Al principio no ibas a dejarlos.
¡Claro que no!
Claro que no.
NUNCA.
Jamás de los jamases.
—¡Aléjense!
De tí, por supuesto. Pero más importante que tú misma...
—¡Kim! ¡No toquen a Kim! ¡Los mataré a todos!
(Rugías y sin embargo, ellos rieron. Tú te sacudiste con hilos de baba saliéndote de la boca. Kim lloró y se encogió. Tan bella que era con el mentón levantado y desafiando a quien se interpusiera entre ella y sus ambiciones. O aquellos a los que amaba. Principalmente tú. De repente parecía más niña que cuando volaban agarradas, con más miedo de perderse y separarse que de ser asesinadas por sus aliados y amigos de siempre)
—¡NO! ¡NO!
Pero no desgarraste el espíritu de la noche con tu grito cuando te abrieron las piernas y se metieron igual que un cuchillo de acero grueso, caliente y redondo. Un puñal, luego dos simultáneos. Tres cuando la sangre hizo de lubricante. Cuatro cuando sin aliento decidieron que tus dientes no molestarían, a medida que se adentraban entre tus labios, penetrando incluso tu garganta en un movimiento punzante, entre risas y sorbiendo aún licores, haciendo apuestas sobre tu humedad.
Aullaste, lloraste al ver que le hacían lo mismo a Kim. Ni siquiera sentiste que te destrozaban la carne. El único dolor latente que te indignaba era el de ella, igualmente ultrajada entre manos grasosas que la cubrían como la espuma a Venus.
Te reflejaste en sus ojos vidriosos y cuando estabas a punto de usar tus últimas fuerzas para desgarrar tantas gargantas como pudieras con tus uñas...
Aspiraste ese vapor soporífero de nuevo y dejó de importar. Hasta Kim.
Kim, princesa de princesas.
(una ama. ¿Y qué si bruja?)
La bruma dijo: Un cuerpo es solo un cuerpo.
Y tuvo razón, toda húmeda como estabas. Las agujas en tu piel estirándose y clavándose para hacer lugar a los cúmulos de otras pieles, afectaron a alguien más.
Tú, Jackie O'Lantern, fuistes pura, metida en el centro de ti misma como el gusano de un capullo de seda.
Y tu risa fue aguda, cruel, bella.
Nunca creíste que pudieras ser tan bella.
(Porque Kim era la bella. ¿Por qué sino le pedirías que fuera tu compañera?)
Y Kim también. Kim aún era bella. Prostituída en su belleza. Con sus intestinos pronto colgando hacia afuera, los dientes de los hombres de caras semicubiertas mordiéndola, mientras que a ti te lamían.
Ella se retorcía. Y luego el rojo volvía a su interior. Podías besar lo recuperado, hacerla temblar.
Y te lo agradecía.
Llorando.
Riendo.
Igual que tú.
Perdida.
Y encontrada.
Pero más encontrada que perdida.
Porque perdidas las dos o no, seguían juntas.
Y los cuerpos no importaban.
Porque sus recesos y las almas embutidas en sus recesos, envenenadas o no, sin duda libres, seguían juntas.
Lo demás era secundario.
En tanto no se traicionaran.
—Y te mataria si me traicionaras ahora.—le dices en un susurro, sabiendo que ya casi se duerme sobre tu pecho.
Porque es verdad.
Y eso no es prescindible. Porque es una promesa, igual que la de Aracné, que ya ha empezado a despojarlas de esa odiosa pureza del cuerpo, que les ahogaba el alma, privándoles del placer.
Así llega el final: juntas en una mordida, como dos pedazos de fruta echada a perder. Algún día floreciendo de nuevo. Algún día, sobre aquellos cuerpos que las poseyeron, dueñas de la lujuria desvelada.
Al final de la pieza y solo al final.
