Disclaimer: Es todo de Martin.

Esta historia participa en el Amigo Invisible Navideño del foro Alas Negras, Palabras Negras y es para Gaiasole, que me ha hecho sufrir horriblemente. Espero que te guste esto y avisa si quieres continuación, que el final es más abierto que pierna de gimnasta. Con cariño, Mile (yo XD)


— ¿Querido?—Sansa Stark, con su mirada azul, tan especial, tan propia de ella y su cabello rojo suave como sus modales de dama sureña, observa ávidamente a través de la ventana, tratando de ver más allá del blanco impoluto que inunda todo el paisaje, cada vez en mayor medida. Una luz tenue le entrega un resplandor blanco desde su espalda, la única de toda la habitación oscura como boca de lobo, pese a no ser una hora avanzada de la tarde.

—Sí, querida— responde su esposo Willas Tyrell en tono de interrogante, tendido de espaldas sobre la mullida alfombra de lana, con un bebe de ojos claros sobre su vientre, que ríe cada vez que su padre contrae el estómago, para luego volverlo a su posición original.

—Es que…—la mujer se masajea el cuello, en uno de esos típicos gestos suyos que hace cuando quiere decir algo sin desagradarlo. Después se quita un mechón inexistente de la frente y parece decirse algo para sí misma. El mayor de los Tyrell, haciendo gala de su carácter imperturbable, se levanta con algo de dificultad sirviéndose de sus brazos endurecidos por el esfuerzo diario que insiste en hacer, deja al bebe en el suelo, quien gruñe en protesta y se lanza a gatear hacia el otro lado de la habitación. Él se queda sentado, con la espalda apoyada sobre la cama.

—Se lo que quieres decirme Sansa. Es acerca de los rumores, ¿no? Los rumores de que dos Stark, junto con el bastardo Nieve han llegado hace unas semanas a la Desembarco del Rey Dragón. Tus hermanos —Willas escoge las palabras con cuidado, jamás había visto a su esposa tan angustiada, tan fuera de sí misma. Sansa respira con dificultad y los sollozos se le cortan en la garganta, tiene las mejillas teñidas de rojo. Hay pocas veces que Willas lamenta tanto no poder usar sus piernas, no poder levantarse y rodearle el talle con sus brazos, subirla delicadamente a la cama y acariciarle la espalda hasta que se duerma. El Tyrell suspira, tratando como tantas veces de conformarse con su destino y se queda pensativo.

—Y no crees que el rey podría, no sé, hacer una excepción por esta vez. Quizás lo haría. Podrías enviarle una carta de esas que le gustan a los nobles, le añadimos más títulos de los que tiene. Si quieres puedo redactarla yo— la voz de su esposa tiene un tono más agudo de lo normal y Willas está seguro de que no está diciendo ni la mitad de lo que está pensando. A veces le gustaría que exteriorizase sus sentimientos del todo, que gritase, que patease las paredes, en vez de quedarse callada, inconsciente de que su propio rostro es un libro abierto para todo aquel que sepa leerlo.

—No nos engañemos. Sabes muy bien como terminaron nuestras relaciones con la casa real —se arrepiente en cuanto lo dice, pues ha salido en un tono más duro del que pretendía. Sin embargo, es una verdad del porte de una casa. Los Tyrell trataron de proteger el trono real, que ya casi le habían arrebatado a los Lannister, hasta las últimas consecuencias, el momento fantástico en que tres dragones aparecieron volando juntos en el cielo, eclipsando en esplendor hasta el mismísimo sol. Y eso les costó la reducción de sus tierras hasta lo imposible, y el confinamiento permanente en las pocas que les quedaron. Willas da gracias a los Siete todos los días por haber conservado la vida y por haber podido mantener a Sansa Stark junto a él. Sansa Tyrell, quería decir.

—Si lo sé, pero es que…—los hipidos se vuelven incontrolables y la mujer se lanza a llorar por fin. Las lágrimas corren por su rostro, descontroladas e incesantes, e intenta cubrírselas con las manos blanquecinas. Se levanta de su puesto y da unos pasos, su esposo solo la observa, impotente. Luego se deja caer y se sienta junto a él, Willas le acaricia suavemente los cabellos cobrizos. Ella sigue llorando y ambos se quedan un buen rato en silencio.

—Cuéntame cosas de tus hermanos— Sansa, con el rostro ya seco, se sobresalta. Su esposo le mira con infinita ternura. Es cierto que no se aman, pero ninguno de los dos sabría qué hacer si no estuviera el otro. Y ninguno de ellos sabe que el otro da gracias a los Dioses por haberlos juntado.

—Estaba Arya. Ella era…ella era mi única hermana. Recuerdo que cuando iba a nacer, yo ya me imaginaba jugando con ella, enseñándole a tejer, sentándonos a ver a Robb, a Theon, a Jon pelear con espadas. Pero ella —la Stark se echa a reír, una de esas risas alegres que solo puede brindar la nostalgia más profunda— era todo lo contrario. Aventurera, valiente, impaciente como pocas, disfrutaba más que todo ensuciarse la cara con lodo, tirarse nieve, jugar a las escondidas con los criados del castillo. Yo no sabía cómo comportarme ante ella, por eso la molestaba. Yo y Jeyne Poole, la hija del mayordomo y mi mejor amiga.

—Suena divertido —Willas le sonríe, inmerso en recuerdos parecidos. Quiere preguntar qué fue de Arya pero hacerlo significaría romper la magia del momento— Y el Rey Lobo, quiero decir, Robb Stark era tu hermano mayor, ¿no?

—Y se comportaba como tal. Desde pequeño era serio, siempre tratando de cuidarnos, aunque si, muchas veces él era el que armaba las travesuras. Y hubieses visto la cara con que observaba a papa, las miradas de admiración que le echaba —la loba suspira— Nosotros no éramos los únicos que nos embobábamos con Ned Stark, también lo hacían los sirvientes del castillos y los señores de tierras vecinas que venían a presentar sus respetos. Tenía esa aura de respeto, que se yo, de honor— Sansa vuelve a quedarse callada y Willas no sabe que decir para hacer que siga hablando.

Le gustaría decirle que se arriesgarán en un viaje suicida a Desembarco, que lo daría todo por tenerla feliz, pero sabe que es imposible lo que ella le pide. Y además no está dispuesto a arriesgar la vida del pequeño Ned por ningún motivo. Les reza a los Dioses en silencio, pidiéndoles que le traigan la calma a su esposa. Sin embargo, no tiene idea de lo mal interpretadas que serán sus plegarias, cuando pocos segundos después sucede algo que le habría de cambiar la vida.

Pues de repente, alguien golpea la puerta. El primer toque lo confunden con un trueno y al segundo Sansa se levanta pesadamente y toma la vela, dejando a Willas a oscuras. Baja las escaleras del pequeño fuerte que ocupan con cuidado hasta llegar al frente de la pesada puerta de madera. Afuera la tormenta de nieve arrecia y el viento sopla, adquiriendo voces humanas, susurrantes y tenebrosas. Sansa deja la vela en el suelo y se apoya en las puntas de sus pies para alcanzar el pomo de la puerta. Un crujido espeluznante le indica que lo ha logrado. Fuera, dos extraños envueltos en capuchas negras, con las caras cubiertas, le esperan.

—Sansa, déjanos pasar—la voz era ronca y se perdía entre los ruidos del ambientes. Provenía del extraño de la izquierda.

— ¿Quiénes son ustedes? —la loba trato de imprimirle a su voz un tono sereno, sin éxito.

—Oh, vamos hermana. ¿Acaso quieres que nos congelemos? — ¿Hermana? La otra peregrina la había llamado así, con una voz aguda y cantarina. Confundida, Sansa corre con esfuerzo la puerta hacia atrás para dejarles pasar. Pronto tiene a ambos adentro y un presentimiento que le hace saltar el corazón.

Se quitan las telas casi al mismo tiempo. Y la mayor de los Stark queda sin aliento.

—Es Rickon, Sansa. Aegon lo ha metido en los calabozos de la Fortaleza Roja y pretende ahorcarlo en tres días más. Tenemos que ayudarlo— dice Arya Stark a toda carrera, sin tomar aliento. Jon asiente junto a ella, mirándole ceñudo.

Sansa intenta convencerse de que no es un sueño, pero no logra del todo hasta muchas horas después.