I
El Regreso
Era una noche como tantas otras, excepto que no lo era. Empezó igual, con mi falta de interés en el tiempo y el espacio que ocupaba. Después de todo lo que había ocurrido me limitaba a existir, así que dormía donde estaba, generalmente en la sala de estar, y comía lo que me servían. Probablemente si no fuera porque Sae me preparaba la comida, tampoco me hubiera importado mucho ese detalle. Quizás debí imaginarme que las cosas serían distintas pues había ocurrido algo importante. Peeta había vuelto y, en un gesto que no hacía más que recalcar su naturaleza generosa, había plantado Primroses alrededor de mi casa. En honor a mi hermana...
Debería desechar lo pensamientos que me acechan cada vez que pienso en ella, pero dejo que me hundan profundo. Revivo la escena hasta que no logro ver de las lágrimas que brotan de mis ojos. En general lloraba sin moverme casi, sufriendo casi en silencio. Pero ese día se apoderó de mi una fuerza que no sentía hace tiempo. El recuerdo de esa cosa en mi habitación... esa rosa... Perdí los estribos y por primera vez desde que había vuelto Buttercup sentí que reaccionaba. Lloré como no lo había hecho en días, dejando que los gritos de desesperación que llevaba acumulando brotaran de mi garganta...
Esa noche estaba cansada. Después de comer me tiré en mi sillón y no me moví de allí en horas, hasta que sucumbí al sueño. Me había acostumbrado a volver a tener pesadillas, con imágenes horribles de los acontecimientos que había vivido en los últimos dos años, pero especialmente con la muerte de Prim. Me despertaba agitada, con la piel erizada y sintiéndome completamente atrapada en mi propio cuerpo, sin poder moverme. Esta noche no fue la excepción. Soñé con ese fatídico día... los paracaídas cayendo sobre los niños del capitolio... mi hermana corriendo hacia ellos. Y esa sensación, esa horrible sensación de saber que algo espantoso va a suceder pero no puedes evitar. Trato de advertirle a Prim, pero ella, pese a verme, no logra escapar. Ese segundo se expande, haciéndose eterno pero sin permitirme moverme o ayudarla. Y luego la explosión.
Me despierto gritando, llorando, con una sensación opresiva en medio de mi pecho. No puedo dejar de ver en mi cabeza el fuego. Sólo mi garganta parece libre de movimiento, pero hasta eso es una ilusión. Grito casi como un espasmo de terror. No puedo moverme, no puedo huir, aunque tampoco sé si quiero huir...
Y entonces sucede. Hasta allí era una noche cualquiera, pero esta vez algo cambia. Grito aún, la vista nublada de lágrimas, cuando siento una silueta a mi lado. De pronto unos brazos fuertes me rodean casi completamente el torso y me levantan hacia su dueño. No veo aún, pero mi garganta se atraganta de la sorpresa. Y entonces lo escucho.
—Tranquila, ya pasó, fue sólo un sueño—Pero lo que parece un sueño es lo que está ocurriendo. Sigo aún completamente rígida, catatónica, pero las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas y mi vista se aclara. La sala está oscura, apena la luz de la luna entrando por entre las cortinas que no cerré, pero lo veo claramente. Su rostro bondadoso, su cabello claro, sus ojos azules y profundos que parecen brillar en la oscuridad.
Peeta me aprieta contra su pecho, dejándome descansar mi cabeza en él. De pronto mi cuerpo empieza a sentir una tibieza nueva, tibieza que luego se vuelve calor. Mis articulaciones parecen agradecer el cambio y mis músculos empiezan a ceder la fuerte contractura de terror. Me relajo en sus brazos y me doy cuenta que me está apretando fuerte y ya no tengo miedo.
Pasa un buen rato hasta que logro moverme un poco y mi garganta logra pronunciar algo que suene menos gutural.
—Viniste—es todo lo que logro soltarle.
No lo veo, pero lo siento sonreírme tímidamente—Te sentí gritar y supe que tenías una pesadilla. Vine a ayudarte... Es lo que solíamos hacer—me dice, sin titubear. Me sorprende que ni siquiera dude de la veracidad de este recuerdo.
—Lo recuerdas—le digo incorporándome un poco, pero lo lamento en seguida pues él me suelta del abrazo en el que me tenía atrapada y una sensación de soledad y vulnerabilidad me asalta. De pronto, me avergüenzo y me alegro que la luz esté apagada para que no vea que el color ha subido a mis mejillas. Me percato de cuánto he extrañado su cuerpo cerca del mío, especialmente en relación a las pesadillas.
Peeta no responde. El silencio de la habitación sólo es interrumpido por los apagados ruidos de la noche. Noto que está sentado a mi lado en el sillón, muy quieto, mirando en otra dirección. Miro sus manos que están apretadas contra sus rodillas, concentrado. Me doy cuenta que está refrenando alguno de esos recuerdos que le fueron cambiados en el Capitolio. Instantáneamente me siento culpable porque esté aquí conmigo, intentando ayudarme, cuando yo soy la causa de que él tenga esos ataques.
Se gira de pronto hacia mi y me mira con vehemencia—Esas noches en el tren—me dice con la boca seca. Sus ojos están algo desorbitados—Necesito que me aclares...
—Real—me apresuro a decir, sin dejarle terminar la frase. Sé que debo explicarme más—Dormíamos juntos para evitar tener pesadillas... sobre los juegos...
Su respiración se hace algo más lenta y sus manos parecen relajarse, ahora moviéndose algo frenéticamente arriba y abajo en sus muslos. Me pregunto si quiere más información sobre el significado de esa cercanía, suplicando que no me lo pida pues no me siento capaz de ponerlo en palabras.
Pero no lo hace. Se pone de pie y me mira en la oscuridad. Mi corazón da un vuelco, temiendo que se vaya a ir y me vuelva a dejar sola a merced de las pesadillas. Espero que se mueva pero no lo hace. Sólo me mira en la oscuridad, como meditando sobre algo.
—Disculpa que entrara así en tu casa—me dice de pronto. Está calmado, casi como su antiguo ser, pero algo triste—Te sentí gritar y sólo reaccioné. Ni siquiera pensé.
Mi boca se abre por la sorpresa. Y es que la idea de que se esté disculpando por venir a ayudarme me parece casi ridícula.
—Peeta, ¿de qué estás hablando? No tienes porqué disculparte... —empiezo, pero él me interrumpe.
—No, fue peligroso. Casi tengo un ataque al darme cuenta de lo que estaba pasando y lo mucho me que recordaba viejos momentos contigo—su mirada se hace más penetrante al decirme eso—Pude haberte hecho daño y nadie podría haberte ayudado.
Al decir eso da un paso hacia atrás, casi horrorizado.
—No—me levanto de un salto. Mi cuerpo no lo agradece pues la falta de movimiento me ha dejado huella. Pero no puedo evitarlo, no quiero que me deje sola. Todo lo que me dice de que puede hacerme daño no me parece importante. De alguna forma, pese a todo lo que ha pasado entre nosotros, sigo confiando en él. Rebusco dentro mío alguna forma de retenerlo—¿Recuerdas en el capitolio cuando te pedí que te quedaras conmigo?
Me responde asintiendo levemente. Me vuelvo a alegrar de la oscuridad pues me he vuelto a sonrojar al recordar que esa fue la última vez que lo besé. Fue un desesperado intento de mi parte de recuperarlo para mi y sé que para él fue difícil de soportar por todos los conflictos que despertó en él, así que no lo menciono.
—Me dijiste que siempre lo harías—le reclamo, intentando sacudir de mi cabeza ese beso y la confusión que despierta en mí. Sé lo egoísta que estoy siendo al pedirle eso, pero no puedo evitarlo. No quiero evitarlo.
Lo veo titubear un segundo, en conflicto sobre qué hacer. Finalmente da un paso hacia mi y sus brazos vuelven a rodearme. Cierro los ojos y me hundo en su aroma. El calor de su cuerpo me calma y no me importa mi egoísmo previo al obligarlo a quedarse.
—Me quedaré hasta que te duermas—me dice por fin. Me toma la mano y me obliga a acostarme en mi cama, la que no he usado en meses. Me arropa y se recuesta a mi lado, por encima de la ropa. Lo miro preocupada, nuevamente asaltada por la duda de si le estaré pidiendo demasiado. Pero sus limpios ojos azules me miran completamente tranquilos. Levanta una mano dubitativo y la pasa por mi cabello, revuelto sobre la almohada. Le intento sonreír, pero siento que sólo logro esbozar una mueca lastimera. Me rindo y cierro los ojos. Y esta vez no hay pesadillas dispuestas a atraparme.
A la mañana siguiente me despierto en la misma posición. Miro a mi lado, decepcionada al ver que Peeta se ha ido, tal como había prometido. Me quedo un rato mirando el techo de la habitación, recordando los sucesos de anoche y maravillada con el efecto mágico que tiene en mí el chico del pan. Me río al pensar en ese sobrenombre. Ahora es mucho más que eso.
Me levanto y me visto para ir a cazar. No lo he hecho en meses, pero hoy por primera vez tengo deseos de hacerlo. Cuando regreso con dos conejos y una ardilla, me encuentro a Sae cocinándome el desayuno. Ella me mira sorprendida. Quizás ni siquiera se hubiera percatado de que no estaba en la casa. Le entrego lo animales con una casi-sonrisa y me como lo que me preparó. De pronto caigo en cuenta que allí, en mi mesa, hay un par de maravillosos panes de queso. Perfectos, como sólo Peeta sabe hacerlos. Los tomo entre mis manos y los muerdo con los ojos cerrados, disfrutando todo su sabor y aroma.
Cuando abro los ojos, Sae me mira sonriendo. —Ahora entiendo—me dice muy tranquilamente. Y luego se va de la habitación dejándome toda confusa.
Decido no preguntarle, pues sospecho qué intentó insinuarme, pero cuando a media tarde golpean a mi puerta no puedo evitar mostrar mi entusiasmo. Sae le abre a Peeta que entra con su paso pesado y una caja cerrada. La coloca cuidadosamente en una esquina de la sala y se gira hacia mi. Sae se disculpa, balbuceando algo sobre tener que ir a cuidar de su casa, y sale apresuradamente. Yo me quedo mirando embobada al sitio donde estaba Sae hace sólo unos minutos, hasta que de pronto noto que Peeta se está acercando a mi.
—Katniss—me dice. Mi nombre me hace sobresaltar. Lo miro sorprendida, casi como si hubiera olvidado que estaba tan cerca, a sólo un metro de mi—Katniss... Creo que necesitamos conversar.
Lo miro extrañada pero asiento. Me invita a sentarme, algo curioso pues estamos en mi casa, y me comienza contando sobre su tratamiento con el Doctor Aurelius, sobre lo menos frecuente que son sus ataques. Me cuenta las noticias del capitolio sobre Effie y los demás. Hasta menciona que se ha sentido muy bienvenido en el 12 desde que regresó, sólo hace 2 días. De pronto se queda callado.
—Creo que es tu turno—me dice, mirándome tímidamente. Yo titubeo. No sé qué podría contarle. Me he pasado estos meses, ya ni siquiera sé cuántos, en un estado deplorable, sin siquiera saber sobre los demás. Sólo me desperté al sentirlo a él.
—Hoy fui a cazar—le suelto, evitando el asunto. De nuevo el silencio. Él me mira interesado, pero no sé que más agregar—Cacé dos conejos y una ardilla—continúo casi 2 minutos después.
Me mira con tristeza y se levanta—Disculpa, no quiero forzarte—Me vuelvo a levantar bruscamente, mi cuerpo vuelve a quejarse. Peeta me mira sorprendido, quizás sin entender cómo interpretar mis movimientos. Después de un rato hace un gesto de alejarse y yo me abalanzo sobre él.
Esta vez soy yo quien lo abraza y esto lo sorprende, pero no tarda mucho en devolverme el abrazo—Te extrañé—le suelto finalmente y sin poder controlarme me pongo a llorar.
Como toda respuesta me vuelve a sentar en el sillón, sin dejar de abrazarme. Yo no lo suelto en ningún momento, apretando furiosamente mi cabeza contra su pecho, su camisa completamente empapada por mis lágrimas. Una de sus manos se eleva hacia mi cabeza y empieza a acariciarme a través de mi cabello. Eso me calma un poco y aunque sigo llorando, ahora lo hago algo más silenciosamente. Aparto un poco mi cabeza y lo miro. Me encuentro con sus ojos, clavados en mi, completamente absortos en la escena. Peeta se ve algo desconcertado, pero no como la confusión de los ataques. Supongo que ésta no era la respuesta que esperaba a su tranquila conversación.
—Deberías conversar con el Doctor Aurelius—me dice después de largo rato. Me sigue haciendo cariño en mi cabello, manteniendo su vista fija en mis ojos. Yo lo miro de vuelta, aún brotándome lágrimas y asiento. No es que quiera, pero no puedo negármele por algún motivo.
Así que cuando suena mi teléfono, me limpio los ojos con la manga y contesto. La voz del doctor parece sorprendida, pero casi alegre. Peeta me acerca una silla y se despide con señas. Una vez que sale, decido que voy a intentarlo por él. Y le cuento al doctor todo lo que no pude decirle a Peeta hace unos momentos.
