sostuvo todos, apretándolos contra su pecho, antes de soltar un leve gruñido. Cullen le había facilitado los mapas marcados y múltiples informes para el próximo ciclo de tareas a lo largo de Orlais, y ella habría odiado devolvérselos en mal estado… de nuevo.

Había elegido el camino largo, sorteando la rotonda, por la parte exterior y las almenas. A mitad del trayecto admitió que no fue su idea más brillante. La noche anterior, una lluvia intensa que venía anunciándose desde hacía días, finalmente detonó sobre ellos. Ahora, los charcos y el lodo dominaban la decoración del castillo.

La puerta seguía cerrada. Echó un vistazo al cielo encapotado, pensativa, y consideró marcharse para volver más tarde con los mapas y los reportes que no había completado aún.

—¿Y sufrir esto otra vez? Oh, no lo creo.

La puerta de Cullen solía estar destrabada durante la tarde. Entraría, colocaría los mapas sobre su escritorio y saldría.

Ingresar y dejar los pergaminos fue muy de acuerdo al plan.

Posar su mirada sobre la de Cullen, justo cuando él elevaba el rostro, no lo fue.

Estaba en la pared opuesta a su escritorio, sentado sobre el suelo, con la espalda contra la piedra. Al reparar en su presencia bajó las manos, con las que debió alborotarse el cabello definiendo los risos de los que Varric y Hawke mucho se burlaron. El cabello desarreglado y la mirada perdida que le dirigió le restaron años que ni aun la preocupante palidez de su rostro pudo contrarrestar. A Lavellan la embargó una necesidad de protegerlo, como una hermana protegería a un hermano pequeño, en un sentimiento casi maternal. Había un cierto grado de razón, después de todo, Cullen era algunos años menor que ella, pero nunca hasta entonces observó a aquel hombre en un estado de vulnerabilidad semejante, ni siquiera durante la caza de Samson. Sin mencionar que siempre tuvo la impresión de que era él quien la miraba como una muchachita torpe que necesitaba constante guía.

Tal vez, la Inquisidora Lavellan finalmente estaba adquiriendo algo de madurez de acuerdo a su edad, y el Comandante Rutherford permitía a sus murallas ceder un poco.

Él amagó ponerse de pie, llamando su atención desde sus tontos pensamientos, pero las piernas debieron fallarle. Con un gruñido de frustración, apartó la mirada y se resignó a permanecer en el suelo, avergonzado.

Lavellan parpadeó rápidamente a medida que entendía con exactitud lo que estaba sucediendo. Parada allí, se sintió como una intrusa de nueva cuenta. Sin embargo, no podía despedirse, fingir que no lo había notado y dejarlo.

Se adelantó unos pasos, vacilante en un inicio, y terminó sentada frente a él, cruzada de piernas.

—Inquisidora, yo… —dijo Cullen, con la voz ronca. Carraspeó y un chispazo del comandante de la Inquisición brotó de él—. No deberíais estar aquí. Yo no debería permitiros verme en este estado.

—Considerando la vergonzosa cantidad de ocasiones en que tú y todo Feudo Celestial han tenido que verme llegar en no mejores condiciones, esto no debería preocuparte —replicó con suavidad, ladeando la cabeza—. Y sí, entré sin permiso, lo lamento. —Señaló la puerta y compuso un mohín de disculpa.

Las facciones de Cullen, contraídas en un rictus de dolor y vergüenza, se relajaron un segundo antes de formar una expresión mucho más difícil de clasificar. Apostaba a que era muy raro para él verla allí, hablándole como le hablaría a un niño. Hizo un esfuerzo por reponerse y sacudió la cabeza de manera enérgica.

—Soy el hombre a cargo de vuestro ejército…

Ella apretó los labios, cualquier vulnerabilidad se diluyó en un momento, y sintió su oportunidad pasar. A veces, Cullen era un símbolo demasiado remoto, dolorosamente digno, alojado sólo en sitios de razón y método. Así, Lavellan lo percibía fuera del alcance de cualquier ayuda que ella pudiera ofrecer; no tenía acceso a Cullen, no podía contenerlo en su misma dimensión sin sentir que ella misma se disipaba un poco, y era probable que de ahí surgiera la naturaleza distante de su relación. ¿Cómo era el mundo de Cullen Rutherford entonces? ¿Qué era en realidad? ¿Qué motivo? ¿Cuál dolor? ¿Cuántas dudas? ¿Qué vida?

«Soy el hombre a cargo de vuestro ejército.»

No, no eso. Estaba frente a él y distinguía las imágenes de un caleidoscopio con tonalidades que desconocía, más confusas. Cullen era el hombre a cargo del ejército de la Inquisición, sí, pero, ¿qué más?

¿Qué…?

—Y se supone que yo soy la Heraldo de Andraste, o eso dicen ellos, pero sangro como cualquiera —dijo, dedicándole una mirada cargada de férvido interés.

Ella: heraldo de una profetiza con la que nunca habló, de un dios al que nunca reverenció, inquisidora por accidente en una misión tan impuesta como abrumadora. Ella no era eso. ¿Cómo podía ser él el comandante de una fuerza construida sobre tantas incertidumbres? ¿Cómo se construye una personalidad sobre un título? No podemos ser lo que los demás creen que somos. Nuestra esencia no puede residir en pedazos de lo que otros, por muchos que sean, saben de uno. Podemos ser lo que nosotros creemos ser cuando lo que realmente somos no es lo que queremos, pero...

Cullen Rutherford. Grave y reservado, valiente y reflexivo. Paciente, pero no dócil.

Él notó su mirada ansiosa. La Inquisidora apartó el rostro al advertir a su vez que lo incomodaba. Sacudió ligeramente la cabeza y lo pensó: si en verdad no podía comprender a Cullen, si sus naturalezas eran opuestas, no tenía porqué ser malo. El asomo de una sonrisa apareció en la comisura de su boca. Al volverse, el rostro de Cullen era una amalgama de extrañeza y preocupación. Solía mirarla así y recordarlo le causó una cierta gracia. La creía una loca, peligrosa por su temperamento sanguíneo, y seguro, no estaba muy lejos de la verdad.

Cullen Rutherford. No el comandante de un ejército, pero el hombre que se preocupaba acerca de todo, todo el tiempo. No se le ocurría tarea más agotadora.

Él: consejero al mando de una fuerza militar que había salvado el mundo y planeaba arreglarlo, ex-templario desencantado, verdugo de magos en un vórtice de venganza, caballero comandante de una orden extraviada. Él no era eso. Él no era nada que Lavellan pudiera entender, pero sí mucho de lo que podía respetar y aspirar a ser. En el inicio de aquella locura, más de una vez llegó a observarlo desde la distancia, albergando un sordo resentimiento y una pizca de envidia, con la idea de que él haría un mejor "Heraldo de Andraste". Él era esa figura firme y valerosa, apegado a su fe, un ideal de fuerza y perseverancia que ellos necesitaban.

—Algunos nos tomamos eso de sangrar de manera más literal que otros —soltó.

Si se lo examinaba con atención, Cullen vivía sangrando por heridas invisibles para los despistados como ella. Pero ahora podía distinguirlo, una figura evidente mas no definida: goteaba otro tipo de sangre, estaba envenenado —no, no el lirio, otra cosa—, y le hacían falta piezas, y las que había estaban en desorden. Debía ser una ironía harto frustrante para él, un desajuste, una incoherencia poco menos que insufrible.

—Estamos hechos de ironías e intentos de conciliarlas, tal parece —agregó en voz alta.

Naturalmente, él no entendió, lo hizo patente en la manera de arquear una de sus cejas. Lavellan le restó importancia dedicándole una tenue sonrisa y negando con la cabeza.

—No es vuestra obligación quedaros, Inquisidora.

La compasión que afloró en sus facciones no era el tipo de compasión que es sinónimo de lástima. La expresión que le dirigió fue una cálida advertencia sobre lo raro que puede ser el futuro cuando se ha llegado a él. Lavellan miraba a su pasado, recordando con cuánta urgencia buscó soledad durante sus flaquezas y su luto. Buscar aislamiento había sido el último empujón hacia Solas y luego eso había salido terriblemente mal. A riesgo de que el comandante creyera su privacidad transgredida, ella no le permitiría soledad ahora, no retrocedería como la primera vez.

—Si esa es una invitación a marcharme, ya puedes ir haciéndote a la idea de que voy a ignorarla.

El comandante cerró los ojos antes de vencer la cabeza hacia atrás, rindiéndose. Permaneció de esa forma un rato, con un rictus de un dolor que iba mucho más allá de lo físico. Tenía este aspecto de no haber tenido un descanso decente en años, pero también era cierto que lo soportaba increíblemente bien. Lo que fuera que enturbiaba su sueño, lo toleraba durante el día. Cullen no podía permitirse vulnerabilidad, no mientras fuera el componente sólido de la Inquisición y todos giraran hacia él cuando entereza era lo que se necesitaba. Cullen no podía flaquear y deslizarse al suelo para condolerse un poco de sí mismo y su pasado, aunque éste alargara garras por la noche y cada cuando lo alcanzara, dejando voluntad y tranquilidad mutiladas; era parte de su misión juntar lo que quedara por la mañana, zurcirlo y hacerlo lucir lo más intacto posible. Cullen Rutherford no podía huir del remordimiento que, si cabía, era mayor que todo lo demás, pero tampoco podía dejar que sus agobiantes acometidas lo aturdieran.

Si lo pensaba así, Cullen quedaba más como una persona obstinada que fuerte, y al reflexionarlo Lavellan lo notó más cercano que nunca, menos un símbolo inaccesible y más una persona normal azotada por el destino.

—Cuando era niña quería ser un guerrero, me habría gustado ser como tú —dijo espontáneamente, dejando escapar una risita. Suspiró y compuso un gesto serio al continuar—. No quería convertirme en custodio, por idiota que pueda sonar. Nunca me negué, pero... Yo rogué que en esta misión algo saliera mal, rogué que, sin tener que esforzarme, arruinara algo y Dashanna considerara enviarme con mi padre, al bosque, a una elfería, cualquier cosa sería mejor que convertirme en la líder del clan.

—¿Una elfería? —observó Cullen con voz suave, incrédulo—. Creí que era un honor.

Sus ojos estaban fijos sobre ella y la manera de contemplarla removió de nueva cuenta la impresión de ser la hermana mayor distrayendo con cuentos a un niño asustado. Cullen no era ningún niño, por supuesto, pero no se precisa serlo para necesitar protección.

—Era muy estúpida, Cullen. Una estúpida de alarmantes dimensiones. Los amaba, a todos, me preocupaba por ellos, desde luego, pero sabía que al final convertirme en la Custodio requeriría todo de mí. Fui egoísta. Al final, perdí a mi familia, mi clan, y tuve responsabilidades peores que aquellas de las que había estado huyendo.

—Y luego liderasteis la Inquisición hasta cerrar la herida del cielo y vencer a un aspirante a dios.

Un tono sarcástico tiñó la risa de Lavellan.

—¿Yo? Leliana tuvo que enseñarme cómo no ser la persona más incauta de todo Thedas, Josephine impidió que provocara otra guerra cada vez que abría la boca, y tú…

—Os contradije a cada paso y os miré con recelo cuando vuestra inocencia era evidente —completó él en una especie de reproche contra sí mismo.

La risa que le quedaba a Lavellan tras todo lo vivido era seca y apagada, nunca más hubo el sonido estridente que enervaba a más de uno, pero no por eso fue menos sincera. Él la miró un poco confundido, aunque contagiado de cierto modo por la hilaridad que ella encontraba en sabría el Hacedor qué cosa.

—En retrospectiva, me miraría con recelo si emergiera de una grieta en el cielo luego de una explosión.

La risa se detuvo y lanzó un suspiro.

—Me gustaría aprovechar el momento para decir que lo siento, Inquisidora.

—Ni hablar, era una redomada necia, lo último que necesitaba era que me adularan con cada decisión que tomaba… Pero no era exactamente eso lo que tenía en mente. Llegué a admirarte, Cullen. Si hubiera sido un poco más como tú cuando el clan Lavellan lo necesitaba, quizá ahora no me sentiría tan culpable.

—No querríais ser como yo. —Y la luz en los ojos del comandante volvió a extinguirse aunque el resto de él quisiera fingir lo contrario.

Lavellan lo miró con tristeza. Hubo otro prolongado lapso de silencio que ella no combatió. En cambio, impulsándose sobre el suelo, se acomodó a un costado de él, apoyando la espalda contra el muro.

—No es lo que hicieron conmigo, es lo que yo hice con los demás —dijo tras un rato.

Había tanta tristeza detrás de aquella afirmación. No podía ni imaginar la decepción de Cullen respecto a sí mismo, respecto a todo lo que creyó bueno durante tanto tiempo, que lo había orillado a tomar la decisión de cortar definitivamente con el que fuera el sueño de toda su vida.

—¿No hay manera de que puedas reconciliar la persona que solías ser con lo que eres actualmente?

Una sonrisa teñida de intensa tristeza apareció en sus labios.

—¿Vos podríais?

Lavellan abrió los ojos con sorpresa y en contra de sí misma, a sus ojos acudió un escozor, tan repentino, tan inesperado, que eludirlo fue imposible. Cullen lo notó y un gesto de arrepentimiento comenzó a tensar su rostro. Ella negó, no era culpa suya en realidad.

—Ni siquiera lo intento —aceptó con la voz estrangulada.

—Yo no debí, Inqui…

—Vuelve a llamarme "Inquisidora" una vez más y te arrastraré fuera y te lanzaré por la muralla —le interrumpió con humor. Él se limitó a asentir una vez.

Desvió su miedo y su tristeza. No quería volver a ese lugar, no quería retroceder a la consciencia de todo lo que había ido mal, de todo lo que había perdido, de los errores, de su ingenuidad, de su obstinación. Su padre no estaba, el clan no existía, Hawke estaba muerta, Solas se había marchado. No bien se recuperaba de un golpe, producto de su propia estupidez en la mayoría de los casos, cuando ya estaba en camino de recibir otro.

No podía reconciliar nada de su pasado con nada de lo que ahora creía de sí misma. Por un lado, hacerlo sería la muerte, y al no hacerlo se condenaba a una perpetua incertidumbre. Constante sensación de discordancia. Nada armonizaría de nuevo.

Y entonces… cayó en la cuenta.

¿Éste era Cullen? ¿Era este su dolor? ¿Eran estas sus dudas? ¿Era esta su vida?

Ella miró a su alrededor. Ya no era más una forastera en la oficina del comandante Cullen Rutherford.

—¿No estás cansado, lethallin? —Inquirió.

El sentido literal de su pregunta se perdió en las fijas miradas que se dedicaron.

—A cada segundo —replicó con un gesto que denotó cuán exhausto estaba.

La Inquisidora estiró una mano y acarició su mejilla, dibujando pequeños círculos con su pulgar. En su fuero interno, Lavellan agradeció que su relación con el comandante no hubiera evolucionado hasta entonces, porque de otra manera habría sido imposible entenderlo —o no entenderlo— como lo hacía ahora. Finalmente, se incorporó y le tendió una mano.

—Sospecho que tras la tormenta tu dormitorio es un desastre.

Cullen sacudió su ropa y se tomó unos segundos para estirar y adecuar los músculos de su cuerpo. El tiempo que había pasado quieto en ese rincón fue excesivo.

—Extrañamente resistió bien.

—En ese caso, deberías subir a descansar un poco —sugirió con un tono más afectuoso.

No lucía del todo satisfecho con la idea, pero en algún momento, mientras caminaba hacia su escritorio, debió notar su propia debilidad. Alanna intuyó que el peso de todo fue demasiado obvio hasta para él. La persistencia del comandante estaba rozando su límite.

—Deberías hacer lo mismo.

Se dirigió a la puerta, sin abrirla y sin darle la espalda a Cullen, a espera de que este finalmente comenzara a subir las escaleras.

—No necesito dormir —replicó.

«No necesito dormir. Necesito despertar.»