Es gracioso cómo sucede… bueno, todo. Como hoy, sólo quería regalarle un vestido a Zelda; pero no, tenía que convertirse en una larga travesía que me dejara colgado (literalmente) sobre un pozo sin fondo. Si mi vida fuese una historia, maldeciría al autor.

En fin, repasemos lo acontecido… (acontecido… curiosa palabra). Hoy me levanté muy temprano.

—¡Link, despierta! —creo que eso es lo que decía, yo oía muchas campanitas—. El sol está en su punto más alto.

—¡Pero qué! —me levanté antes de acabar de despertar.

—Te dije que no te desvelaras; ¿qué estabas pensando?; ¿tienes las rupias necesarias? ¡Tu gorro está al revés!

—¡Navi!

—¿Y ahora qué?

—Cállate.

Esa pequeña hada se había vuelto algo molesta desde que no me ayudaba a vencer algún mal, y a pesar que no tenía por qué estar conmigo, lo hacía. Pero también se había vuelto mi mejor amiga después de dejar el Bosque Kokiri.

¿Por qué dejé el bosque? Todos saben que no soy un kokiri. Cuando comencé a crecer más que todos los que me rodeaban… bueno, no sé, sentí no encajaba. Para buena fortuna mía, el Rey me ayudó. Ahora vivo en una casa en las afueras de la ciudadela, trabajo medio tiempo en un negocio de "tiro al blanco" y el mismo Rey me ha enseñado algunas lecciones de vida. Pero me estoy saliendo del tema.

Antes de ir a comprar el vestido para Zelda, tenía que llevar una estatua al Rey goron (quien no recuerdo su nombre). Fui a la Granja Lon Lon para pedirle una carreta a Malon. Sin embargo…

—La única carreta que puedo prestarte, la ocuparé para vender leche —explicó mi amiga.

—Hm… ¿y cuánto tiempo te tomará venderlas?

—No lo sé, hay días en que me sobran muchas botellas.

—Bien, se me ocurre algo.

Le propuse a Malon que yo vendería las botellas y después llevaría la estatua. Llegando a la ciudadela…

—Señora, ¿ya compró la leche de hoy?

—Sí, ya.

—Señor, ¿gusta de…

—No.

—Oiga, Abuela.

—¡No soy tu abuela, vago!

Me senté un momento y abrí una botella.

—Esto huele bien —exclamé en voz alta; tomé un trago—. Y sabe muy bien; ¿por qué la gente no quiere comprarme?

—¿Hablando solo otra vez? —dijo una chica, acercándose; una chica— Recuerdo que de pequeño no hablabas mucho.

—Hola, Saria —saludé, sin mucho ánimo.

—Nadie te comprará nada con esa actitud.

—De cualquier forma no he vendido botella alguna.

Entonces Saria tomó algunas botellas y, cual pez en el agua (creo que así se dice), las vendió sin problemas; después cinco más, luego siete.

Contando veintitrés botellas vacías, partimos a otro lugar. Yo estaba muy agradecido con Saria y, al mismo tiempo, preocupado por lo que me tomaría vender el resto de las botellas, llevar la estatua, ir a comprar el vestido y poder ir a cenar con Zelda.