Ok, si te gusta Bleach, el Ulquihime, y seguís mi historia In Aeternum, TE DIGO QUE TE CALMES Y BAJES EL CUCHILLO PRIMERO QUE NADA. SÍ, sí voy a continuarla, NO, no está en hiatus.

Pero me enamoré de esta parejita, y TENÍA que darles mi amor -y una buena dosis de sufrimiento-. Ando con muchas cosas en la facultad, y dos trabajos a medio tiempo, PERO PRONTO ME LIBERO. -mediados de diciembre-. Y ahí continuaré In Aeternum, cuando tenga fuerzas para sentarme y pensar en cómo hacer sufrir más a todos (?) Y hasta abril, no pararé con IA.

Ahora, chicos, ADVERTENCIAS: Soy una aficionada, estudiante de Letras, PARA NADA DE HISTORIA, y quise escribir este AU porque me FASCINA la temática nazi pero no soy experta PARA NADA. Así que investigo e INVENTO, SÍ, INVENTO algunas cosas para esta historia. No esperen cosas cien por ciento exactas, ¿ok?

Si el sufrimiento, la sangre, la violencia en general, temas relacionados con el Holocausto te alteran, por favor, DEJÁ DE LEER. No quiero lastimar a nadie, solo busco expresarme. Esta historia es TRÁGICA, romántica a más no poder PERO TRÁGICA. Así que pido discreción. Gracias. Y por cierto, tendrán algo de EreMika, pero claro, el RivaMika es protagónico.

Ahora, canción para este capítulo: pongan youtube y esto: watch ?v =E tVk_ 3DctRk

Artista de la imagen que uso como portada para esta historia: www. pixiv. net ?id=8 179416

Sigan mi página de FB: "La Pequeña Saltamontes". Y por favor, no me maten si no les gusta. Es fuerte. Pero va a valer la pena si siguen mi historia, ¡lo prometo!


CAPÍTULO I: Der rote Faden

Era la noche del primero de mayo del año 1945.

Y sin embargo, en su mente, el calendario se había detenido el nueve de noviembre de 1938.

Aquella había sido una noche de cristales rotos, sí, pero más que simples cristales de vidrieras fueron hechos añicos: fueron rotos costosos escaparates, y bellas rosas transparentes que nunca serían obsequiadas. Fueron rotos años de trabajo y esfuerzo con una rapidez mayor a la que tardaron las piedras en colisionar contra las lisas superficies.

Porque todo eso se había ido resquebrajando de a poco, como si se hubiese tratado de una larga prueba de resistencia.

«A que no me quiebras, a que no me alcanzas».

Pero incluso más que cristales de escaparates o rosas, incluso más que años de trabajo y esfuerzo fueron destrozados.

Y por eso él estaba allí.

Para arrodillarse sobre las podridas tablas de madera de la casa número 124 de Friedenstraße, aunque los afilados restos se incrustasen en sus rodillas y los clavos de las tablas del suelo deshilachasen su pantalón.

El picaporte de la puerta giraba lentamente.

Y él sabía que era el fin.


Berlín, Alemania. 9 de noviembre de 1938.

Las hojas que habían besado el suelo tras la llegada del otoño se arrastraban rascándolo con parsimonia. Cada tanto, una repentina brisa elevaba las más pequeñas hasta hacerlas encontrarse con algún obstáculo.

Un árbol.

Una pared.

Una bota.

Un cristal roto.

La niña cerró las cortinas y se acercó a la chimenea. Allí, sentados en un destartalado sofá roído por las ratas y las polillas, su madre y su padre se mantenían abrazados. Al ver a su hija acercarse, se apartaron un poco para permitirle ocupar el lugar entre ambos.

―Todo va a estar bien, Mikasa ―le aseguró su madre a la par que deslizaba sus dedos entre las hebras de sedoso cabello ónice―. ¿Sabes por qué?

Ella negó con la cabeza, puesto que eso esperaba su madre; sabía que se trataba del comiendo de una historia. Afuera, se oían gritos y fuertes estrépitos.

Incluso disparos.

Pero aquí dentro, solo se hallaba la familia Ackerman.

―Porque estamos haciendo lo correcto, claro.

Una respuesta típica de su madre, descendiente de inmigrantes japoneses de años atrás: la virtud por encima de todo. ¿Qué mal podría ocurrirle a una persona virtuosa y honesta? Esa era su concepción del mundo. Su padre, quien había colocado un brazo a modo de almohada tras su cabecita y ahora la instaba a recargarse en él, era una persona mucho más realista, aunque no dejaba de ser gentil.

Y Mikasa no sabía cómo, pero de alguna extraña manera, ambas perspectivas tenían sentido: era una lógica sin fallas el simple hecho de que sus padres fuesen diferentes, y a la vez, se entendiesen de la forma en la que se entendían.

Según su madre, esto se debía a que su padre y ella compartían un hilo rojo. De todas las leyendas e historias que le habían contado a Mikasa, aquella era su favorita. No por la idea de saber que alguien allí afuera fuese a quererla ―su madre la había educado con un fuerte anhelo de apartarla de la vanidad y el egoísmo que muchas veces el amor idealizado de las novelillas de los periódicos encarnaba―, sino porque a la fuerte personalidad de la niña le fascinaba esa idea del amor por sobre todas las cosas, incluso de la voluntad humana.

Y sabía que, cuando encontrase a la persona que sujetase el otro extremo de su hilo rojo, jamás la dejaría ir.

No que tuviese alguna otra alternativa, de todas maneras.

No obstante, hoy, su madre no parecía interesada en esa historia. Algo más había en su mente.

―Dime, Mikasa, ¿alguna vez te contamos sobre Bertholdt Fubar?

Ella no recordaba haber escuchado antes aquel nombre, así que sacudió la cabeza. Arrugas se formaron en los bordes de los ojos grises que Mikasa había heredado.

―Ocurrió cuando tú aún no habías nacido ―empezó―. Era de noche, y volvíamos de dar un paseo por el parque.

―Tu madre no podía dormir, y alguien tiene que escoltar a las damas durante sus paseos nocturnos, ¿verdad?

Mikasa deseaba reír, porque sabía que eso era lo que los dos querían, pero no podía. No cuando oía el nerviosismo en las voces de sus progenitores, no cuando debía hacer un esfuerzo sobrehumano con el único propósito de intentar ignorar el barullo exterior.

―¿Y después? ―fue lo único que atinó a decir.

―Entonces lo vimos. A Bertholdt…


Mikasa grabaría esa noche en su memoria. Grabaría a Bertholdt, y a las palabras de su madre.

«Era un jovencito, la infancia apenas rebasada. El pobrecito apestaba. Estaba sucio, y solo vestía los harapos que quedaban de un suéter a rayas. Iba descalzo, a pesar del frío».

Esa era su indumentaria. Bertholdt Fubar.

Pero había otros detalles… Sí. Detalles que su madre había susurrado mientras las fuertes pisadas se aproximaban a su puerta.

Detalles que importaban, que eran muy, muy relevantes. Detalles con la voz de su padre.

«Tu madre y yo lo trajimos a casa, y lo alimentamos. Estaba famélico… Es decir, muy flaco, y con mucha hambre».

Detalles que había escuchado momentos antes de que… Momentos antes de que los golpes reiterados a la puerta de madera empezasen.

«No tenía familia. No tenía a nadie. Pero le dimos un techo, y lo criamos como a nuestro propio hijo durante dos años, a pesar de la escasa diferencia de edad entre nosotros. Hasta que llegaste tú, y nos fue imposible tenerlos a ambos. Entonces Bertholdt…».

Bertholdt se había marchado. Había dicho «gracias», y se había marchado.

A la chiquilla le había parecido un enorme malagradecido. Y así se lo dijo a sus padres.

«No, no, Mikasa. Dijo algo más…».

Los temblorosos brazos de su madre la cobijaron mientras la puerta del frente se abría ante una potente patada.

«Te tomó en sus brazos, y dijo… dijo que cuidaría de ti».

Y Mikasa no lo recordaba, claro. Pero su madre le había asegurado… Le había asegurado que ella, inexpresiva y cerrada como era…

«Y tú reíste, Mikasa. Reíste».


Y aún existía un detalle que Mikasa había olvidado grabar en su memoria. Se preguntó infinidad de veces cuál era, mas ya no podía preguntar. No podía, porque ahora los hombres vestidos con ropajes marrones ingresaban a su hogar, y tiraban todo. Sus voces exclamaban, acusaban.

Su madre había alcanzado a arrojarla al suelo, a dejarla escondida gracias al sofá. Mikasa intentaba recordar, porque sabía que importaba.

Algo le decía que importaba.

―¿Dónde ocultan a los puercos judíos?

¿Puercos judíos? La pequeña sintió rabia. ¿Acaso el hombre se refería a…?

―No ocultamos a nadie, señor ―era la voz de su padre, y ella la notaba alterada. Se agachó, y miró por el costado del sofá; la penumbra reinante actuaba en su favor, ocultándola―. ¿Podría por favor dejarnos solos? Mi esposa y yo no hemos hecho nada ma…

El hombre soltó una carcajada. Mikasa contó a los recién llegados: eran cinco en total. Y todos portaban amenazadores rifles.

―No ocultan a nadie, ¿eh? ―el hombre volvió a reír―. Eso mismo dijo la vieja de aquí al lado. ¿Cómo era…? ¿Leitner…?

―¿La señora Lehner? ―a la niña no le gustaba nada la octava que había brincado su madre entre una palabra y la otra.

―¡Esa! ―el hombre exclamó como si hubiesen estado jugando a las adivinanzas―. Bueh, lo cierto es que la vieja quería tanto ser una Judensau que le di el mismo destino que los cerdos a los cuales ocultaba. Digamos que ahora ya no tiene que preocuparse por alimentar a sus cerditos, ¿uh?

Los siguientes acontecimientos parecieron desarrollarse con una lentitud impresionante. Cada paso, cada respiración en lo que uno de los soldados pasaba a su lado sin verla, e iba a la escalera que daba al sótano.

Cada crujido de cada tabla parecía durar una eternidad. Mikasa contaba la eternidad con respiraciones y crujidos.

Y luego sintió los ojos llenársele de lágrimas.

Dos disparos.

El sonido de breves gritos que habían sido ahogados, asfixiados.

Igual que sus dueños.

Mikasa cerró los ojos con fuerza, y no obstante, por mucho que intentase abrirlos y despertar, el paisaje a su alrededor no cambiaba.

El soldado volvió a pasar a su lado, y esta vez, sí la vio.

―¿Eh? ¿Una niña?

No pudo reaccionar ni responder, porque el jalón que dio a su cabello y la forma brutal en que la arrastró hasta sus padres. Era mínimamente consciente de que sus rodillas sangraban ―no había forma de que nosangrasen con aquel despliegue de brutalidad― debido a la fricción de la madera contra su piel.

―Sí tenían puercos judíos. Tenían ―arrojó a la pequeña frente a sus padres―. Y miren sus ojos, no parecen algo… ¿estirados? A todo esto, ¿cómo es que una japonesa y un alemán están casados? ―preguntó al que parecía ser el líder moral del grupo―. Digo, ¿qué este tipo no tiene orgullo por nuestra raza? Los japoneses son inferiores a los arios, y él va y tiene una hija con esta… ―la mirada que le lanzó a su madre era despectiva, pero la chiquilla pudo distinguir en sus ojos algo cuyo nombre no conocía; algo con que más adelante la mirarían prácticamente todos los hombres en su camino, y ella desdeñaría al recordar esta escena―… con esta puerca.

Aunque no pudo deliberar más al respecto, puesto que la puerta volvió a abrirse.


El hombre que acababa de traspasar el umbral era bajo comparado al resto. Su cabello era negro, y lo llevaba cortado al rape en la parte superior de su nuca, mientras que lacios mechones caían a ambos lados de su rostro, separados por una raya trazada hacia la derecha. Sus ojos no alcanzaban a ser distinguidos: eran estrechos, dos ranuras que pasearon por la habitación en un santiamén y fueron a parar al rostro de Mikasa.

Fue entonces cuando ella reparó en la expresión del recién llegado: a diferencia de la burla y la crueldad que se apreciaban en las faces de sus compañeros, en la suya no cruzaba una sola emoción.

Y era eso lo que le otorgaba un aspecto mucho más peligroso.

El recién llegado alzó la vista hasta el hombre que la tenía aún atrapada del cabello. Las hebras tironeaban dolorosamente de su cuero cabelludo y la obligaban a mantener el cuello arqueado hacia atrás.

―¿Qué se supone que ocurre aquí?

Los demás lo miraron como si estuviese loco.

―¿Qué te parece que ocurre? Estamos encargándonos de los sucios judíos y de sus protectores.

―Esa niña no es judía.

Los hombres soltaron una carcajada.

―No, pero es una híbrida, nacida de esta pareja de cerdos ―uno de los hombres señaló a la pareja con un gesto―. Y aunque el castigo para los traidores que ocultan judíos es la muerte, ¿por qué no mejor hacemos algo diferente con ellos?

A estas alturas, Mikasa había dejado de lado el recordar lo que fuese que sus padres le hubiesen dicho. Solo podía pensar en cómo se veían temblando ante aquellas palabras, y en cómo ella deseaba ser suficientemente fuerte como para defenderlos de todo.

―¡Eh, Baldwin! ¿Por qué no los enviamos a Sachsenhausen? ―la pequeña no podía apartar la mirada de aquellas repugnantes facciones que ahora se acercaban a la angelical cara de su madre con una sonrisa asquerosa―. Escuché que ahí cuelgan de las muñecas atadas a la espalda a los prisioneros que se portan mal. Y sangran y sangran y las heridas se infectan y sufren mucho. Dime, ¿crees que te verías linda así, cerda? Colgadita y calladita…

Su madre soltó un chillido. Fue ahogado, pero bastó para hacer las veces de catalizador: el puño de su padre quebró la nariz del soldado al instante siguiente.

―¡Hijo de…!

En cuestión de segundos, cuatro de los soldados ―aquellos que no eran ni el recién llegado ni el que sostenía a Mikasa― lo rodearon y le propinaron repetidas patadas.

―¡No, no, deténganse…!

La niña vio a su madre arrodillarse junto a su marido, y hacer las veces de escudo como le era posible. Con los valores de la lealtad y la determinación orientales pulsando en sus venas, Mikasa forcejeó por acompañarlos, mas su captor la tomó de ambos brazos, con lo que anuló todo intento de fuga.

―¡Mamá, papá…!

Empero, las voces de los soldados eran más fuertes.

―¡Vamos a matarte, cerdo! ¡Y vamos a darle algo a tu esposa, ¿eh?!

―¡Ja, ja! ¡Lo que tú le das, pero mejor!

―¡Y se lo tragará entero!

Mikasa no entendía. No entendía, ni quería entender. La sangre, los golpes, los gritos… Deseaba llorar y correr y abrazar a sus padres y golpear a los que los lastimaban.

―¡Y a tu hija también, que no está nada mal…!

El repentino sonido de un disparo detuvo la escena actual.

―Basta.

La pequeña observó a quien había hablado: se trataba del hombre más bajo, quien no lucía nada complacido con la situación. En lugar de utilizar su rifle, había optado por una pistola corta que había tenido guardada, o que Mikasa no había advertido debido a su distracción. Un humeante agujero se apreciaba ahora a pocos centímetros del pie de uno de los hombres.

―Ferdinand, llévate a la mocosa arriba.

No. No, no, no.

―¡NO!

Un escalón. Dos escalones.

Tres, cuatro, cinco.

Pronto ya no los vio.

Pero Mikasa luchó, luchó como nunca por acudir junto a sus padres.

Luchó valerosamente, y mordió las manos del infeliz que la alzaba y la alejaba del salón. De sus padres que de todas formas estaban apenas conscientes.

Sangre, tanta sangre…

Los golpes no habían sido suaves.

Pero aún podían recuperarse, ¡claro que sí! Había visto a su papá peor una de esas noches que la jornada de caza había estado muy difícil: había vuelto todo amoratado. Y su madre también, como aquella larga temporada en que había estado enferma y escupía sangre…

De alguna manera, Mikasa logró soltarse y escurrirse debajo de las piernas del hombre: corrió escaleras abajo con toda la velocidad de la que fue capaz. Tenía que llegar, cobijar a ambos en sus brazos, limpiar sus heridas, arroparlos, besarlos, porque ellos debían recuperarse…

Aunque había situaciones, heridas de las cuales nadie podía recuperarse.

Como de la punta de la pistola que aquel hombre inexpresivo colocó sobre la frente de su padre.

―¡NO, NO, NO, PAPÁ, NO!

El clamor de Mikasa se mezcló, se hizo uno con el disparo, y, desde su punto de vista, nunca jamás se separó de él hasta que el cuerpo inmóvil de Roderick Ackerman se hubo cernido sobre el suelo de madera.

Tampoco lo hizo cuando el hombre apartó la mano ensangrentada ―la sangre de papá, la sangre de papá, ¿es esa la sangre de papá?―, y llevó el arma a un punto entre las sienes de su madre.

Esta vez, los segundos fueron más largos. Tan largos que por un momento la chiquilla creyó posible que la muerte se hubiese olvidado, que no hubiese venido, que dejase a su mamá en paz ya que había reclamado a su papá hacía segundos…

Y no obstante, en un suspiro más, sus esperanzas fueron destrozadas: el hombre, el monstruo, jaló el gatillo, y con un sonoro estruendo, su madre cayó, muerta, a sus pies.

Y no pudo llorar, gritar, acercarse a los cuerpos, porque el soldado volvió a tomarla y llevarla escaleras arriba a la par que soltaba una sarta de denigrantes palabras contra ella.


Rivaille observó a los soldados dispersados a su alrededor.

―El espectáculo acabó aquí ―gruñó―. Fuera.

Refunfuñando, el grupo lo dejó solo. Algo murmuraron por lo bajo sobre su deseo de darle a esa «cerda japonesa» toda la «carne alemana» que tanto deseaba.

Sus ojos fueron ahora a los cuerpos exánimes.

Exánimes por su culpa.

Retiró un pañuelo de su bolsillo, y se limpió la sangre de las manos. El trozo de tela estaba gastado, demasiado gastado, y los diseños hechos con hilos de colores y botones no distaban mucho de ser irreconocibles debido a la decoloración.

Pero aún había algo más de qué ocuparse, y Rivaille estaba al tanto de ello. Reprimió el deseo de suspirar, y marchó escaleras arriba.


Lo había visto ingresar al cuarto a través del minúsculo espacio entre la puerta y el marco, porque no era ignorante a toda la conmoción suscitada escaleras abajo. Sabía que había habido disparos, sabía que había muerto alguien… O quizás todos.

Pero eso era secundario cuando su instinto le gritaba…

Pelea.

Esperó. Uno. Dos. Tres segundos. Y cuando el hombre al fin bajó a Mikasa al suelo, sus manos no tardaron en encontrar el punto exacto detrás de su espalda; el cuchillo se hundió con precisión, y su víctima se dobló sobre sí misma con un grito agónico.

―¿P-pero qué…?

Sangre borboteaba de su boca, mas Eren no sintió compasión alguna mientras asestaba más y más golpes al hombre.

Menos compasión habría sentido de saber lo que este le había hecho a sus padres en el sótano…


Mikasa era levemente consciente de los acontecimientos que se arremolinaban a su alrededor como la proyección de una película: irreal, intangible.

Porque ahora las dos personas más importantes en su vida ya no estaban, y no quedaba nada ni nadie sino…

―Eren…

El chico jadeaba frente a sí. Gotas de sudor poblaban su frente; en parte debido al esfuerzo físico de hacía un instante, en parte debido a la fiebre que lo había aquejado durante todo el día y lo había obligado a reposar escaleras arriba en lugar del sótano. La sangre bañaba sus manos, y parte de su rostro.

Pero Mikasa solo podía pensar, en aquel microscópico rincón de su mente que no estaba paralizado ni destrozado, en lo agradecida que estaba de que Eren hubiese estado enfermo aquella noche.

Empero, el tiempo seguía corriendo. Era imposible que el hombre escaleras abajo no hubiese escuchado la lucha desarrollada en aquella habitación. La niña percibió una sensación de urgencia, y, a la vez, sintió una apatía general inundarla.

Sabía que era una emergencia, y no obstante, no quería luchar.

No quería. No podía.

Eren pareció leerlo en sus ojos, puesto que, tras abandonar un segundo el puñal en el suelo, la tomó de los hombros y la obligó a ponerse de pie.

―¡Mikasa! ―su voz era un susurro alterado, la adrenalina en cada aliento―. ¡Tienes que pelear! ¡Tenemos que pelear!

Pero ella estaba muy, muy segura de que Eren no sabía…

―Eren… Eren… ―lo rodeó con sus brazos, y apoyó la barbilla en su hombro; Eren era apenas un par de centímetros más alto que ella―. Mamá y papá... Nuestros padres…

Era su forma de decírselo. De decirle la verdad a Eren, que ella no era la única que había quedado huérfana aquella infausta noche.

Un sollozo. Mikasa se separó lo necesario como para fijarse en las lágrimas que descendían por el rostro de su mejor amigo, gotas transparentes y rojas mezcladas. Y Dios que Mikasa solo quería llorar al igual que él…

―Mikasa, tienes que pelear…

Eren parecía decirlo a pesar de sí mismo. A pesar del temblor compulsivo de su cuerpo.

―Tengo frío, Eren…

Era lo único que la pequeña sentía que podía decir sin quebrarse. Entonces, sintió una superficie cálida rodear su cuello.

Clavó sus ojos en los de Eren, y luego los bajó hasta la bufanda que ahora la abrigaba.

―¿Eren…?

―Ten esto. Ahora es tuyo. Debería mantenerte cálida.

¿Cómo?

¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía Eren ignorar sus lágrimas, su dolor, en atención a ella? Mikasa examinó ahora la bufanda. Era roja, y débiles huellas de dedos manchados de sangre se apreciaba en la tela.

Pero era roja.

El hilo… rojo…

Mikasa recordó a su madre. Recordó sus historias, recordó los hilos invisibles que la unían a sus padres.

Que la unían a las personas que amaba.

Y ahora, tenía una prueba tangible, una prueba que la abrigaba y la cobijaría en las difíciles noches que habría de atravesar…

Un hilo rojo que la uniría a Eren para siempre.

Y así debiese dar la vida por él, ella se aseguraría de que Eren viviese.

Sin embargo, Eren no sabía de su resolución: estaba muy ocupado en tomar de vuelta la daga entre sus manos y esconderse tras la puerta. Indicó a Mikasa que se colocase detrás de sí, mas ya era tarde: frente a ella, se hallaba el asesino de sus padres.

La chiquilla enfocó la vista en sus manos ―porque no deseaba, bajo ninguna circunstancia, ver de vuelta aquella inexpresiva mirada―; estas ya no tenían sangre.

Era así de simple: se había ensuciado, y se había limpiado. Como si el líquido no hubiese estado cálido anteriormente, como si no hubiese constituido el rubor en el rostro de su madre cuando esta se molestaba, o recorriese por las largas venas que palpaba cuando su padre la cobijaba.

Una vez más, no obstante, ella se aferró al mundo que había creado en su mente: había algo, algo que debía recordar, y era vital para su supervivencia, así como la de Eren…


Rivaille observó al cuerpo tirado sobre las podridas tablas de madera. Lo siguiente fue fijarse en la pequeña cuyo rostro se escondía tras largos mechones negros. Se preguntó si le tendría miedo, pero, por alguna razón, no distinguía nada en ella.

Era como si se hubiese encerrado en sí misma. Y Rivaille sabía muy bien cómo se sentía eso.

Avanzó hacia ella. Apenas hubo dado dos pasos, cuando el chiquillo que se había ocultado tras la puerta cargó contra él: con un ágil movimiento capturó su muñeca, y lo obligó a soltar su arma; esta produjo un ruido sordo al golpear la madera.

―Ah, mocoso ―fue todo lo que dijo antes de levantar la pierna y romperle la nariz con un golpe que lo envió gimiendo al suelo.

En aquel instante, los ojos de Rivaille fueron al trozo de tela que destacaba en el pecho del niño.

Una estrella de seis puntas.


«Mikasa, eres delicada y bella como una flor. Y debes ser una flor en tus maneras, en tu hablar, en tu andar. Porque eres una flor».

Aquella patada la despertó. Si la hubiese recibido ella, se habría mantenido estática. Pero ¿Eren?

Eren.

Eren.

¡Eren!

Porque aun cuando era delicada y bella como una flor, una flor en sus maneras, en su hablar y su andar, había una característica de las flores que ella se negaba a tomar como suya…

No seré pisoteada.

No. Las flores eran pisoteadas y olvidadas. Ella no. Ella necesitaba a Eren, para que la recordase. Porque si perdía a Eren, perdería todo: perdería su propia identidad, y, de vivir, no sería nadie más que la hija de una pareja que alguna vez intentó salvar a una familia de judíos.

Y ella era Mikasa Ackerman, la valiente hija de los Ackerman, la niña cuyo destino estaría por siempre unido al de Eren Jäger.

Se arrojó al suelo, y tomó la daga. No tardó ni un segundo en embestir contra aquel monstruo que le había arrebatado todo, y ahora deseaba igualmente cobrarse la vida de su mejor amigo.


Por supuesto que la sintió venir. Giró, decidido a esquivar el ataque.

Pero ¡¿qué…?!

No pudo ocultar la mirada sorprendida que había echado por la borda su fachada de desinterés: la niña había anticipado su reacción, y había logrado trazar con acero un camino en su espalda.

Eso, sin embargo, no basta, se dijo mientras la tomaba de la muñeca al igual que hiciese con su amigo y le arrancaba el puñal; esta vez, se cercioró de patearlo debajo de la cama.

―Ngh…

Rivaille fijó la vista en el niño que aún se retorcía en el suelo. Era evidente que intentaba levantarse y seguir dando pelea, mas la determinación a ciegas no bastaba.

Esta mocosa, no obstante…

Buscó su mirada, porque no se permitiría olvidar a su dueña.

Aunque Rivaille estaba seguro de que antes moriría que olvidar aquel par de gemas plateadas.


Rabia. Enojo. Odio puro. Y dolor, dolor porque el asesino sostenía la mano donde llevaba la herida aún abierta que simbolizaba su pasado y sus raíces. Y quemaba, quemaba con el dolor de la rabia, y el enojo, y el odio. Porque aquel hombre no tenía derecho, no era digno de rozar con sus dedos la marca que la unía a su madre.

Y fue entonces cuando, por alguna razón, la mirada del asesino halló la de Mikasa.

Y fue entonces cuando, por alguna razón, Mikasa recordó lo que había creído olvidar. Porque recordó la estrella en el pecho de Eren, y recordó…

Recordó…

«Una estrella en el pecho, y ojos verdes, Mikasa. Un verde como un bosque… Pero vacíos. Vacíos, excepto por el miedo que habitaba en el fondo».

«Ojos verdes, Mikasa».

Verdes.

Verdes. Nada parecido a ese negro noche que la miraba sin culpa ni remordimiento.

Nada parecido a ese negro noche que Mikasa decidió en aquel preciso instante que perseguiría hasta el último día de su vida.

―Te odio.

Su voz era monótona. Pero la rabia, la furia, el virulento odio que habitaba en su corazón debía transmitirle por completo lo que sentía.


―Suelta a… Mikasa…

Rivaille hubo de hacer un esfuerzo enorme para apartar la vista y fijarla en el niño que se retorcía a sus pies.

Mikasa.

Así que aquel era su nombre.

―Mocosa. Tu apellido.

Ella no respondió. Su mirada fría había retornado. Así que él bajó el rostro hasta su altura, y, tras atrapar su muñeca detrás de su espalda, se aseguró de pronunciar cada palabra de una forma lenta y firme:

Si sabes lo que te conviene, me lo dirás.

No contaba con que la niña aún tenía una mano libre, y la utilizó para propinarle a su rostro una sonora bofetada.

M-Mikasa… ―el mocoso no parecía capaz de creer lo que veía.

Rivaille tampoco,

―Mocoso ―habló al fin, decidido ahora a ignorar a la niña―, espera hasta la mañana, y luego márchate. No intentes salir ahora, porque solo conseguirás que te maten.

Rivaille mentiría si dijese que no experimentó cierta satisfacción ante la mirada desconcertada de ambos niños.

Se puso de pie, y tiró de la pequeña.

―Y tú, Mikasa, vendrás conmigo.

Ella no luchó. Posiblemente porque asumió que la libertad de su amigo iba a cambio de la suya.

―¡Mikasa…!

―Eren ―el estoicismo que suavizaba a la vez que endurecía su rostro favorecía de igual forma a su voz―, no mueras. Por favor.

Grandes palabras para una mocosa, pensó Rivaille mientras la arrastraba escaleras abajo.

Pero pensaba en más cosas que en sus meras palabras: aquella niña había actuado de manera impulsiva, y aun así, había hallado la forma de llegar hasta él e infligirle una herida.

Una escuálida niña había hecho en un ataque de furia lo que cientos de soldados habían soñado con lograr tras años de entrenamiento.

Era, en definitiva, lo que él había estado buscando: el monstruo perfecto, el espécimen ideal para ser despojado de su humanidad y ser convertido en un arma.

En aquella fatídica noche del nueve de noviembre de 1938, el soldado más fuerte del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, Rivaille, había encontrado a su igual, de cuya muñeca tiraba y obligaba a caminar entre despojos de sus seres queridos hacia el exterior de un hogar que ya no era su hogar, a una calle, a un mundo que solo albergaba crueldad para ella.

―Mocosa ―le dijo una vez que ambos se hallaron fuera de la casa; él no la miró, y si lo hubiese hecho, habría advertido que ella no había movido un solo músculo, ni siquiera para girar el rostro y ver a sus padres por última vez―, soy el Oberscharführer Rivaille de la Sturmabteilung. Y a partir de ahora, dependerás de mí.

No obtuvo respuesta verbal ni física. Y tan seguro como estuvo Rivaille de que había hallado a su igual, estuvo de seguro de una cosa más mientras clavaba la mirada de soslayo en la menuda pequeña a su lado.

Ella… será quien me mate.

Porque no había otro destino posible para alguien que había derramado tanta sangre como él, y para alguien tan dañada como ella.


Bueh, si leyeron hasta acá, GRACIAS. Sé que es fuerte, porque ¿cómo se va a enamorar Mikasa de Rivaille así? ¿VERDAD? Pero pasará, PASARÁ.