DISCLAIMER: Yuri! On Ice, así como todos sus personajes, son propiedad de Studio MAPPA y sus creadoras (Kubo Mitsuro, Sayo Yamamoto).
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AVISOS: Uso de "What if…?", algunos papeles invertidos, inclusión de OC's, ¿OoC?, insinuaciones de yaoi (?) xD
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NOTA DE AUTOR: Ok, este es el primer fic que hago con una pareja de la que me he enamorado y me ha llegado de formas en las que ninguna otra lo ha hecho. Yo no era muy fan del yaoi, pero el Victuri (o Victuuri, Vikturi, Viktuuri, como mejor gusten llamarlo jaja), con su nueva visión del amor puro y sincero que se da entre dos personas sin importar su sexo, ha revolucionado todo en mí. Ahora puedo decir que defiendo y defenderé a capa y espada a estos dos hermosos personajes, así como todo el amor que se tienen. Las personalidades son ligeramente distintas (creo) debido a la situación, pues ninguno es con exactitud ni viene de lo que todos vimos durante el transcurso del anime, pero pese a ello intenté acercarme lo más posible al cannon. No me queda más que cruzar los dedos y desear que disfruten esta historia tanto como yo.
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VICTOR ON ICE
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Tenía doscientos rublos en el bolsillo derecho del pantalón, unas pocas mudadas de ropa para invierno, una casa demasiado silenciosa como para que yo durmiese dentro de ella y miles de sueños atesorados bajo gruesas capas de hielo cuando él me encontró. Si me siento a recordarlo, todavía me parece una fantasía de niño convertida en sueño. La historia acerca de cómo conocí al amor de mi vida al salir de los baños durante la Copa Rostelecom es un poco larga y bizarra. Era muy joven todavía, lo suficiente como para resentir las exigencias de un mundo inhumano y bastante cruel, pero a mis cortos veintidós años, diez meses y ocho días, ya había vivido muchas cosas.
—¡Suélteme! ¡Le digo que me suelte!
El brazo del guardia se afianzaba a mi cuello mientras me levantaba del suelo para impedirme avanzar. El arco del codo se me clavaba en la garganta, como si fuese una bufanda gruesa y con mucho pelo. No podía respirar. Me empujaba la barbilla hacia arriba lo más que podía mientras con la mano libre trataba de inmovilizarme por completo; por suerte, no se le ocurrió jalarme del pelo. Mis pies pataleaban en el aire y, mientras bailaba conmigo en brazos, sosteniéndome como a un muñeco, de un momento a otro subió la mano en un descuidado intento de afianzar mi cintura y sacarme de una vez. Entonces le mordí.
Lo sé, muy inteligente, pero si hubiese podido pensar en algo mejor créeme que lo habría hecho. Me golpeé estrepitosamente contra el suelo y a rastras conseguí escaparme y echar a correr. Escuché sus gritos a mi espalda indicando que me detuviera, pero estos iban quedando cada vez más atrás. Ese grandulón no podría detenerme, y nadie lo haría; tenía muchas cosas que decirle, muchas más de las que podía pensar.
Serpenteé por un pasillo iluminado y por otro durante un par de minutos, sin éxito de búsqueda. Mi ritmo cardíaco ya se estaba sosegando y eso era muy malo, porque de ese modo no sería capaz de mantener mi furia latente por más tiempo. En el camino empujé a patinadores, entrenadores y demás personal del evento sin detenerme a disculparme, desesperado por encontrarle. ¿En dónde demonios podía haberse metido?
—Ese cuádruple flip tuyo fue alucinante.
—¿Eso crees?
—No solo soy yo. Los comentaristas no dejaban de aplaudirlo.
Una risa, un leve sonido de modestia que me era más familiar que mi propia piel resonó de pronto. Me detuve en seco y giré hacia la derecha. Las voces se escuchaban cercanas, y yo de alguna forma sabía que era él.
—Siempre exageran conmigo.
—No es verdad. Fue perfecto, como siempre —dijo una tercera voz que se unía a la charla, opacada a medias por el sonido del agua corriendo.
Ahí estaba, cerrando la puerta del baño junto a Christophe Giacometti y Michele Crispino. Reía, ruborizado por los halagos que le dirigían sus compañeros, dejando escapar aquellas difusas visiones de inseguridad que en algún momento habían rondado su persona. Él tenía el rostro más dulce que yo había visto en toda mi vida y, sin embargo, en aquel momento su sonrisa no consiguió provocar nada en mí.
Lo siguiente que ocurrió no se lo esperaba. A decir verdad, yo tampoco.
—¡Katsuki-kun!
No tengo muy claro cómo pasó. Lo único que sé es que de pronto me vi rodeado de nueva cuenta por guardias que me sostenían de los brazos con más rudeza y que Yuri Katsuki, el patinador estrella del evento (y de todo el mundo, en realidad) estaba en el suelo, con el labio roto y un hilillo de sangre serpenteando por su barbilla. Los nudillos me ardían y, por un instante, la adrenalina se esfumó y no fui capaz de creerlo. ¿Era yo quien le había golpeado?
Sus ojos color chocolate me enfocaron desde abajo. Estaba tan desconcertado como yo, y no parecía conocer la razón por la que me encontraba ahí, agrediéndole de esa manera. Eso me enfureció.
—Tú… —hablé, pero mi voz emergió gastada y poco clara—. ¡Tú…!
—Sáquenlo de aquí —indicó Chris mientras ayudaba al japonés a levantarse—. Vamos, Yuri, hay que limpiarte para la premiación.
Yuri seguía en shock, demasiado consternado como para retirar la mirada. Así como estaba, se asemejaba a un cachorrito que había sido castigado sin razón. Eso no ayudaba. Me revolví en los brazos de aquellos hombres mientras me sacaban a rastras del pasillo. Yo no era una persona violenta, pues me disgustaba sentirme dominado por sentimientos de esa naturaleza, pero en ese momento la frustración me sobrepasaba y no podía controlarme.
—¡Tú…! —grité, señalándole. No era capaz de contenerme. Las palabras salían a borbotones de mis labios—. ¡Tú robaste mi programa!
El japonés abrió más los ojos, sin emitir palabra. Uno de los guardias me jaló hacia atrás, tomando mi cabello, y la liga que lo sostenía se rompió entre sus dedos, liberando los largos mechones sobre mi cara y opacando mi visión.
—¡Ladrón! —Esta vez, el grito se transformó en un vergonzoso sollozo en mi garganta. Estaba perdiendo mi valiosa dignidad en esa lucha sin sentido—. ¡Yo te admiraba! ¡Yo te admiraba!
Lo último que vislumbré de él antes de ser echado fueron aquellos ojos de color indescriptible siendo consumidos por una gran mezcla de emociones que se contradecían unas a otras.
Pero bien, me estoy adelantando demasiado. Todo aquel embrollo tenía un porqué, uno que ni siquiera yo conocía, y que sin querer me condujo por caminos que ni en mis mejores sueños fui capaz de contemplar.
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PRIMERA PARTE
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El invierno más frío
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Diciembre, 2014.
Diciembre, el mes más helado en Rusia… y también el más ajetreado. Era en aquellos días donde podías congelar tu trasero y venderlo por el precio más barato del mercado, todo el mismo día, y no, no era un chiste.
—¡Ok! ¡Los veo mañana!
—¡Vitya!
Me llamó por aquel apodo que casi no pronunciaba. Es algo bastante extraño, pero mientras más creces resulta cada vez más tangible. Con el paso del tiempo, uno aprende muchas cosas, incluso aunque no lo crea. Con veintiún años, y después de haber pasado más de la mitad de ellos a su lado, cada ligero cambio en el tono de voz de Yakov tenía un significado distinto para mí.
—¿Qué pasa?
Giré para mirarle, colocando una mano sobre la puerta. Yakov me observó con su eterna cara de pocos amigos sin abrir la boca, como si esa expresión pudiese transmitir todo lo que él quería decir. Ese era uno de sus grandes fallos. Yakov parecía ignorar el hecho de que aquella cara no favorecía mucho a su negocio, una cafetería de segunda clase ubicada en las inmediaciones del centro de San Petersburgo, y yo estaba seguro de que de no ser porque era de las únicas que siempre mantenían el café caliente antes de servirlo y que diariamente contaba con mi encantadora presencia para atender a sus clientes, aquel lugar ya se habría hundido en las profundidades del lago congelado más grande de toda Rusia.
—Participa —dijo, desbordando la sombra de una orden y una huella de sinceridad en la palabra.
Parpadeé sin comprender, y después de varios minutos esperando una explicación que no llegó, tuve que preguntar.
—¿Participar en qué?
—¿De verdad no te has enterado?
Negué con la cabeza de forma inocente, acomodando los mechones de pelo que escapaban de mi coleta. Yakov refunfuñó algo en voz baja y extendió una mano para tomar el control remoto de la televisión que se alzaba sobre una lejana pared. El fondo negro se iluminó y, después de medio segundo de interferencia, los narradores del canal de deportes que había estado mirando aquella tarde comenzaron a dialogar entre ellos sobre la final de las nacionales para mujeres.
—Son las nacionales, ¿qué hay con ellas? —pregunté. Estaba desesperado por irme ya y darme una ducha para sacudirme de encima el olor a granos de café.
—Espera —indicó, señalando con la cabeza para que mirara—. Ya van a comerciales.
El logo de la ISU relumbró, seguido de varios spots de los mejores competidores del país. Entonces apareció. La pantalla se volvió completamente blanca, seguida de una música hecha con instrumentos de viento que me provocó un leve cosquilleo; en el centro comenzó a dibujarse con tiza un árbol muy raro que mecía sus ramas ante la brisa invisible, provocando que los pétalos de sus flores emprendieran el vuelo. La toma cambió y una mano delicada recogió un pétalo entre sus dedos, acercándolo a la boca y la nariz instantes después. Tuve que contener un grito de emoción cuando reconocí el dueño de aquel rostro. Yakov puso los ojos en blanco.
Era Yuri Katsuki, una leyenda del patinaje y campeón de su país. Estaba vestido de los pies a la cabeza con un elegante kimono azul que encajaba a la perfección con su tono de piel y, aunque permaneció en el mismo lugar, cada movimiento, por más sutil que fuese, le hacía parecer la persona más hermosa sobre la tierra.
Y lo era.
Las letras japonesas aparecieron a su lado y él habló con tranquilidad un par de frases en su idioma, evitando mirar directamente a la cámara. No comprendí una sola palabra, pero escuchar su voz era suficiente para emocionarme e hipnotizarme, incitándome a no apartar la vista. Luego cambiaron al inglés.
—La mitad de la temporada —hablaba una voz femenina, alguna japonesa dominante del idioma universal—, y el sol de Japón, Katsuki Yuri, se prepara para el Campeonato Mundial.
Imágenes al azar de Katsuki atándose los patines, haciendo saltos y piruetas en la pista con su traje de entrenamiento negro que tan bien le amoldaba y hablando con sus entrenadores, Celestino Cialdini y Minako Okukawa. Pronto apareció, sin embargo, una tercera mujer en la escena.
—Un nuevo miembro se une al equipo del campeón olímpico —anunció la presentadora mientras mostraban una filmación del patinador haciendo una reverencia a una mujer joven y rubia, la misma de antes, que torpemente le devolvía el gesto. La toma volvió a cambiar, esta vez a una entrevista.
—Estamos preparados para ganar —decía la mujer, cuyo nombre anunciado en la parte inferior de la pantalla aparecía como Leiko… Leiko y algo. Estaba sentada en un pequeño sillón, con las piernas juntas y mirando con sobrada confianza al hombre que tenía enfrente—. Junto a Minako-senpai, me aseguraré de que cada una de las rutinas de Katsuki-san en la próxima temporada seduzcan a todo su público, así que espérenlo, por favor.
—Contamos con ello —le respondía el japonés que entrevistaba—. Por otro lado, con motivo de su integración, Leiko-san ha organizado un evento especial sin precedentes —continuó—. ¿Podría darnos más detalles?
Leiko volvía a tomar el protagonismo del anuncio. Se acomodó mejor en su asiento, esbozando una sonrisa familiar que yo solía utilizar, la clásica sonrisa de "te doy y me das", y entonces me quedó completamente claro que no pertenecía al círculo de personas que rodeaban a Yuri Katsuki. Todos los de su equipo de trabajo eran personas humildes, agradables, honestas y sin presunciones, y no es que yo fuera un acosador que lo supiera todo sobre él y viera cada entrevista, pero para cualquiera debía ser evidente; ella era una total extranjera. Sus ojos azules resplandecían.
—Si eres fan de Katsuki-san, esto te interesa.
—Anda, ¿ves? Te interesa —dijo Yakov a mi espalda.
—¡Shh! ¡Silencio! —le callé.
—Katsuki-san aprecia la belleza en el hielo más que a cualquier cosa. ¿Estarías dispuesto a mostrar tu talento y ser elegido exclusivamente por él? —dijo y sonrió. Parecía una vendedora de productos de belleza—. Si es así, entonces, ¿qué esperas? Lo único que tienes que hacer es grabar un video de ti mostrando tus habilidades en el patinaje y subirlo a una plataforma virtual, enviando un e-mail con el enlace al correo electrónico que aparece en pantalla y de esa forma estarás participando para disfrutar de un día completo con la estrella más brillante de Japón, realizando un recorrido turístico por Hasetsu, su ciudad natal, además de una sesión privada de patinaje con Katsuki-san en el Ice Castle.
—¡Oh! Creo que yo participaré —bromeó el entrevistador—. Si me caigo, ¿tengo posibilidad de ser elegido?
Ella rio.
—Por supuesto.
Leiko sonrió una última vez y su cara fue borrada por el sello oficial de la asociación japonesa de patinaje antes de ceder paso una última vez a mi ídolo que, luciendo como si aquello le costara un poco y se armara de valor, miró directamente a la cámara, endulzando sus ojos rasgados.
—See you next time —dijo en un inglés bastante fluido que no dejaba escapar su acento japonés.
La pantalla se volvió negra, y yo me quedé en blanco. Parpadeé, sin dejar de mirar hacia el mismo punto.
—Llevan transmitiéndolo en cada comercial desde ayer —comentó Yakov, rompiendo el silencio—. ¿Cómo es que no lo viste?
—Es que ignoro los comerciales —admití con una sonrisa culpable—. La mayoría son aburridos y por eso no los veo.
—Bueno, ya lo viste. Tienes que participar.
—Yo…
Mi cabeza todavía no terminaba de procesarlo. ¿Un concurso de patinaje? Resultaba muy tentador, no podía negarlo. Había aprendido a patinar desde que tenía cinco años durante las largas expediciones de invierno en el bosque con mi padre. Lo hice con regularidad en la pista del lago hasta después de su muerte, a pesar de la nostalgia a la que me exponía, y habría continuado con ello de no haber sido por el "mal incidente". El hecho que acabó con todos mis permisos, pese a que yo juraba y aseguraba a mi madre que era seguro y que el hielo jamás volvería a romperse debajo de mí. Ella se negó, y solo cuando llegué a ser adulto dejé de reprocharle. Pese a todo, pese a haberlo dejado y no ser precisamente una eminencia, algo dentro de mí, la propia confianza en mi capacidad, me decía que si lo intentaba quizá tenía una oportunidad. Sin embargo, no dejaba de ser muy extraño, y demasiado repentino.
—¿Por qué habrán hecho esto? —me pregunté en voz alta.
—¿Para ganar más fama, tal vez?
Negué con la cabeza, pensativo. Yakov obviaba demasiado las cosas. No podía tratarse de aquello. Me costaba creerlo. Había estado tan ensimismado con la figura deslumbrante de Yuri que cualquier otra cosa que no fuese él me había pasado por alto, y ahora que lo analizaba encontraba los huecos del asunto. Pero eso no era todo. Algo despertaba en mí un sentimiento de incomodidad que me era ajeno. Se veía demasiado perfecto, demasiado irreal. Se veía…
Falso.
¡Por supuesto! El rostro de Yuri en la última toma decía mucho. Él también estaba incómodo con todo ello, pero al ser un deportista patrocinado de talla mundial, se veía en la desventaja de acatar lo que indicaran.
—No lo necesita. Yuri puede conseguir fama sin necesidad de hacer esto.
Yakov permaneció imperturbable, moviendo solamente la comisura de sus labios, y se dirigió al mostrador, pensativo.
—Ha de ser cosa de ella —concluyó con voz fría—. Aun así, es tu oportunidad. Ese concurso es tuyo, Vitya, lo sabes. Yuri te elegirá en cuanto te vea.
Yakov jamás me había visto patinar, no que yo recordara. Lo único que él sabía era lo que le habían contado, nada más. ¿Cómo podía estar tan seguro? Bajé la cabeza, intentando ocultar la sonrisa falsa que le daría a Yakov el golpe de decepción que incluso él sabía que vendría.
—Gracias, pero no creo poder hacerlo.
Yakov insistió.
—Puedes, y lo harás.
—No sé.
—Es una orden.
Eso me sorprendió. Hablaba con seriedad, como si se tratase de un asunto de vital importancia, como la tercera guerra mundial o algo parecido. Me llevé la mano al pecho de forma teatral y sonreí con tristeza.
—Lo siento, Yakov —murmuré, como si fuese a llorar—. Lamento no poder obedecerte esta vez.
Él explotó, tal y como sabía que lo haría, y el eco de su voz me persiguió entre la nieve cuando abrí la puerta de la entrada y salí corriendo hacia el frío vespertino.
—¡No puedes decir eso si nunca me has obedecido!
El helado viento avivaba el color de mis mejillas mientras reía por el camino. Yakov era una persona peculiar, y aunque mi debilidad fuese hacerlo enfadar, en el fondo apreciaba los pequeños detalles que él tenía hacia mí. No le contaba todo, pero definitivamente, si en alguien podía confiar, ese era él.
Antes de volver a casa debía encargarme de algunos asuntos extra. Con las propinas del día debía comprar algo de leña para encender la chimenea durante la noche y evitar morir congelado, así que me dirigí con rapidez a la casa de un leñador, conocido de mi padre. En realidad no era complicado hacer eso; lo difícil en verdad llegaba cuando había que cargar todo el montón.
Al atravesar una de las últimas avenidas densamente pobladas, no pude evitar mirar. La pista de hielo en el lago, cruzando al otro lado, estaba inusualmente vacía. Era común que al atardecer el bullicio disminuyera, pero no recordaba un año en el que hubiese muerto de aquella forma. Incluso el hombre que realizaba los cobros en la caseta y brindaba los patines estaba apagado, sentado en un banquillo y procurando no morderse la lengua con los temblores de su cuerpo. Cuando me vio en la distancia, parpadeó y alzó una mano.
—¡Oye, Víctor!
Me conocía, por supuesto, y yo lo conocía más de lo que deseaba; había perdido el control de sí mismo, se había emborrachado durante las celebraciones de año nuevo hace años y se había desnudado, mostrándose frente a todos tal y como había venido al mundo antes de sufrir un choque de hipotermia. La gente, bastante decorosa, había sido considerada y el asunto estaba "olvidado"; sin embargo, yo aún lamentaba no haber tenido en la mano algo para sacarle una foto.
Me costó llegar hasta él. Avanzó sobre la nieve hasta encontrarse conmigo a medio camino. Tenía los labios morados y las pestañas cubiertas de escarcha.
—¿Qué tal está el hielo? —pregunté deteniéndome a un par de metros de la barandilla de seguridad. Él se acercó y me abrazó, aplastándome. Tuve que contenerme para no intentar zafarme.
—Más frío que el corazón de mi esposa —gruñó—. Lo revisamos ayer. Se ha congelado más que de costumbre. ¿No te estás muriendo de frío? —preguntó, observándome y palpando mi abrigo. Era más ligero que el suyo.
—No —admití—. No mucho.
—Mmm… —murmuró, reflexivo—. Sí, parece que Rusia jamás te detiene, Nikiforov —dijo, sonriéndome, pero pronto su rostro se tensó—. Después de todo, ya has soportado fríos peores, ¿no es así? —No respondí. Él retrocedió—. Oye, ¿podrías hacerme un favor?
—¿Favor?
—Necesito que cuides el lugar por unos minutos para que pueda ir a tomar algo caliente. Siento que ya se me congeló hasta el…
—¿Y por qué no cierras ya? No creo que alguien salga a patinar a esta hora, con este clima.
—El jefe quiere que completemos el turno hasta las siete. No puedo irme aún. ¿Podrías cuidar por mí?
Hacer lo que me pedía iba a retrasarme bastante, pero se veía tan mal que no pude negarme. Dejé la leña a un lado y me senté en su banquillo, contemplando la sólida superficie blanca del lago. Había dicho que el hielo estaba más grueso de lo normal. Le creía; ellos revisaban constantemente la pista, lo habían hecho durante años, por lo que era bastante seguro para la gente, en teoría. Un suspiro escapó de mis labios. ¿Cuándo había sido la última vez que había patinado? ¿Cinco años? ¿Más? Ya no lo recordaba con exactitud. Miré a mi alrededor. Las calles estaban vacías y no había nadie sospechoso. ¿Podía ser…?
Solo por un momento.
Me acerqué al estante, buscando un par que fuera de mi talla para después calzármelos y salir a la pista. Cuando toqué la superficie helada, un suspiro escapó de mis labios. Algo en la sensación bajo mis pies me reconfortaba. Una ilusión de libertad, de que podía volar si tomaba la velocidad necesaria; tenía tanto tiempo sin experimentarla. Me dirigí al centro de la pista, deslizándome con una sola pierna y después con la otra, probando mi equilibrio intacto, intentando rememorar aquella danza que había aprendido durante los lejanos días de escuela. ¿Cómo era? Sí, ya lo recordaba. Era un movimiento alternado de brazos, piernas y cadera que se mezclaban con la elegancia de las bailarinas del ballet ruso. Mis pies se movieron por cuenta propia, arrastrándome al baile. Cerré los ojos, dejándome llevar, recorriendo mi infancia en imágenes y sentimientos de olvido hacia aquel niño que pensaba que el mundo era perfecto, tan perfecto que solo bastaba con desear para que algo pudiese hacerse realidad. Qué inocencia.
Entonces, con toda la intención, lo evoqué a él, y un derroche de sensualidad me invadió en cuanto lo visualicé frente a mí. Yuri Katsuki, Katsuki-san, Katsuki-kun, Yuri-chan, Yuri… Las personas pronunciaban aquel nombre sin contemplaciones, y casi parecía gastado por el uso, pero a mí seguía encantándome. Yuri no se parecía en nada a ningún patinador que hubiese visto antes. Tenía casi veintiséis años, y aún guardaba en su rostro los vestigios de una inocencia que inducían a la tentación de corromperlo. Nunca había escándalos a su alrededor, no había nada por lo que pudieran apuntarle con el dedo; su carácter era tranquilo y apacible, algo tímido en ocasiones, y él era hermoso, al igual que esos árboles rosados que cada primavera tenían la gracia de florecer para él. Yuri detestaba las excentricidades, y era precisamente eso lo que, irónicamente, lo volvía más excéntrico en ese mundo que ya era suyo. ¿Cómo se sentiría ser observado por él? La piel se me erizaba con solo pensarlo. Un ser irrefrenable dentro de mí, uno cimentado en instintos que pocas veces afloraban, deseaba muchas cosas. Ansiaba poder tocarlo, seducirlo, obligarlo a mirarme y que sus ojos jamás se apartaran. Con mi aspecto casi femenino, aunque sea solo un poco… ¿le gustaría?
¡Para ya, Víctor!
Cuando me detuve, mi respiración estaba acelerada y, pese al frío, sentía el cuerpo caliente. Casi me reí. Qué deplorable, Víctor. Eres un pervertido.
—Sí, seguro eso pensaría de mí —dije en voz baja.
Miré a la distancia, repasando las líneas marcadas en el hielo que los patines habían dejado hasta que mi vista se fijó en una oscura figura que a pocos metros se apoyaba sobre los barandales de la pista. Parecía un hombre. Mi corazón comenzó a latir con fuerza. ¿Acaso… lo había invocado? No podía ser cierto. Mi mente voló entre nubes rosadas y arcoíris hasta que caí en la cuenta del largo mechón de cabello claro que se escapaba del gorro del abrigo. La persona ni siquiera estaba mirándome. Tenía un cuaderno pequeño que sostenía con las manos enguantadas, y parecía dibujar algo sobre él. Me solté el pelo, ocultando el rostro y el repentino rubor que lo había invadido.
—El paisaje de Rusia es muy hermoso, ¿verdad?
Transcurrieron un par de minutos antes de que me diera cuenta de que me hablaba a mí.
—Ah… sí…
—Me inspira —dijo ella, alzando la cabeza y respirando a profundidad. Se quedó en silencio y, falto de simpatía en ese momento, yo no tenía nada que decirle, pero cuando di por terminada la conversación y me disponía a marcharme, me habló de nuevo—. ¿Cómo te llamas?
—¿Disculpe?
—Patinas bien. Tengo curiosidad.
El buen juicio incitaría a abandonar aquel lugar de inmediato y sin hacer caso, pero a veces el mío parecía estar de vacaciones.
—Víctor.
Ella repitió mi nombre, paladeándolo cuidadosamente. Asintió, y no esperé a que respondiera. Me di la vuelta y me deslicé hacia la caseta para guardar los patines. Por suerte, el encargado apareció minutos después, por lo que pude irme con rapidez. Una vez en el camino, cuando curiosamente volví la mirada hacia atrás, ella ya no estaba. Ahora que no me encontraba sobre el hielo, el frío comenzaba a calar en mis huesos, haciéndome temblar. Tenía que apresurarme.
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oOoOoOo
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—¡Estoy de vuelta! ¡Mamá!
—¡Vitya!
Su voz resonó en la habitación contigua. Ella llegó hasta mí justo en el instante en que cerraba la puerta. Mis zapatos estaban cubiertos de nieve y la chimenea estaba apagada. Mi madre se me acercó y me palpó con sus manos frágiles sin enguantar. Estaba helada.
—Vitya, creí que te había pasado algo. Estabas tardando.
—¡Estoy perfectamente! —anuncié con una sonrisa, besando su mejilla mientras tomaba sus manos entre las mías y depositaba un beso sobre ellas también—. Toma —dije, pasándole mis guantes—. Te estás congelando.
Tardé un par de minutos en encender el fuego, pero en cuanto saltaron las primeras chispas, la casa se iluminó. Vivíamos en las lejanías de la ciudad, y aunque la calefacción era un lujo que todavía no podía regalarle a mi madre, lo cierto es que siempre procuraba mantener todo el hogar caliente para ella.
—Venga, Vitya —me llamó cuando todavía seguía de rodillas junto al fuego—. Vamos a comer.
Ella era una de las más grandes bendiciones que yo tenía. Se acercaba a los cincuenta, y aunque todavía era una mujer fuerte, yo no estaba dispuesto a dejarla. Si la veías a mi lado, difícilmente pensarías que era mi madre, a menos que pusieras mucha atención. Su piel era pálida, blanca como la nieve, pero el pelo era negro, sin canas pese a la vejez, una rareza que nunca pasó desapercibida; una rareza que solo mi padre logró conquistar.
—¡Vkusno! —murmuré, apresurándome a devorar lo que había preparado. Su comida era la más deliciosa en todo el planeta.
—Despacio —me regañó.
—¡Esto es lo que come Dios!
Su risa llenó la estancia. Recargó su rostro sobre sus manos y pasó el resto del tiempo observándome comer. Casi no había tocado su plato. Tenía una mirada sumamente delicada, y la profundidad de sus ojos claros todavía daba indicios de lo hermosa que había sido cuando era joven. Yo había heredado todo el rostro de mi padre, incluso el tono del cabello, pero los ojos… los ojos eran los suyos.
—¿Tu rutina salió bien? —preguntó de pronto, y yo me quedé petrificado.
—¿Pero qué dices…?
—Soy tu madre —explicó, como si esa razón fuese un decreto divino—. Yo lo sé todo.
Sonreí con inocencia, pero no cayó. Normalmente la sonrisa y los ojos de cachorro solían ablandarla si hacía algo malo, pero claro, era más efectivo cuando todavía era un niño. No tenía otra opción. Le conté todo, desde el comercial que Yakov me había mostrado, hasta mi reencuentro con el hielo. Esperó pacientemente, en silencio.
—Eso es todo —concluí—. No pretendía…
—¿Y no vas a intentarlo?
Eso no lo esperaba. Estaba seria, y en su rostro no había rastro de broma.
—¿De qué estás hablando? Por supuesto que no puedo.
—¿Por qué no?
No tenía una respuesta, no una que la dejara satisfecha. Ella cerró los ojos y suspiró.
—Vitya —Me tocó la mano, calentando mi piel con su roce—. Yo sabía que era solo cuestión de tiempo —confesó. Su voz destilaba intensidad—. Siempre lo supe. Siempre supe que tú pertenecías al hielo, y que no importaba todo lo que yo hiciera para aplazarlo, el hielo al final conseguiría traerte de vuelta. Tu padre también lo sabía.
Me levanté en un impulso, intentando no parecer brusco. No sabía hacia dónde mirar. Era la primera vez en mucho tiempo que me sentía tan pequeño, tan perdido.
—Feliz cumpleaños, Vitya.
Clavé mis ojos en ella. Su comportamiento se había tornado muy extraño, como si estuviera perdiendo sus percepciones de la realidad. El año anterior, justo en esas fechas, había dicho lo mismo, sorprendiéndome y haciéndome creer que me había olvidado de mi propio cumpleaños.
—Mamá, no es mi cumpleaños.
—Lo sé, hijo, lo sé —suspiró—. Solo quería decirlo.
Levanté el plato de la mesa, limpiándome las comisuras de los labios. Ninguno dijo nada más. El frío comenzaba a colarse en el interior de la casa y la incomodidad estaba matándome, por lo que apenas había dado media vuelta para salir y darme un respiro cuando me habló.
—Si decides no intentarlo, no cuestionaré tu decisión —declaró. Le daba la espalda y no podía verla—. Pero creo sinceramente que, de haberlo intentado... tú habrías ganado…
—Mamá… Nosotros no celebramos los cumpleaños antes de la fecha, lo sabes.
Estaba intentando desviar el tema y se dio cuenta, pero respondió a mi comentario.
—¿Tiene algo de malo? Además… —se detuvo, como si estuviera buscando el valor para continuar—… nunca tengo la certeza de si podré llegar viva al día de tu cumpleaños. Concédeme eso, al menos.
Los labios me temblaron y, de pronto, los contornos de todo lo que tenía enfrente se desdibujaron, producto de las lágrimas que habían acudido a mis ojos.
—Mamá…
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Primera entrega. ¡Tenemos una suegra Nikiforov! Espero que la hayan disfrutado. No tenía intenciones de publicarlo aún pero de algún modo también me desesperaba al no hacerlo jaja. Ya sé que la historia es medio rara pero de verdad no podía cortarme escribiendo esto uwu. No actualizaré muy pronto, pese a que la mitad del fic ya está escrito, pues temo quedarme a medias (como me suele pasar mucho ewe) y definitivamente no quiero abandonarlo. Quizá suba el capítulo dos, eso depende, pero en cuanto esté todo terminado, comenzaré a subir poco a poco las continuaciones así que agradeceré toda la paciencia que me tengan :)
Cualquier comentario, crítica, pastelazo, tomatazo o chocolates, todo es bien recibido.
¡Nos vemos en el siguiente capítulo! ¡Gracias por leer!
Mina.
