Adaptación de la obra "50 sombras de Grey" de E.
Los personajes de Fairy tail pertenecen a Hiro Mashima
Comencé a leer este libro y me enamoro, espero que a ustedes tambien les guste esta adaptación.
No me odien . si les gusta me comprometo a seguir, puede que este primer cap sea soso
pero os aseguro que el siguiente será mejor.
Capitulo uno
Me miro en el espejo y frunzo el ceño, frustrada. Qué asco de pelo. No hay manera
con él. Y maldita sea Levy McGarden, que se ha puesto enferma y me ha
metido en este lío. Tendría que estar estudiando para los exámenes finales, que son
la semana que viene, pero aquí estoy, intentando hacer algo con mi pelo. No debo
meterme en la cama con el pelo mojado. No debo meterme en la cama con el pelo
mojado. Recito varias veces este mantra mientras intento una vez más controlarlo
con el cepillo. Me desespero, pongo los ojos en blanco, después observo a la chica
pálida, de pelo rubio y ojos castaños exageradamente grandes que me mira, y me
rindo. Mi única opción es recogerme este pelo rebelde en una coleta y confiar en
estar medio presentable.
Levy es mi compañera de piso, y ha tenido que pillar un resfriado precisamente
hoy. Por eso no puede ir a la entrevista que había concertado para la revista de la
facultad con un megaempresario del que yo nunca había oído hablar. Así que va a
tocarme a mí. Tengo que estudiar para los exámenes finales, tengo que terminar un
trabajo y se suponía que a eso iba a dedicarme esta tarde, pero no. Lo que voy a
hacer esta tarde es conducir más de doscientos kilómetros hasta el centro de Seattle
para reunirme con el enigmático presidente de Salamander Enterprises Holdings, Inc.
Como empresario excepcional y principal mecenas de nuestra universidad, su
tiempo es extraordinariamente valioso —mucho más que el mío—, pero ha
concedido una entrevista a Levy. Un bombazo, según ella. Malditas sean sus
actividades extraacadémicas.
Levy está acurrucada en el sofá del salón.
—Lu-chan, lo siento. Tardé nueve meses en conseguir esta entrevista. Si pido que
me cambien el día, tendré que esperar otros seis meses, y para entonces las dos
estaremos graduadas. Soy la responsable de la revista, así que no puedo echarlo
todo a perder. Por favor… —me suplica Levy con voz ronca por el resfriado.
¿Cómo lo hace? Incluso enferma está guapísima, realmente atractiva, con su
pelo azul cielo perfectamente peinado y sus brillantes ojos café, aunque ahora
los tiene rojos y llorosos. Paso por alto la inoportuna punzada de lástima que me
inspira. —Claro que iré, Levy-chan. Vuelve a la cama. ¿Quieres una aspirina o un
paracetamol?
—Un paracetamol, por favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora. Solo
tienes que apretar aquí. Y toma notas. Luego ya lo transcribiré todo.
—No sé nada de él —murmuro intentando en vano reprimir el pánico, que es
cada vez mayor.
—Te harás una idea por las preguntas. Sal ya. El viaje es largo. No quiero que
llegues tarde.
—Vale, me voy. Vuelve a la cama. Te he preparado una sopa para que te la
calientes después.
La miro con cariño. Solo haría algo así por ti, Levy.
—Sí, lo haré. Suerte. Y gracias, Lu-chan. Me has salvado la vida, para variar.
Cojo el bolso, le lanzo una sonrisa y me dirijo al coche. No puedo creerme que
me haya dejado convencer, pero Levy es capaz de convencer a cualquiera de lo que
sea. Será una excelente periodista. Sabe expresarse y discutir, es fuerte, convincente
y guapa. Y es mi mejor amiga.
Apenas hay tráfico cuando salgo de Vancouver, Washington, en dirección a la
interestatal 5. Es temprano y no tengo que estar en Seattle hasta las dos del
mediodía. Por suerte, Levy me ha dejado su Mercedes CLK. No tengo nada claro
que pudiera llegar a tiempo con Wanda, mi viejo Volkswagen Escarabajo.
Conducir el Mercedes es muy agradable. Piso con fuerza el acelerador, y los
kilómetros pasan volando.
Me dirijo a la sede principal de la multinacional del señor Dragneel, un enorme
edificio de veinte plantas, una fantasía arquitectónica, todo él de vidrio y acero, y
con las palabras DRAGNEEL HOUSE en un discreto tono metálico en las puertas
acristaladas de la entrada. Son las dos menos cuarto cuando llego. Entro en el
inmenso —y francamente intimidante— vestíbulo de vidrio, acero y piedra blanca,
muy aliviada por no haber llegado tarde.
Desde el otro lado de un sólido mostrador de piedra me sonríe amablemente
una chica albina, atractiva y muy arreglada. Lleva la americana gris oscura y la
falda blanca más elegantes que he visto jamás. Está impecable.
—Vengo a ver al señor Dragneel. Lucy Heartfilia, de parte de Levy McGarden.
—Discúlpeme un momento, señorita Heartfilia —me dice alzando las cejas.
Espero tímidamente frente a ella. Empiezo a pensar que debería haberme puesto una americana de vestir de Levy en lugar de mi chaqueta azul marino. He hecho un esfuerzo y me he puesto la única falda que tengo, mis cómodas botas marrones hasta la rodilla y un jersey azul. Para mí ya es ir elegante. Me paso por detrás de la oreja un mechón de pelo que se me ha soltado de la coleta fingiendo no sentirme intimidada.
—Sí, tiene cita con la señorita McGarden. Firme aquí, por favor, señorita Heartfilia. El último ascensor de la derecha, planta 20.
Me sonríe amablemente, sin duda divertida, mientras firmo.
Me tiende un pase de seguridad que tiene impresa la palabra VISITANTE. No
puedo evitar sonreír. Es obvio que solo estoy de visita. Desentono completamente.
No pasa nada, suspiro para mis adentros. Le doy las gracias y me dirijo hacia los
ascensores, más allá de los dos vigilantes, ambos mucho más elegantes que yo con
su traje negro de corte perfecto.
El ascensor me traslada a la planta 20 a una velocidad de vértigo. Las puertas se
abren y salgo a otro gran vestíbulo, también de vidrio, acero y piedra blanca. Me
acerco a otro mostrador de piedra y me saluda otra chica albina vestida
impecablemente de blanco y negro.
—Señorita Heartfilia, ¿puede esperar aquí, por favor? —me pregunta señalándome
una zona de asientos de piel de color rojo.
Detrás de los asientos de piel hay una gran sala de reuniones con las paredes de
vidrio, una mesa de madera oscura, también grande, y al menos veinte sillas a
juego. Más allá, un ventanal desde el suelo hasta el techo que ofrece una vista de
Seattle hacia el Sound. La vista es tan impactante que me quedo
momentáneamente paralizada. Uau.
Me siento, saco las preguntas del bolso y les echo un vistazo maldiciendo por
dentro a Levy por no haberme pasado una breve biografía. No sé nada del hombre
al que voy a entrevistar. Podría tener tanto noventa años como treinta. La
inseguridad me mortifica y, como estoy nerviosa, no paro de moverme. Nunca me
he sentido cómoda en las entrevistas cara a cara. Prefiero el anonimato de una
charla en grupo, en la que puedo sentarme al fondo de la sala y pasar inadvertida.
Para ser sincera, lo que me gusta es estar sola, acurrucada en una silla de la
biblioteca del campus universitario leyendo una buena novela inglesa, y no
removiéndome en el sillón de un enorme edificio de vidrio y piedra.
Suspiro. Contrólate, Heartfilia. A juzgar por el edificio, demasiado aséptico y
moderno, supongo que Salamander tendrá unos cuarenta años. Un tipo que se mantiene
en forma, bronceado y rubio, a juego con el resto del personal. De una gran puerta a la derecha sale otra albina elegante, impecablemente
vestida. ¿De dónde sale tanta albina inmaculada? Parece que las fabriquen en serie.
Respiro hondo y me levanto.
—¿Señorita Heartfilia? —me pregunta la última albina.
—Sí —le contesto con voz ronca y carraspeo—. Sí —repito, esta vez en un tono
algo más seguro.
—El señor Dragneel la recibirá enseguida. ¿Quiere dejarme la chaqueta?
—Sí, gracias —le contesto intentando con torpeza quitarme la chaqueta.
—¿Le han ofrecido algo de beber?
—Pues… no.
Vaya, ¿estaré metiendo en problemas a la albina número uno?
La albina número dos frunce el ceño y lanza una mirada a la chica del mostrador.
—¿Quiere un té, café, agua? —me pregunta volviéndose de nuevo hacia mí.
—Un vaso de agua, gracias —le contesto en un murmullo.
—Olivia, tráele a la señorita Heartfilia un vaso de agua, por favor —dice en tono serio.
Olivia sale corriendo de inmediato y desaparece detrás de una puerta al otro
lado del vestíbulo.
—Le ruego que me disculpe, señorita Heartfilia. Olivia es nuestra nueva empleada
en prácticas. Por favor, siéntese. El señor Dragneel la atenderá en cinco minutos.
Olivia vuelve con un vaso de agua muy fría.
—Aquí tiene, señorita Heartfilia.
—Gracias.
La albina número dos se dirige al enorme mostrador. Sus tacones resuenan en el
suelo de piedra. Se sienta y ambas siguen trabajando.
Quizá el señor Dragneel insista en que todos sus empleados sean albinos. Estoy
distraída, preguntándome si eso es legal, cuando la puerta del despacho se abre y
sale un afroamericano alto y atractivo, con el pelo rizado y vestido con elegancia.
Está claro que no podría haber elegido peor mi ropa.
Se vuelve hacia la puerta.
—Salamander, ¿jugamos al golf esta semana?
No oigo la respuesta. El afroamericano me ve y sonríe. Se le arrugan las comisuras de los ojos. Olivia se ha levantado de un salto para ir a llamar al ascensor. Parece que destaca en eso de pegar saltos de la silla. Está más nerviosa que yo.
—Buenas tardes, señoritas —dice el afroamericano metiéndose en el ascensor.
—El señor Dragneel la recibirá ahora, señorita Heartfilia. Puede pasar —me dice la albina
número dos.
Me levanto tambaleándome un poco e intentando contener los nervios. Cojo mi bolso, dejo el vaso de agua y me dirijo a la puerta entornada.
—No es necesario que llame. Entre directamente —me dice sonriéndome.
Empujo la puerta, tropiezo con mi propio pie y caigo de bruces en el despacho.
Mierda, mierda. Qué patosa… Estoy de rodillas y con las manos apoyadas en el
suelo en la entrada del despacho del señor Dragneel, y unas manos amables me rodean
para ayudarme a levantarme. Estoy muerta de vergüenza, ¡qué torpe! Tengo que
armarme de valor para alzar la vista. Madre mía, qué joven es.
—Señorita McGarden —me dice tendiéndome una mano de largos dedos en
cuanto me he incorporado—. Soy Natsu Dragneel. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Muy joven. Y atractivo, muy atractivo. Alto, con un elegantísimo traje gris,
camisa blanca y corbata negra, con un pelo rebelde de un color rosado y brillantes
ojos jade que me observan atentamente. Necesito un momento para poder
articular palabra.
—Bueno, la verdad…
Me callo. Si este tipo tiene más de treinta años, yo soy bombera. Le doy la mano,
aturdida, y nos saludamos. Cuando nuestros dedos se tocan, siento un extraño y
excitante escalofrío por todo el cuerpo. Retiro la mano a toda prisa, incómoda.
Debe de ser electricidad estática. Parpadeo rápidamente, al ritmo de los latidos de
mi corazón.
—La señorita McGarden está indispuesta, así que me ha mandado a mí. Espero
que no le importe, señor Dragneel.
—¿Y usted es…?
Su voz es cálida y parece divertido, pero su expresión impasible no me permite
asegurarlo. Parece ligeramente interesado, pero sobre todo muy educado.
—Lucy Heartfilia. Estudio literatura inglesa con Levy… digo… McGarden…
bueno… la señorita McGarden, en la Estatal de Washington.
—Ya veo —se limita a responderme. Creo ver el esbozo de una sonrisa en su expresión, pero no estoy segura.
—¿Quiere sentarse? —me pregunta señalándome un sofá rojo de piel en
forma de L.
Su despacho es exageradamente grande para una sola persona. Delante de los
ventanales panorámicos hay una mesa de madera oscura en la que podrían comer
cómodamente seis personas. Hace juego con la mesita junto al sofá. Todo lo demás
es blanco —el techo, el suelo y las paredes—, excepto la pared de la puerta, en la
que treinta y seis cuadros pequeños forman una especie de mosaico cuadrado. Son
preciosos, una serie de objetos prosaicos e insignificantes, pintados con tanto
detalle que parecen fotografías. Pero, colgados juntos en la pared, resultan
impresionantes.
—Un artista de aquí. Trouton —me dice el señor Dragneel cuando se da cuenta de lo
que estoy observando.
—Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario—murmuro distraída, tanto por él como por los cuadros.
Ladea la cabeza y me mira con mucha atención.
—No podría estar más de acuerdo, señorita Heartfilia —me contesta en voz baja.Y por alguna inexplicable razón me ruborizo.
Aparte de los cuadros, el resto del despacho es frío, limpio y aséptico. Me
pregunto si refleja la personalidad del Adonis que está sentado con elegancia
frente a mí en una silla blanca de piel. Bajo la cabeza, alterada por la dirección que
están tomando mis pensamientos, y saco del bolso las preguntas de Levy. Luego
preparo la grabadora con tanta torpeza que se me cae dos veces en la mesita. El
señor Dragneel no abre la boca. Aguarda pacientemente —eso espero—, y yo me siento
cada vez más avergonzada y me pongo más roja. Cuando reúno el valor para
mirarlo, está observándome, con una mano encima de la pierna y la otra alrededor
de la barbilla y con el largo dedo índice cruzándole los labios. Creo que intenta
ahogar una sonrisa.
—Pe… Perdón —balbuceo—. No suelo utilizarla.
—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Heartfilia —me contesta.
—¿Le importa que grabe sus respuestas?
—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la
grabadora?
Me ruborizo. ¿Está bromeando? Eso espero. Parpadeo, no sé qué decir, y creo
que se apiada de mí, porque acepta. —No, no me importa.
—¿Le explicó Levy… digo… la señorita McGarden para dónde era la entrevista?
—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo
entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año.
Vaya. Acabo de enterarme. Y por un momento me preocupa que alguien no
mucho mayor que yo —vale, quizá seis o siete años, y vale, un megatriunfador,
pero aun así— me entregue el título. Frunzo el ceño e intento centrar mi caprichosa
atención en lo que tengo que hacer.
—Bien —digo tragando saliva—. Tengo algunas preguntas, señor Dragneel.
Me coloco un mechón de pelo rubio detrás de la oreja.
—Sí, creo que debería preguntarme algo —me contesta inexpresivo.
Está burlándose de mí. Al darme cuenta de ello, me arden las mejillas. Me
incorporo un poco y estiro la espalda para parecer más alta e intimidante. Pulso el
botón de la grabadora intentando parecer profesional.
—Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su
éxito?
Le miro y él esboza una sonrisa burlona asomando unos colmillos, pero parece ligeramente decepcionado.
—Los negocios tienen que ver con las personas, señorita Heartfilia, y yo soy muy bueno analizándolas. Sé cómo funcionan, lo que les hace ser mejores, lo que no, lo que las inspira y cómo incentivarlas. Cuento con un equipo excepcional, y les pago bien. —Se calla un instante y me clava su mirada jade—. Creo que para tener éxito en cualquier ámbito hay que dominarlo, conocerlo por dentro y por fuera, conocer cada uno de sus detalles. Trabajo duro, muy duro, para conseguirlo. Tomo decisiones basándome en la lógica y en los hechos. Tengo un instinto innato para reconocer y desarrollar una buena idea, y seleccionar a las personas adecuadas. La base es siempre contar con las personas adecuadas.
—Quizá solo ha tenido suerte.
Este comentario no está en la lista de Levy, pero es que es tan arrogante… Por un
momento la sorpresa asoma a sus ojos.
—No creo en la suerte ni en la casualidad, señorita Heartfilia. Cuanto más trabajo,
más suerte tengo. Realmente se trata de tener en tu equipo a las personas
adecuadas y saber dirigir sus esfuerzos. Creo que fue Harvey Firestone quien dijo
que la labor más importante de los directivos es que las personas crezcan y se
desarrollen.
—Parece usted un maniático del control.
Las palabras han salido de mi boca antes de que pudiera detenerlas.
—Bueno, lo controlo todo, señorita Heartfilia —me contesta sin el menor rastro de
sentido del humor en su sonrisa.
Lo miro y me sostiene la mirada, impasible. Se me dispara el corazón y vuelvo a
ruborizarme.
¿Por qué tiene este desconcertante efecto sobre mí? ¿Quizá porque es
irresistiblemente atractivo? ¿Por cómo me mira fijamente? ¿Por cómo se pasa el
dedo índice por el labio inferior? Ojalá dejara de hacerlo.
—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para
ejercer el control te concede un inmenso poder —sigue diciéndome en voz baja.
—¿Le parece a usted que su poder es inmenso?
Maniático del control, añado para mis adentros.
—Tengo más de cuarenta mil empleados, señorita Heartfilia. Eso me otorga cierto
sentido de la responsabilidad… poder, si lo prefiere. Si decidiera que ya no me
interesa el negocio de las telecomunicaciones y lo vendiera todo, veinte mil
personas pasarían apuros para pagar la hipoteca en poco más de un mes.
Me quedo boquiabierta. Su falta de humildad me deja estupefacta.
—¿No tiene que responder ante una junta directiva? —le pregunto asqueada.
—Soy el dueño de mi empresa. No tengo que responder ante ninguna junta
directiva.
Me mira alzando una ceja y me ruborizo. Claro, lo habría sabido si me hubiera
informado un poco. Pero, maldita sea, qué arrogante… Cambio de táctica.
—¿Y cuáles son sus intereses, aparte del trabajo?
—Me interesan cosas muy diversas, señorita Heartfilia. —Esboza una sonrisa casi
imperceptible—. Muy diversas.
Por alguna razón, su mirada firme me confunde y me enciende. Pero en sus ojos
se distingue un brillo perverso.
—Pero si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?
—¿Relajarme?
Sonríe mostrando sus dientes, blancos y perfectos. Contengo la respiración. Es
realmente guapo. Debería estar prohibido ser tan guapo.
—Bueno, para relajarme, como dice usted, navego, vuelo y me permito diversas actividades físicas. —Cambia de posición en su silla—. Soy muy rico, señorita Heartfilia, así que tengo aficiones caras y fascinantes.
Echo un rápido vistazo a las preguntas de Levy con la intención de no seguir con
ese tema.
—Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto? —le pregunto.
¿Por qué hace que me sienta tan incómoda?
—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su
mecanismo, cómo se montan y se desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué
puedo decirle?
—Parece que el que habla es su corazón, no la lógica y los hechos.
Frunce los labios y me observa de arriba abajo.
—Es posible. Aunque algunos dirían que no tengo corazón.
—¿Por qué dirían algo así?
—Porque me conocen bien. —Me contesta con una sonrisa irónica.
—¿Dirían sus amigos que es fácil conocerlo?
Y nada más preguntárselo lamento haberlo hecho. No está en la lista de Levy.
—Soy una persona muy reservada, señorita Heartfilia. Hago todo lo posible por
proteger mi vida privada. No suelo ofrecer entrevistas.
—¿Por qué aceptó esta?
—Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no
podía sacarme de encima a la señorita McGarden. No dejaba de dar la lata a mis
relaciones públicas, y admiro esa tenacidad.
Sé lo tenaz que puede llegar a ser Levy. Por eso estoy sentada aquí, incómoda y
muerta de vergüenza ante la mirada penetrante de este hombre, cuando debería
estar estudiando para mis exámenes.
—También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?
—El dinero no se come, señorita Heartfilia, y hay demasiada gente en el mundo que
no tiene qué comer.
—Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del
mundo?
Se encoge de hombros, como dándome largas.
—Es un buen negocio —murmura. Pero creo que no está siendo sincero. No tiene sentido. ¿Alimentar a los pobres
del mundo? No veo por ningún lado qué beneficios económicos puede
proporcionar. Lo único que veo es que se trata de una idea noble. Echo un vistazo a
la siguiente pregunta, confundida por su actitud.
—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?
—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de
Carnegie: «Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente puede
adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado». Soy muy
peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.
—Entonces quiere poseer cosas…
Es usted un obseso del control.
—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.
—Parece usted el paradigma del consumidor.
—Lo soy.
Sonríe, pero la sonrisa no ilumina su mirada. De nuevo no cuadra con una
persona que quiere alimentar al mundo, así que no puedo evitar pensar que
estamos hablando de otra cosa, pero no tengo ni la menor idea de qué. Trago
saliva. En el despacho hace cada vez más calor, o quizá sea cosa mía. Solo quiero
acabar de una vez la entrevista. Seguro que Levy tiene ya bastante material. Echo
un vistazo a la siguiente pregunta.
—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera
de ser?
Vaya, una pregunta personal. Lo miro con la esperanza de que no se ofenda.
Frunce el ceño.
—No puedo saberlo.
Me pica la curiosidad.
—¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron?
—Todo el mundo lo sabe, señorita Heartfilia —me contesta muy serio.
Mierda. Sí, claro. Si hubiera sabido que iba a hacer esta entrevista, me habría
informado un poco. Cambio de tema rápidamente.
—Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.
—Eso no es una pregunta —me replica en tono seco.
—Perdón. No puedo quedarme quieta. Ha conseguido que me sienta como una niña
perdida. Vuelvo a intentarlo.
—¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?
—Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren.
Pero no me interesa seguir hablando de mi familia.
—¿Es usted gay, señor Dragneel?
Respira hondo. Estoy avergonzada, abochornada. Mierda. ¿Por qué no he
echado un vistazo a la pregunta antes de leerla? ¿Cómo voy a decirle que estoy
limitándome a leer las preguntas? Malditas sean Levy y su curiosidad.
—No, Lucy, no soy gay.
Alza las cejas y me mira con ojos fríos. No parece contento.
—Le pido disculpas. Está… bueno… está aquí escrito.
Ha sido la primera vez que me ha llamado por mi nombre. El corazón se me ha
disparado y vuelven a arderme las mejillas. Nerviosa, me coloco el mechón de pelo
detrás de la oreja.
Inclina un poco la cabeza.
—¿Las preguntas no son suyas?
Quiero que se me trague la tierra.
—Bueno… no. Levy… la señorita McGarden… me ha pasado una lista.
—¿Son compañeras de la revista de la facultad?
Oh, no. No tengo nada que ver con la revista. Es una actividad extraacadémica
de ella, no mía. Me arden las mejillas.
—No. Es mi compañera de piso.
Se frota la barbilla con parsimonia y sus ojos jade me observan atentamente.
—¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? —me pregunta en tono
inquietantemente tranquilo.
A ver, ¿quién se supone que entrevista a quién? Su mirada me quema por
dentro y no puedo evitar decirle la verdad.
—Me lo ha pedido ella. No se encuentra bien —le contesto en voz baja, como
disculpándome.
—Esto explica muchas cosas.
Llaman a la puerta y entra la albina número dos. —Señor Dragneel, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.
—No hemos terminado, Andrea. Cancele mi próxima reunión, por favor.
Andrea se queda boquiabierta, sin saber qué contestar. Parece perdida. El señor
Dragneel vuelve el rostro hacia ella lentamente y alza las cejas. La chica se pone
colorada. Menos mal, no soy la única.
—Muy bien, señor Dragneel —murmura, y sale del despacho.
Él frunce el ceño y vuelve a centrar su atención en mí.
—¿Por dónde íbamos, señorita Heartfilia?
Vaya, ya estamos otra vez con lo de «señorita Heartfilia».
—No quisiera interrumpir sus obligaciones.
—Quiero saber de usted. Creo que es lo justo.
Sus ojos jade brillan de curiosidad. Mierda, mierda. ¿Qué pretende? Apoya los
codos en los brazos de la butaca y une las yemas de los dedos de ambas manos
frente a la boca. Su boca me… me desconcentra. Trago saliva.
—No hay mucho que saber —le digo volviéndome a ruborizar.
—¿Qué planes tiene después de graduarse?
Me encojo de hombros. Su interés me desconcierta. Venirme a Seattle con Levy,
encontrar trabajo… La verdad es que no he pensado mucho más allá de los
exámenes.
—No he hecho planes, señor Dragneel. Tengo que aprobar los exámenes finales.
Y ahora tendría que estar estudiando, no sentada en su inmenso, aséptico y
precioso despacho, sintiéndome incómoda frente a su penetrante mirada.
—Aquí tenemos un excelente programa de prácticas —me dice en tono
tranquilo.
Alzo las cejas sorprendida. ¿Está ofreciéndome trabajo?
—Lo tendré en cuenta —murmuro confundida—. Aunque no creo que encajara
aquí.
Oh, no. Ya estoy otra vez pensando en voz alta.
—¿Por qué lo dice?
Ladea un poco la cabeza, intrigado, y una ligera sonrisa se insinúa en sus labios.
—Es obvio, ¿no? Soy torpe, desaliñada y no soy albina.
—Para mí no.
Su mirada es intensa y su atisbo de sonrisa ha desaparecido. De pronto siento
que unos extraños músculos me oprimen el estómago. Aparto los ojos de su
mirada escrutadora y me contemplo los nudillos, aunque no los veo. ¿Qué está
pasando? Tengo que marcharme ahora mismo. Me inclino hacia delante para coger
la grabadora.
—¿Le gustaría que le enseñara el edificio? —me pregunta.
—Seguro que está muy ocupado, señor Dragneel, y yo tengo un largo camino.
—¿Vuelve en coche a Vancouver?
Parece sorprendido, incluso nervioso. Mira por la ventana. Ha empezado a
llover.
—Bueno, conduzca con cuidado —me dice en tono serio, autoritario.
¿Por qué iba a importarle?
—¿Me ha preguntado todo lo que necesita? —añade.
—Sí —le contesto metiéndome la grabadora en el bolso.
Cierra ligeramente los ojos, como si estuviera pensando.
—Gracias por la entrevista, señor Dragneel.
—Ha sido un placer —me contesta, tan educado como siempre.
Me levanto, se levanta también él y me tiende la mano.
—Hasta la próxima, señorita Heartfilia.
Y suena como un desafío, o como una amenaza. No estoy segura de cuál de las
dos cosas. Frunzo el ceño. ¿Cuándo volveremos a vernos? Le estrecho la mano de
nuevo, perpleja de que esa extraña corriente siga circulando entre nosotros. Deben
de ser nervios.
—Señor Dragneel.
Me despido de él con un movimiento de cabeza. Él se dirige a la puerta con
gracia y agilidad, y la abre de par en par.
—Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Heartfilia.
Me sonríe. Está claro que se refiere a mi poco elegante entrada en su despacho.
Me ruborizo.
—Muy amable, señor Dragneel —le digo bruscamente. Su sonrisa se acentúa. Me alegro de haberle divertido. Salgo al vestíbulo echando chispas y me sorprende que me siga. Andrea y Olivia levantan la mirada, tan sorprendidas como yo.
—¿Ha traído abrigo? —me pregunta Salamander.
—Chaqueta.
Olivia se levanta de un salto a buscar mi chaqueta, que Salamander le quita de las
manos antes de que haya podido dármela. La sostiene para que me la ponga, y lo
hago sintiéndome totalmente ridícula. Por un momento Salamander me apoya las manos
en los hombros, y doy un respingo al sentir su contacto. Si se da cuenta de mi
reacción, no se le nota. Su largo dedo índice pulsa el botón del ascensor y
esperamos, yo con torpeza, y él sereno y frío. Se abren las puertas y entro a toda
prisa, desesperada por escapar. Tengo que salir de aquí. Cuando me vuelvo, está
inclinado frente a la puerta del ascensor, con una mano apoyada en la pared.
Realmente es muy guapo. Guapísimo. Me desconcierta.
—Lucy —me dice a modo de despedida.
—Natsu —le contesto.
Y afortunadamente las puertas se cierran
Diganme si quieren que siga /
