Disclaimer: Los personajes de esta historia pertenecen a J.R.R. Tolkien.
I
La Segunda Edad del Sol avanzaba rauda sin mirar atrás y el entonces rey, Ar-Pharazôn, contemplaba la ciudad de Armenelos desde la ventana de su estancia con aire distraído. Mientras sus ojos contemplaban la mampostería de las casas más humildes y su mente la ponía en contraste con la piedra pulida y blanca de su palacio, tamborileaba con sus dedos en el quicio de la ventana. Un rey siempre está tan ocupado en los asuntos de Estado que poco tiempo guarda para los suyos propios. Sin embargo, esa mañana Tar-Calion no podía pensar en otra cosa que no fuera Sauron.
Ni siquiera las continuas incursiones en la Tierra Media con sus consecuentes batallas lo habían desgastado tanto física y mentalmente como la estancia de Sauron en Númenor. Pero ni el propio rey sospechaba de la causa de su propio estado. Su carácter se había tornado más tosco y agrio; la rudeza y las malas formas se apoderaron de su ser con fuerza y sin previo aviso. La veneración a la Oscuridad de Morgoth lo consumía paulatinamente, a él y a la mayoría de su pueblo.
Pero había más: el orgullo de Ar-Pharazôn sobrepasó todos los límites cuando decidió proclamarse rey único y supremo del Mundo sin encomendarse a las entidades supremas a quien debía obediencia y lealtad, y en su mente se forjó el pensamiento de un eterno vasallaje por parte de Sauron hacia su persona. Y lo consiguió después de gastar una ingente cantidad de dinero en armarse hasta los dientes y en crear una armada de barcos como no hubiera otra, cosa que hizo doblegar a aquel.
Si en algo destacaba el rey, además de en tener un orgullo desmedido, era en ser un hombre de inteligencia nada desdeñable, pues en un principio no se tragó las lisonjas de Sauron. Sin embargo, había sucumbido a ellas poco a poco sin percatarse lo más mínimo, y ahora sobre Armenelos pendía una neblina cada vez más oscura, una telaraña fabricada con los hilos del terror, un miedo que Sauron infundía a cada paso.
Esa mañana, Ar-Pharazôn estaba como ausente. Sin embargo, se despabiló enseguida y salió de su ensoñación cuando llamaron a la puerta de su cuarto con énfasis. Hizo pasar a quien estaba al otro lado con una simple palabra.
—Buenos días, mi señor —Sauron hizo tal reverencia que su nariz casi tocó el frío suelo de piedra de la estancia—. ¿Habéis dormido bien?
Su voz melosa era música para los oídos del rey. Enseguida este asintió y le ordenó que se sentara en una preciosa silla de madera labrada, obra seguramente de algún carpintero reputado de antaño.
—Os he hecho llamar porque deseaba saber más. Decís que hay tierras en todas partes, ¿verdad? ¿Por dónde deberíamos empezar?
—Bueno, es un asunto que debemos pensar detenidamente. Aunque la Antigua Oscuridad, obra de nuestro Señor Melkor, obrará en nuestro favor, de eso no me cabe duda. Las tierras del Este son las que debéis explorar.
—Sí, cierto, la Oscuridad como decís… ¿Y qué hay allí?
El rey estaba inquieto, deseoso por obtener información cierta sobre tierra de la que se pudiera apropiar y donde pudiera apagar su sed de conquista. Quedaba patente en cada palabra y en cada gesto de Ar-Pharazôn que la oscuridad se iba apoderando de él y lo consumía con rapidez: sus ojeras eran cada vez más pronunciadas; su estado físico se deterioraba y el desaliño de sus ropas dejaban claro la posición de un rey que ni siquiera era totalmente consciente de sus actos.
—Oh, las mayores riquezas que os podáis imaginar. ¡Y los Valar queriéndoos ocultar semejante botín! Hay que dar pasos cautos pero contundentes.
—Ya veo… Debería reunirme con mis consejeros; ellos sabrán qué hacer. Aunque quizá sin Amandil, el proceso se demore.
—¿Pensáis ahora en aquél que osó traicionaros? Muy cara es esa estima vuestra cuando la recibe uno que no la merece.
Por un momento, Sauron pareció fuera de sí, pero supo controlar su furia. El solo nombramiento del nombre de Amandil le crispaba, pues de los consejeros del rey era el único que no se había dejado manejar por sus artes, además de ser fuerte y decidido, cualidades todas ellas por las que Sauron no se había atrevido a acercársele siquiera. De suerte que Ar-Pharazôn era del todo manipulable: había puesto en el rey la semilla de la duda sobre Amandil, y tal semilla se había convertido en una planta terrible que no tardó en expulsar con sus raíces a su fiel consejero de su lado, simplemente por permanecer fiel a los Valar y negarse a venerar a la Oscuridad. Algo que en la mente del rey era una traición, así como en la mente de Sauron.
—Tenéis razón. No debería haber dicho eso… Reflexionaremos sobre esto en otra ocasión —. Dijo el rey instando a su invitado a que se marchara con un simple gesto de la mano.
Ante esto, Sauron se levantó de su silla y, con una reverencia tan profunda o más que la anterior, salió de la estancia dejando al rey solo y pensativo. Era notorio que los Valar los habían engañado, Sauron y toda su sabiduría no podían estar equivocados. Pero, ¿con qué intención? Tras largo rato meditando sobre ello, llegó a la terrible conclusión de que los propósitos de aquellos a los que habían venerado ciegamente eran lo de menos: lo importante ahora era reparar el error causado y redimirse, arrodillándose ante el Señor Oscuro y servirlo sin reservas como muestra de total y absoluta lealtad. Y como él debía hacer todo su pueblo.
Ar-Pharazôn se aproximó de nuevo a la ventana. Era incapaz de percatarse del horror que se cernía sobre Númenor, del terror que envolvía a Armenelos. Miraba pero no veía, y así, sus ojos velados se dirigieron hacia el Meneltarma, el santuario que los hombres habían dedicado a Ilúvatar. Apretó los puños sin dejar de mirar a lo lejos, la rabia consumiéndole las entrañas: Eru Ilúvatar ya no sería adorado nunca más, no por los hombres de esa tierra. Se dirigió a su mesa, llena de pergaminos y en la que reinaba un desorden de lo más inusual, cogió papel nuevo y tinta y comenzó a escribir con letra rápida pero clara:
"Por orden de Ar-Pharazôn, rey de Númenor, queda prohibido el culto a Eru Ilúvatar en el santuario del Meneltarma".
El rey miró lo que había escrito: escueto y conciso, como era menester. Se frotó los ojos un momento, pues de repente se sintió aturdido y golpeado por las posibles consecuencias de aquella repentina reacción. ¿No sería precipitarse demasiado? La inseguridad del rey le obligó a consultar tal decisión con Sauron; él sabría qué era lo correcto. Salió de su estancia a toda prisa y tras caminar sin rumbo fijo por el palacio, halló a su consejero más preciado sentado en una sala cuyo único mobiliario eran una silla y una mesa parcas en adornos. El lugar idóneo para pensar sobre las cuestiones trascendentales del reino sin ser molestado y que él había utilizado a menudo.
—Necesito de vuestro consejo.
—¿Qué puedo hacer por vos?
Sauron se había levantado y, antes de poder hacer la correspondiente reverencia a su rey para seguir alimentando aquella farsa, Ar-Pharazôn ya le había entregado el pergamino. Aquél lo desenrolló y leyó en voz alta. A medida que leía su rostro se encendía de un júbilo que no podía expresar con actos ni con palabras, y que disimuló a la perfección para que el rey no se percatara. Miró con semblante serio al monarca mientras volvía a enrollar el pergamino.
—Es una idea muy sensata, mi señor. Es lo que ha de hacerse y os felicito porque este acto haya nacido de vuestra magnificencia.
El rey sonrió satisfecho mientras recogía el pergamino, pero al observar más detenidamente el rostro de Sauron, comprobó que aquella decisión no iba a ser la única que tendría que afrontar.
—Sin embargo… creo sinceramente que debería ser impuesta una pena ejemplar para aquel que ose contradeciros.
—¿En qué habéis pensado? No se me había ocurrido tal cosa…
El rey estaba aturdido; distintos pensamientos cruzaban su mente en todas direcciones y no lograba hacerlos parar.
—La mayor pena de todas por la afrenta gravísima que supondría no acatar una orden vuestra: la pena de muerte.
El monarca notó una fuerte presión en la cabeza y se llevó la mano a ella.
—¿Os encontráis bien? —. La preocupación fingida de Sauron y su tono afectado apaciguaron un tanto el alma del rey.
—Sí, no es nada… Pero, la pena de muerte… Es un tanto excesiva para este caso.
—No lo veo igual que vos, me parece. Mirad, mi señor —dijo mientras abría de nuevo el pergamino y se acercaba a la mesa—; escribiré en este papel la pena que creo más que justa, y solo os corresponde a vos decidir si queréis aplicarla.
El rey vio cómo Sauron escribía con una letra perfecta las palabras "bajo pena de muerte", y la presión volvió a su cabeza. Tendría que pensar en eso detenidamente, aunque probablemente y como siempre, su vasallo tuviera razón.
—Además de esto, creo que podríais hacer algo que está perfectamente a vuestro alcance y que no tendrá repercusión alguna, si el Señor Oscuro nos ampara —. La voz de aquel hombre adormecía al rey, que asintió levemente como quien está inmerso en un pensamiento tan profundo que no escucha lo que su interlocutor le está diciendo.
—¿De qué se trata? —dijo Ar-Pharazôn sintiéndose desfallecer.
—Creo que deberíais prohibir que los rebeldes, esos Fieles a los Valar como ellos se autodenominan en su osadía, pusieran un pie en este castillo, y aun esta ciudad. En mi humilde opinión, deberían permanecer lejos de todo cuanto aquí mora. En especial de los jardines y del Árbol Blanco que tan bien representa lo que debe ser obviado.
Tar-Calion había comenzado a moverse de un lado a otro, nervioso, mientras Sauron hablaba, y se frotaba las manos con tanto brío que parecía que iban a rompérsele.
—¿Estáis seguro de eso? Los rebeldes no han esperado para alejarse de aquí, son muy pocos los que aún quedan en Armenelos. ¿Creéis que osarían acercarse a los jardines? Si es así, ¡más vale que Melkor nos ayude, porque seguro que habrá consecuencias!
Del corredor colindante comenzaron a surgir voces que susurraban, y Sauron se acercó al rey, apartándolo a un lado de la estancia donde nadie podía verlos ni oírlos.
—Creo, además, que hay que dar un paso más en este asunto. Me atrevería a sugerir que es necesario cortar ese árbol.
—¿Cómo decís? —El rey, alarmado, había dejado de lado la discreción—. No osaré hacer tal cosa. Soy fiel amigo de las tradiciones y aún más de las supersticiones.
—Mi señor, no os daría consejo si no estuviera seguro de que representa lo mejor que podéis hacer.
Sauron no dijo más y dejó al rey de nuevo solo, tras realizar otra pronunciadísima reverencia. Lo había dejado sumido en la más profunda de las incertidumbres y la duda lo asolaba más que nunca. Sin embargo, sabía que tenía razón al pensar que lo correcto sería no dejar que nadie se aproximara a Nimloth, puesto que no tenía sentido adorar a aquellos por los que ya no se siente devoción. La noticia se daría a conocer en breve.
Cuando se alejó de aquella estancia solitaria, el rey sintió deseos de contemplar al que seguía siendo un precioso árbol blanco a pesar de lo que podía representar. Desde una de las ventanas de su estancia podía divisar los jardines repletos de plantas, otrora exuberantes y hoy secas y macilentas. Pero su mirada estaba clavada en Nimloth el Bello, imponente a pesar de la naturaleza muerta que lo rodeaba y de la proximidad del invierno, sin embargo, no tanto como lo estuviera en días pasados. Al observar su decadencia, el rey sintió miedo: el destino de su casa y de su reino estaba ligado irremediablemente a la salud y vitalidad de aquel árbol. Así lo había predicho su tío Tal-Palantir, y era algo que creía firmemente.
