pesadilla
nombre femenino
1. Sueño desagradable que produce angustia, ansiedad, miedo o terror.
2. Persona, hecho o situación desagradable que es causa de graves y continuas preocupaciones o que provoca temor.
Ella es un fantasma en el Castillo. Silenciosa, ojos enfocados en el camino delante de ella en vez del lujo del lugar. Cortinas de terciopelo negro, un poco de dorado aquí y allá, jarrones blancos con rosas amarillas, descansando sobre superficies de mármol. Sus zapatos generan un sonido placentero contra el suelo de marfil, y ella lleva una bandeja de plata con una carta sellada sobre esta.
Rilliane, Sirviente Real del Reino, la doncella personal del Príncipe, su confidente y su sirviente más leal, está por entregar una carta. Ataviada con una versión más cara del uniforme de los sirvientes, se mueve con una elegancia impropia de un plebeyo y mantiene la cabeza en alto. Los demás sirvientes inclinan la cabeza mientras ella pasa, asustados de las consecuencias, si es que la ven pasar. Rilliane se mantiene en las sombras, es ahí su lugar, lejos de la fría mirada de su señor, y sin embargo, a su disposición. Un simple gesto con la mano es suficiente para llamarla.
El pasillo se le hace interminable, pero sigue caminando. Antes de llegar a la última puerta del pasillo, gira a la derecha, internándose por un pasillo diferente, decorado con retratos de anteriores reyes y reinas, la familia de su señor. Debajo de cada retrato hay un jarrón hecho de oro con rosas negras, y debajo, una urna de jade, más pequeña, que contiene las cenizas de los retratados. Excepto una de esas urnas. Aún no hay rosas en el cuadro del Príncipe, y no las va a haber por un largo tiempo.
Finalmente, Rilliane se enfrenta a una puerta alta, de madera blanca y acabado fino; tiene algunos detalles en dorado, y el picaporte es de un bronce pulido tan finamente que brilla. Entra sin tocar. Es de noche, y su señor ya se ha retirado a sus aposentos por el resto del día.
—Rilliane, espero que tengas una muy buena razón para molestarme a esta hora.
Su voz es aterciopelada, suave, sedosa y por sobre todo, peligrosa. No ha alzado la voz, y Rilliane se debate interiormente sobre si esto es bueno o no. Sin embargo, traga saliva y asiente con la cabeza. Tiene el buen cuidado de mantener los ojos fijos en el suelo.
Mirar a Allen, el Príncipe, directo a los ojos es una ofensa que puede ser castigada con la muerte.
—Hay una carta para usted, su Alteza. Un mensajero la trajo esta mañana...
—Ya veo —Allen levanta la vista del libro en el que está enfocado y lo cierra con cuidado. No necesita marcar la página, la recuerda perfectamente. Baja los pies del apoyapié y se levanta de su sillón con una gracia imposible de lograr para otra persona, cada movimiento calculado y elegante, como una danza compleja que sólo él sabe—. Dime, ¿es necesario que me molestes a esta hora, Rilliane?
—Es de suma importancia, su alteza.
—Yo voy a decidir eso, dámela.
Rilliane mantiene la vista fija en sus zapatos y le acerca la bandeja. Con dedos rápidos y ansiosos, Allen toma la carta y se toma un segundo para examinar el sello.
—Has hecho bien en traerme la carta tan pronto, Rilliane. —la felicita, y pasa su mano por el pelo rubio. No, no el de Rilliane, el suyo propio, que es exactamente el mismo tono de rubio que el de ella.
Ahora que lo piensa, Allen nota que tienen mucho en común físicamente. El mismo porte, el mismo pelo... No los ojos. Si bien son del mismo tono, los de ella son amables, expresivos, como sumergirse en un manantial de aguas cálidas y cristalinas. Los suyos son fríos, con la misma belleza glacial de un témpano de hielo, e igual de inhóspitos.
—¿Eso será todo?
—No, no. Prepárate para escribir una carta. Por si acaso. Aún no conocemos la respuesta de los Marlon, ¿o sí?
Hay algo tenebroso en la forma que sus labios se curvan para formar una sonrisa, algo oculto. Allen no es un niño, y si bien tiene una apariencia juvenil, hay algo que evita que se vean los veinte años que tiene. Algo que todos los seres humanos poseen, pero que a Allen le falta.
Ah.
Inocencia.
Esa debe de ser la respuesta.
Rilliane sigue con la vista fija en el suelo mientras Allen lee la carta.
—Escribe una carta a los Marlon diciéndoles que recibiré a su hija, Michaela, dentro de dos semanas. Han dicho que sí.
—¿Entonces va a casarse?
—Creen que seré un aliado bastante valioso, o bien tienen miedo de una guerra si me ofenden. Eso será todo. Escribe la carta y dásela al mensajero lo más pronto posible. Puedes irte.
Rilliane asiente con la cabeza y deja la habitación lo más rápido posible. Cada encuentro con el muchacho le pone los pelos de punta. Cerca de ella hay una sirvienta, esa albina que no habla mucho, y Rilliane le entrega la bandeja.
—Clarith, ¿verdad?
—Sí...
—¿Hablas con Ney?
—Sí, señora.
—Por favor dile que le diga a Germaine que Rilly le envía saludos. Ella entenderá.
Mientras tanto, dentro de la habitación, Allen está bastante satisfecho consigo mismo, relee la carta una y otra vez con una sonrisa que solo aparece cuando alguien está muy orgulloso de lo que ha hecho.
Miedo.
Eso ha motivado a toda la gente debajo de él a obedecerlo. Miedo, una fuerza muy poderosa que debe ser medida con cautela. Demasiado terror y la gente se alzaría para derrocarlo; muy poco y perdería todo poder político. Allen es un maestro a la hora de manejar esa fuerza. Estratégico, frío, distante, calculador. Allen conoce los hilos y de dónde hay que jalar y para qué. Oh, el miedo ha sido un aliado importante, y le ha conseguido otra victoria. Michaela...
—¿No es esto delicioso? —se da vuelta y mira su reflejo en un espejo, sonriéndole. Pero el espejo no le sonríe. Al contrario. El Allen del espejo observa confuso, ¿aterrorizado?, a su contraparte de carne y hueso. Hay algo que lo repugna. Porque Len ve todo, absolutamente todo, y desde el espejo, atrapado como está no puede hacer nada más que golpear el cristal hasta que se quiebra y...
Len despertó. Los cabellos rubios se le pegaban a la frente por el sudor, y hasta la fina camiseta que usaba para dormir se había vuelto una camisa de fuerza. Sostenía las sábanas blancas con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos, y él estaba tan pálido como las sábanas mismas. Temblaba.
Con piernas temblorosas, cubiertas por la tela negra del pijama, se levantó de la cama y se tambaleó hasta la ventana, apoyando la frente contra el cristal. Le falta un balcón. Estaba seguro de que ahí mismo había un balcón. ¿O no? ¿Era parte del sueño? ¿De quién era el balcón, suyo o de Allen?
—¿Qué te sucede? Vas a romper el vidrio —sintió un par de brazos rodear su cintura, una mejilla contra su espalda. Su cable a tierra, Miku, estaba haciendo su trabajo. Lentamente, su respiración comenzó a calmarse, sus latidos ya no eran tan frenéticos, y poco a poco fue despertando del todo.
—No hay un balcón, ¿por qué no hay un balcón? Había uno ayer —balbuceó, aún atrapado entre el sueño y la realidad.
—Nunca hubo un balcón —le respondió Miku, pero él no lo cree. Había un balcón, él lo sabía. Estaba seguro. Todas las mañanas, hacía que Rilliane le pusiera una mesa con una silla y tomaba el desayuno.
Ah.
Entonces sí era parte del sueño nada más.
—Necesito aire fresco...
—Hay un balcón en la sala de estar, ¿recuerdas?
—Creo que ya me desperté.
—Me pateaste mientras dormías, ya estaba despierta.
—Lo lamento.
—No te disculpes. Soy una chica fuerte.
—Eso no lo discuto.
Ambos salieron de la habitación hacia el pasillo, no distinto al de cualquier casa, y se acercaron al balcón. Debajo de ellos, la ciudad de Tokio se extendía como un mapa lleno de vida, las luces, los coches, la gente. Eran las tres de la mañana, entonces no había demasiada vida, pero la suficiente para regresarlo poco a poco a la realidad.
—¿Ya te has ubicado?
—Sí. Siento despertarte.
—No te preocupes. Yo entiendo las necesidades de ustedes, los lunáticos, de despertarse a mitad de la noche a deambular. Estás loquito, yo lo entiendo.
Él le regaló una sonrisa.
Pero había algo más detrás de todo eso.
—Creo que ya es suficiente. Deberíamos entrar.
Ambos se dirigieron a la cama, y Len pidió silenciosamente por una noche tranquila, sin más pesadillas.
Sin embargo, esto apenas comenzaba.
