N. de. A.: ¿Les ha pasado alguna vez que se les mete una idea a la cabeza y no pueden sacársela a menos que la conviertan en algo concreto, ya sea un escrito, un dibujo o con palabras? Así fue cómo nació esta historia.


Amar de Lejos

Capítulo 1

Por una mirada

Si le hubieran preguntado en qué momento se enamoró de ella, no habría podido responder, porque no la amaba. Sencillamente... sus palpitaciones se enloquecían cuando ella se cruzaba de la nada en su camino, se ponía como tonto cuando le conversaba cosas que no estaban en el libreto que escribía él en su interior, soñaba con el olor de su pelo una o dos veces a la semana.

No la amaba, porque ese era un sentimiento que se había prohibido hace muchísimos años. Sí pensaba que era muy atractiva, menos antipática y más sonriente que antes. Pero no, no la amaba.

Era sólo que la mujer había invadido su vida sin ella saberlo. Y todo por haberla pillado mirándolo en silencio durante una comida. Él le devolvió una mirada seria y ella tuvo el descaro de crear una bella sonrisita antes de apartar sus más bellos ojos marrones.

¿Por qué alguien como ella aceptaría el empleo de profesora? Ella, que podía salir al mundo y lograr cualquier cosa que se propusiera, ¿por qué querría ir a encerrarse a ese castillo para dar clase?

Le había formulado esa pregunta una vez, y le contestó que le venía bien el trabajo, porque estaba aburrida de tantos papeleos en el ministerio. Él aceptó la explicación y no insistió. De cualquier forma, ya llevaba un año siendo su colega y se había acostumbrado a tratarla como tal.


En un principio, se le hizo extraño verla entrar a la sala de profesores con tanta naturalidad, que se sirviera un café y se sentara a corregir exámenes. La observaba cautelosamente por largos minutos, buscando entre la cascada de cabello rizado a la muchacha que alguna vez fuera su alumna. Sin embargo, ya no estaba ahí, era como si otra mujer hubiera tomado su lugar, con el mismo nombre y rostro, pero con otra fuerza.

El asombro inicial duró unas pocas semanas. Después, los intercambios de palabras entre los dos se volvieron más habituales, a pesar de que sólo ocurría cuando tenían que tratar un tema académico. Ella tenía dudas y él las esclarecía. Eso era todo... al comienzo.

Cuando la confianza creció, aparecieron las bromas camufladas de sarcasmos, únicamente cuando se topaban por casualidad. Los encuentros jamás eran concertados.

Él creía que tenían muy pocas cosas en común, así que no le apetecía ser el que iniciara una charla casual; y, al parecer, ella era de la misma idea.

Se soportaban y aprendieron a convivir juntos sin sacarse los ojos. Eso estaba bien. Además, ella era muy querida por los demás profesores, no necesitaba hacer grandes esfuerzos para encajar.

Eso seguía siendo al principio, y el tiempo no corrió en vano.

La primera cercanía verdadera se presentó una noche en la que se hallaban los dos solos en la sala de maestros. Él preparaba los primeros exámenes del año, mientras ella revisaba unos ensayos. Un asiento vacío los separaba, pero ellos hacían como que no se daban cuenta que no había nadie más.

Ella tomaba té con leche; él un café cargado. Se hablaron sólo una vez, cuando ella le pidió tinta. La transacción sucedió sin que sus ojos se encontrasen.

No era pesado el ambiente que habían creado, aunque cualquiera habría pensado lo contrario.

El silencio fue roto cuando ella suspiró y se revolvió el cabello con cansancio. Sólo entonces él encontró un buen pretexto para poder mirarla.

-Esto es agotador, siento que nunca acabaré- dijo la mujer, al tiempo que se frotaba los ojos con una mano. Él sonrió de lado y continuó con lo suyo.

-Y los alumnos se quejan porque tienen muchos deberes.

-Yo nunca me quejé- señaló ella, ordenando un grupo de pergaminos y dejándolos a un lado.

-No lo dudo- murmuró el profesor, esta vez sin alzar los ojos de su trabajo.

Era la primera vez que se decían algo sobre el pasado, como si éste fuera una cosa repugnante y vergonzosa que había que mantener escondida en el lugar más recóndito. Y era eso precisamente lo que tenían en común.

Ese ínfimo contacto con los recuerdos dio paso a muchas conversaciones cortas, lo que los fue acercando con lentitud.

Cada uno tenía la posibilidad de reprocharle al otro cosas que antes no pudieron, de quejarse o burlarse. De hablar y entender.

Él se sorprendió muchísimo un día en el que ella se rió a carcajadas por algo que le dijo, ya no recordaba qué fue exactamente, pero sí recordaba que se había sentido bien al escuchar su risa. Nunca la había escuchado de verdad.

La fue aceptando, esta vez de forma consciente. Le fue dando un pequeño espacio, no muy importante, para no extrañarla el día que no estuviera. También se fue abriendo, con la mesura de alguien que no quiere sufrir más heridas. Le contaba muy pocas cosas personales, las justas y precisas para saciar su curiosidad. Ella, sin embargo, tenía menos temor a mostrarse tal cual era, se expresaba con sinceridad y no dudaba en dejar salir sus emociones.


La segunda gran cercanía se produjo la noche de la conmemoración de la batalla. Para esa fecha, él solía escapar del resto y encerrarse en su oficina con una buena dotación de alcohol como compañía. Pero aquella vez fue diferente. Ella tocó a su puerta y, con la mirada húmeda, le preguntó si podía quedarse un rato. Él no supo negarse, la dejó pasar y le ofreció un trago.

Conversaron tanto que no tuvieron tiempo para pensar, y era precisamente lo que buscaban. Relataron sus propias versiones de ese fatídico día, obviando, por supuesto, los detalles más dolorosos. Compartieron lo sentido once años atrás, hasta que el amanecer les devolvió la calma que se había llevado la noche.

Ella le agradeció la compañía, le sonrió tristemente y se marchó.

Las palabras que cruzaron quedaron grabadas en sus memorias, y cambiaron drásticamente las visiones que tenían el uno del otro. Las miradas burlonas ahora eran cómplices, como si supieran sus secretos más profundos. Estaban recién conociendo a los extraños que siempre tuvieron enfrente.


El verano que siguió a ese año escolar, resultó como una anestesia para sus pensamientos revueltos. ¿Cómo y por qué había llegado a ser tan cercano a ella? Era lo que no podía resolver. Sin embargo, el tiempo lejos le hizo notar que no fue nada más que aprovechar la ocasión de conocer a la verdadera mujer detrás de la máscara. Como ya se sabía la vida de todos sus compañeros de trabajo al derecho y al revés, tener un nuevo sujeto de experimento era motivador. Ya habiéndola conocido, no iba a ser divertido.

Todo fue normal cuando volvieron a verse, un saludo respetuoso a la distancia. Las pocas ocasiones en las que se encontraban solos en la sala de profesores eran iguales que antes, nada evidenciaba un acercamiento que no fuera profesional (porque no lo había, sólo eran colegas que se llevaban bien). Él no la miraba demás, y ella tampoco lo hacía.

Aunque se tuteaban, nunca se llamaban por sus nombres. Quizás eso los ayudaba a mantener la formalidad y no rebasar los límites de sus confianzas. Él ni siquiera había ido al despacho de ella alguna vez. El lugar que había para ella en él era muy pequeño todavía, pese a que era bastante difícil que alguien se ganara uno.

La estimaba y había empezado a respetarla.

Pero esa mirada - insignificante para los demás - desató una revolución en él. Comían en el salón, en la mesa de profesores, alejados por muchos asientos. Y sus ojos chocaron sin provocación alguna, no obstante, ese no fue el problema; el problema fue que se quedaron así por más tiempo del que acostumbraban, como si acabaran de darse cuenta que el otro existía y que compartía el mismo espacio y tiempo.

O eso sintió él, sin demostrarlo en su expresión. Ella, en cambio, esbozó una sonrisa apenas perceptible, luego apartó la vista y no la levantó de nuevo.

Él no comprendía por qué le había dado tamaña importancia a un momento tan trivial, tan poco trascendente. Podía haber sido que tenía alguna mugre pegada en la cara o cualquier cosa que ella considerara graciosa y por eso lo miró y se rió. Tal vez estaba perdida en sus pensamientos, recordando alguna anécdota divertida. O quizás, simplemente, había tenido un buen fin de semana. ¿Por qué iba a ser él el motivo de su sonrisa? La gente no reaccionaba así cuando lo miraba, las pocas veces eso ocurría.

El hecho era que estaba sorprendido e intrigado. Tanto que ahora sí la veía de más, en busca de la respuesta a sus preguntas no formuladas. Y ella volvía a sonreírle ante el contacto visual.

¿Pura cordialidad? Parecía ser la opción más acertada. Sin embargo, él ya no quería que sólo fuera cordialidad, no después de pensar en ella más de lo debido, o de sacar la cuenta de la cantidad de veces que se topaban durante el día y de la calidad de esos encuentros. No después de idear un diálogo para cuando se volvieran a encontrar, aunque casi nunca pudiera recrearlo como en su imaginación.

Mucho menos después de haber caído en cuenta de lo bonita que era su cara. Antes había notado que no era una mujer fea, pero nunca que, efectivamente, la consideraba linda. Más que linda: atractiva, interesante, muy lista.

Entonces llegaron las palpitaciones y el nerviosismo estúpido, las ganas absurdas de poder reconocer el perfume que impregnaba sus ropas.

No se iba a convertir en un cursi o un descerebrado por admitir que le gustaba esa mujer, porque él tenía instintos, como todo ser humano, no estaba hecho de piedra.

Y tampoco era un idiota, sabía perfectamente que las posibilidades de que ella llegara a sentir lo mismo eran nulas. Aunque no estaba seguro de que existiera en él un verdadero deseo de que eso ocurriera, porque... ¿qué haría? Amar de lejos resultaba más fácil que involucrarse. Pero tampoco "amaba de lejos", porque no la amaba. Era sólo un decir.

Prefería la prudencia y el disfrute de mirarla sin que ella estuviera al tanto de nada. A su edad, no tenía ganas de enredarse en asuntos románticos ni ninguna de esas tonterías. Ella resultaba agradable a su vista, y verla era comparable a comer un rico trozo de chocolate una vez al día. No estaba haciendo nada malo, así que no tenía por qué negarse ese inocente placer.

De cualquier forma, ella no había demostrado el más mínimo interés en él, más allá de esas miradas y sonrisas, que en realidad eran totalmente normales. Ni siquiera estaba seguro de que estuviera soltera, lo único que sabía respecto a su vida amorosa era que había tenido un corto romance con su amigo pelirrojo, antes de que éste muriera en la guerra. Nada le impedía a una mujer como ella volver a enamorarse, todavía era muy joven, tenía tiempo de sobra para comenzar a armar una vida.

No como él. Sin embargo, aquello no lo abrumaba, sino que lo hacía sentir libre, como nunca antes. Su vida era aburrida, sí, pero tranquila, y con eso le bastaba. Ya había tenido suficiente de ataduras y problemas como para buscarse más. Le gustaba andar a sus anchas, hacer lo que quisiera y no rendir cuentas a nadie (a excepción de la directora).

Los días siguientes, procuró comportarse debidamente. Era imposible poder controlar los latidos de su corazón, pero aún era capaz de manejar sus emociones y cerebro, así que no resultaba complejo fingir que no le pasaba nada cuando ella se le acercaba.

Ahora, con un grado de confianza más elevado, mantenían pláticas livianas durante las noches de soledad en la sala de profesores. Una que otra vez se quedaron un rato más, compartiendo un café. Para él, aquellos momentos eran gratos, tanto que se atrevía a sonreír con más frecuencia, y lo mejor era que ella no hacía comentarios tontos por eso. Los demás maestros siempre señalaban el hecho de que él sonriera, y le decían que tenía que hacerlo más seguido. A él le molestaba muchísimo, y por lo mismo, no les daba en el gusto.

Pero con ella era muy distinto. Con ella sentía una extraña libertad para dejar salir algunos sentimientos, como la felicidad y, sólo una vez, algo de tristeza.

Era la única instancia en la que compartía realmente con otra persona. No obstante, sabía que no debía acostumbrarse demasiado; ella podría largarse en cualquier momento, y él se quedaría solo otra vez.


Lo que le importaba ahora era que se acercaban las festividades de Halloween, cosa que repudiaba con todo su ser, pero que esta vez aguardaba con una pizca de ansias. La razón: ella lo "invitó" al bar del pueblo la noche del treinta y uno. Aunque en verdad no era una invitación con todas las de la ley, pues simplemente le dijo que todos sus amigos tenían planes y que extrañaba mucho su casa esas fechas, entonces no quería estar sola sin hacer nada. Él fue su última opción, desde luego. Y como tampoco deseaba estar solo ese día, accedió. Era eso o quedarse tumbado en un sofá recordando cómo, por su culpa, la mujer que más había amado en toda su vida estaba muerta.

Los dos se utilizaban como un escape a la realidad. Al menos era lo que él se decía a sí mismo.

Por lo tanto, luego de la suntuosa cena en el salón, con los típicos murciélagos decorativos y pasteles y festejos de los alumnos, él volvió a su habitación.

Estuvo reflexionando durante algunos minutos frente al ropero. No tenía mucho qué elegir. Eso sí, debían admitir que, con el pasar de los años, hubo una variedad, ya que el color negro no era el único que vestía, también eran el verde oscuro y gris oscuro. Y no iba a ir más allá de eso.

Se quedó observando la levita gris, y un recuerdo asaltó su mente. "Te queda bien ese color", eso le había dicho ella un día, así como si nada. Él no le dio mayor relevancia en el momento, porque le daba exactamente igual su apariencia... pero ahora, por alguna razón que desconocía, deseaba verse bien, lo que se resumía en vestirse con algo que a ella le gustara.

Ese sería un acto que dejaría atrás años de vestirse de luto el treinta y uno de octubre, en memoria de una mujer fallecida hace tanto tiempo que, seguramente, ya no quedaban rastros de su cuerpo en el mundo.

No sintió culpa, ni remordimiento, ni nada parecido. Él era el que estaba vivo (sólo Dios sabía por qué), el que seguía sintiendo. Era a él a quien el destino, la suerte o lo que fuera le dio otra oportunidad.

¿Era incorrecto olvidar el pasado, acaso? ¿De verdad era necesario guardarle respeto y cariño a alguien que dejó de quererlo al final? ¿Tenía la obligación de seguir cargando con errores de los que hace años se redimió?

La respuesta era no. Así que tomó la dichosa prenda, la arrojó sobre la cama y fue a darse una ducha.


Y bueno, es pimera vez que estoy con dos historias a la vez. Y a pesar de que el tiempo no me sobra como quisiera, voy a intentar actualizar lo más seguido que pueda.

Este fic será mucho más corto que los otros Sevmiones que he hecho, también más ligero y sencillo, espero que lo disfruten :)

Dejen un review para alimentar esta pobre alma en pena.

¡Gracias por leer!

¡Besos!

Vrunetti.