—Introducción. Una despedida—
La vista era privilegiada. Bastante maravillosa, para una persona como él. Quién gozaba de todos los privilegios posibles, actuando cómo un animal sin gracia, pisoteando de forma cruel a los demás. Lo irónico era, que, lo único importante en su vida. iba más allá de las montañas de dinero o los increíbles lujos que se permitía. Su secreto era más oscuro, tristemente frustrante. Quería venganza, poder, redención. Todas en un factor sin orden, pero que se ampliara a su objetivo principal. Desaparecer al murciélago. Después de eso, nada era importante para él. Ni siquiera ella, que, era denominada su reina. La acompañante desinteresada en sus crueles hazañas. La única que fue capaz de abrir su corazón, haciéndole generar un hueco sentimental en el pecho. Y por ello, quiso asesinarla en contadas ocasiones. No obstante, se quedó. De todas formas, tampoco le generaba gracia en su vida.
Pero un momento en su vida, las cosas debían detenerse. Estaba observando con detenimiento la ciudad. Horas atrás, había incendiado una importante fábrica de ensamble de vehículos, atrapando a millares de trabajadores allí. Quizá con familia, con unos cuantos infantes esperándolo en la entrada. Para darse cuenta de que jamás volvería a verlos. Y él no se presentaba arrepentido de ello. Es más, con la ducha que se dio el privilegio de tomar, minutos atrás, se había dado cuenta, de que tenía un descargo emocional. Toda su semana había sido tediosa, auspiciada por los terribles acontecimientos que se avecinaban.
El príncipe payaso mordió su labio inferior. Detalló la punta de un edificio lejano, sintiendo unas cuantas gotas de agua caer de su cabello verdoso. Tomó aire, cómo quién trata de ocultar las frustraciones de esa forma. Y es que estaba de ese modo. Terriblemente impaciente, asquerosamente emocional. ¡Si que lo odiaba! Pero no había remedio alguno. Su alma estaba forjada de un raro interés por las artes. Su mente intelectual, se mantenía extasiada por los fragmentos poéticos. Pero él nunca quiso ser de esa forma. Nunca intentó aparentar ser más que un loco egocéntrico.
Sintió unos brazos delgados abrazarlo. Los dedos se deslizaron bajo su abdomen, abriéndole la bata color café. Apenas vestía aquella prenda repleta de pelo artificial, capaz de brindarle cierta frescura, después de la ducha. Eso, además de su flamante ropa interior.
Increíblemente, fue incapaz de moverse. Quizá porque, su plan de persuasión estaba en marcha. No quería espantarla, ni mucho menos, Cuando, estaba más que claro, que al momento de actuar de un tono suave, La obligaba a doblegarse a sus mandatos. La relación había sido siempre así. Nunca llegó a imaginar, que su pequeña muñeca lanzada al ácido, hubiera tomado el descaro de traicionarlo de tal forma. No obstante, fue flexible. Mantuvo firme la mirada hacia el horizonte, mientras mantenía la calma. Podía sentirla tan cerca. Terriblemente cerca. Los brazos presionar contra su pecho, los dedos rozándole el abdomen, palpando con cuidado su nueva adquisición de tinta. Una amplia sonrisa. Cómo le gustaba verla en los rostro ajenos. Y por más que aquella cercanía se mantenía, él seguía estático. Pensando, pero a la vez, actuando de forma silenciosa.
—Te extrañaré, Señor J. —Susurró ella a su oído. Pudo apreciar un dulce aroma a almendras, similar al que poseía las sábanas, después de someterla a actos bruscos con su cuerpo. Lo que le hacía despertar más ira contra ella.
—Bebé. Supongo que esto debía suceder —Murmuró él, fingiendo terrible pesar. Apretó la mandíbula, rogando de no delatarse con su expresión. Su cuerpo se mantenía frágil, cómo una pieza perfecta de porcelana. Era accesible a los roces de ella, a pesar de que siempre odió cercanías tan «Estúpidas».
—Te visitaré. quizá hasta te ayude a solucionar algún acertijo —Comentó —No me iré para siempre —Entonces esbozó una sonrisa.
Ella le depositó un beso en el cuello, haciéndolo erizarse. Quiso retirarse del agarre, pero recordó todas sus viles intenciones. Ni siquiera movería un pelo para volverla a amarrar a su yugo. Ella estaría a su merced, siendo la honorable ayudante sin paga. Y él no haría si quiera un vago esfuerzo para lograrlo. Sólo tenía que mantenerse estático, luciendo conforme con aquellas expresiones cariñosas. De igual forma, su inigualable Harley, tenía destreza a la hora de complacer a los demás. Ella exploraba su piel cómo toda una experta, rozándole el pecho, además del abdomen. No se veía lista para descender mucho más de lo permitido. Pero tampoco le molestaría el hecho. esclavo de su condición inhumana, pero arrepentido de poseer las mismas hormonas que todos.
—Adiosito, Puddin —Lamentó ella. Plantó el último beso, abrazándolo de igual forma fuerte. Mister J. Pudo sentir sus pechos presionándole la espalda. Haciéndolo reaccionar de inmediato.
Sintió su cuerpo nuevamente liviano. Dándole la espalda y con la panorámica de una ciudad nocturna, el Joker sacó a pasear su espléndida mueca. Sus labios se ampliaron con un semblante maléfico, obligándolo a querer soltar una carcajada. Pero no era el momento. Decidió entonces agradecer que las manos juguetonas de su «Reina» No se hubieran deslizado hacia su ropa interior. Porque allí, poseía la cadena definitiva.
—¡Nos vemos! —Gritó ella. En menos de un segundo, ella ya había atravesado el amplio salón del
penthouse. Dándole la espalda, realmente confiada. Agradecida de haber terminado aquella relación sin una golpiza. Y, misteriosamente, siendo tan astuta en cuanto al Joker se tratara, no lo notó ni por un segundo. Su actitud serena era tan adversa al hombre explosivo del que solía estar locamente enamorada.
Él abrió su bata. La ropa interior de color dorado, traía un pequeño bulto a un costado. Deslizó su mano con rapidez, para tomar el mango negro que se encontraba oculto. Un revólver de bolsillo tomó lugar en la escena, agradeciendo de no haber sido descubierto antes. Entonces Mister J. Giró sobre su propio eje, para detallar la espalda de la rubia. Esa noche, cómo última cena, ella había elegido deleitarlo con un vestido de color dorado, con unas cuantas figuras de color negro. El diseño le permitía observar la línea de su compañera, además de la piel nívea a la vista. Un placer, todo un encanto haberla tenido para él todo ese tiempo. No obstante, la magia se había acabado, rompiendo con la idea de una muñeca viviente perfecta. Y no aceptaba el hecho de tenerla lejos.
Elevó el brazo hacia ella, apuntándole con el revólver. Esbozó una sonrisa maliciosa, con un poco de nervios. ¿Y qué se sentiría acabar con su propia creación? Mordió su labio inferior, amenazando con temblar. No sabía si quiera la razón, pero esperaba que fuera excitación y no temor de perderla.
Su dedo jugueteó con el gatillo, empujándolo levemente, sin presionarlo del todo. Primero se daría el lujo de darle su luto justo.
