Disclaimer: Severus Snape no es mío, pero yo le puteo menos que su autora. Hermione tampoco es mía, pero le he dado una pareja más interesante y mucho más acorde a su intelecto que Ron.


Y desaparecer

—No sé quién me mandaría a mí meterme en este lío —refunfuñó el hombre, con el ceño fruncido, mientras Hermione le colocaba las ventosas en la frente y en el pecho, sus salvajes rizos rebotando como muelles a cada movimiento de su cabeza, la fragancia de su perfume inundando las sensibles fosas nasales del hombre.

Sabía perfectamente por qué había aceptado, por qué, de hecho, ya era la segunda vez que se presentaba voluntario para hacer de conejillo de indias para ella, pero tenía que mantener las apariencias. Al fin y al cabo, a pesar de que hacía ya tiempo que había asumido el espantoso hecho de que se había enamorado perdidamente de su colega, no sería Severus Snape si fuera tan imprudente como para admitirlo. Sí, había sido un incauto y ahora estaba pagando las consecuencias, anhelando con desesperación unas caricias de sus dedos y unos besos de sus labios que jamás se producirían; pero él estaba acostumbrado a sufrir en silencio, ya que nunca antes ni sus protestas ni sus gritos de dolor habían sido atendidos, o tan siquiera tenidos en consideración, de modo que no le suponía ninguna novedad tener que tragarse ahora también esta nueva decepción en su vida.

¿Qué cruel ironía le había condenado a vérselas otra vez con su exalumna más insufriblemente sabelotodo para acabar prendado de ella? ¿Por qué, si había renunciado a su puesto en Hogwarts para mantenerse alejado de todos los que le conocían, tenía que encontrarse con que ella, enfundada en su exquisitamente maduro cuerpo de mujer, había decidido ir a trabajar justo en el mismo lugar que él?

—Vamos, Severus, deja de quejarte —le reprendió ella, con voz suave—. Ya te he dicho que no es peligroso, y nadie te obliga a estar aquí. Si quieres abandonar, Renfield me ha asegurado que no tiene inconveniente en sustituirte.

Con un gruñido, Snape dejó claro lo que pensaba de eso.

—¿Abandonar? ¿Piensas que soy el tipo de persona que abandona una tarea cuando la ha empezado?

La chica rió suavemente, colocándole otro nuevo par de ventosas en el torso. Por un momento pareció quedarse ensimismada contemplando la blancura inmaculada de la piel del hombre, y deslizó un dedo en línea recta unos centímetros por encima de su pezón izquierdo, como recorriendo una cicatriz que no estaba allí.

—Ha quedado perfecta, ¿verdad? —dijo, maravillada—. Es como si nunca las hubieras tenido.

Snape se esforzó por sustraerse de la caricia inconsciente de ese dedo y volver a la realidad.

—Sí —dijo, pero su voz sonó áspera y tuvo que aclarársela con un ligero carraspeo—. Sí, ha quedado... bien, no se nota nada. Como si jamás hubiera tenido ninguna cicatriz.

—Es fantástico —exclamó Hermione, con súbita alegría—. Ese experimento dio un resultado extraordinario, ¡y todavía tenemos que probar si funciona con tu marca tenebrosa! ¿Estás seguro de que querrás hacerlo cuando acabemos con este otro ensayo?

—Completamente.

La chica puso expresión soñadora.

—Aún recuerdo la poca confianza que sentía cuando probamos en ti los hechizos que había inventado —dijo—, pero la verdad es que funcionaron de maravilla y espero que este también lo haga. Hacemos una gran pareja, Severus.

La joven no pudo ver el impacto que esas palabras hicieron en el exprofesor porque se había dado la vuelta para coger el último par de ventosas, y cuando se giró otra vez hacia él, el hombre ya se había recompuesto de nuevo.

—No sé si eso será cierto o no —comentó, intentando añadir algo de ese sarcasmo que siempre le protegía cuando temía mostrar demasiado sus sentimientos—, pero al menos he sacado algo de provecho accediendo a esto: una cirugía estética gratuita. Con tantas cicatrices parecía el monstruo de Frankenstein.

—¡Oh, no! —replicó ella—. Esas cicatrices no te quedaban mal, de hecho... —se interrumpió justo antes de añadir "me gustaban", y un repentino rubor la obligó a darse la vuelta de golpe, aunque ya no le quedaba ninguna ventosa por recoger. Sin saber qué hacer para justificar su giro, acabó por ponerse unos guantes de goma con parsimonia, hasta que notó que las mejillas dejaban de arderle, entonces se decidió a encararle de nuevo— bien, podemos empezar.

—¿Qué estabas diciendo? —preguntó él.

Hermione enarcó las cejas fingiendo no saber de qué le hablaba.

—¿Mmm?

—Sobre mis cicatrices, decías algo sobre mis cicatrices.

—Oh, bueno, me refería a que no deberías haberte sentido acomplejado por ellas, las cicatrices otorgan personalidad —contestó en un muy logrado tono de indiferencia—. Ahora, estírate sobre la camilla, por favor, es mejor que estés tumbado.

—¿Son necesarios los guantes? —inquirió él, inclinando la cabeza en dirección a las manos de ella.

—Eh... en realidad, no —dijo Hermione, quitándoselos de nuevo, y Snape se estiró en la camilla reprimiendo una sonrisa, ansioso por sentir de nuevo los pequeños y cálidos dedos sobre su piel, en lugar del aséptico tacto del látex.

Una vez tumbado, se sintió incómodo. No sabía cómo poner los brazos, su instinto le pedía descansarlos sobre su estómago, intentando taparse un poco, pero tropezó con las ventosas que allí había y acabó por estirarlos a ambos lados de su cuerpo, frunciendo los labios. Ya debería estar acostumbrado a estar ante ella sin camisa, después de tantas tardes de pruebas; primero, para el experimento anterior de Hermione; y ahora, para este nuevo proyecto de la joven, que estaba convencida de poder encontrar una fuente de magia curativa en el interior de cada persona, que serviría para sanar a pacientes en coma o que hubieran perdido la razón.

Sin embargo, a pesar de que en ese laboratorio ella ya le había visto medio desnudo varias veces antes, este hecho no aliviaba su incomodidad. Se contentó con pensar que al menos ahora no tenía que preocuparse de horrorizarla con sus cicatrices, especialmente con la dejada por Nagini, que había mancillado gran parte de su cuello. Estaba seguro de que la joven no decía en serio lo de que daban personalidad, sino que sólo había pretendido ser amable.

—Si encuentro la fuente de magia curativa —explicó Hermione con entusiasmo, hundiendo un dedo en el frasco de pintura en polvo— ¿sabes qué es lo primero que haré? Intentaré sanar a los Longbottom de su demencia —el dedo teñido de verde se deslizó sobre el pecho del pocionista, trazando el dibujo de una runa—. ¡Oh, sería tan estupendo que funcionara! —Siguió pintando la piel del hombre, decorándola con los diferentes diseños de las runas que iban a ayudarla a focalizar el origen de los estímulos mágicos en conjunción con las dosis de poción con las que había impregnado las ventosas—. Pero para eso, el experimento tiene que salir bien. Por favor, dime que saldrá bien —dijo, apoyando ambas palmas en su pecho e inclinándose sobre él.

Estaba tan cerca de su rostro que sus insolentes rizos cosquillearon por su cuello y sus mejillas. Snape se preguntó si ella sería consciente de lo bonita que estaba cuando esa arruga ceñía su frente en señal de preocupación.

—Saldrá bien —susurró, y Hermione brilló literalmente de alegría mientras volvía a incorporarse.

—Lo afirmas tan convencido que casi puedo creérmelo —dijo.

—Confío en tu capacidad —contestó él, reprimiendo el impulso de encogerse de hombros, que hubiera resultado un tanto extraño en aquella posición.

La chica se mostró sorprendida.

—No daba esa impresión cuando eras mi profesor.

—En el colegio siempre te empeñabas en mostrar lo bien que habías memorizado las lecciones, en lugar de aplicarte a probarlo de manera práctica. Ahora, en cambio, has demostrado con creces que sabes lo que haces. Me consta que mucha gente te está agradecida por descubrir la manera de eliminar las cicatrices formadas con magia oscura, entre ellos, Bill Weasley.

Multitud de magos y brujas habían sido marcados con magia tenebrosa durante la guerra o tras vivir otro tipo de experiencias violentas. Ninguna poción o encantamiento convencional conseguía eliminar este tipo de cicatrices, y todos debían echar mano de los hechizos de glamour, pero estos se desgastaban con el paso de las horas, y cuando llegaban a sus casas y se miraban en sus espejos, esos magos y brujas debían enfrentarse indefectiblemente a las huellas de su doloroso pasado sin tener jamás la posibilidad de olvidar.

Hermione les había brindado una alternativa permanente e indolora, y ahora todos los que tenían ese problema querían borrar las marcas de sus rostros y de sus cuerpos con los hechizos que ella había inventado, por lo que varios médicos de San Mungo habían empezado a aplicarlos también y el número de pacientes en lista de espera para recibir su tratamiento se había incrementado tanto que apenas daban abasto. Uno de los primeros en presentarse en su consulta fue Bill Weasley, a quién consiguió borrar con éxito las cicatrices que le dejó Greyback.

Hermione sonrió un instante por el recuerdo y después empezó a pronunciar una serie de encantamientos que hicieron que las runas dibujadas en la piel del hombre comenzasen a brillar.

—Se notan calientes —murmuró él, sorprendido.

—¿Te queman?

—No, se puede soportar.

—Bien —repuso ella y, dibujando una filigrana con su varita, apareció una cúpula traslúcida y luminiscente que les envolvió a ambos de manera hermética—. Ya tenemos el círculo impermeabilizador, ahora, toda la magia que se conjure a nuestro alrededor quedará concentrada y se potenciará a sí misma para multiplicar su poder.

—Conozco el procedimiento.

—Oh… sí, claro. Lo siento, es la costumbre. Resulta difícil desconectar después de un día entero de atender pacientes que quieren que les explique cada parte del proceso.

—Deberías dejarlo —replicó Snape, mirando al techo.

—¿Cómo dices?

—Que deberías dejar la medimagia común y centrarte en la investigación —aclaró, todavía sin mirarla—. Eres muy buena en este campo, y tus descubrimientos podrían resultar cruciales.

Hermione se sintió ruborizar de nuevo y se mordió el labio inferior.

—Gracias… eres… eres muy amable.

Al oír esto, Snape levantó la cabeza y se giró un poco hacia ella con el ceño fruncido.

—La amabilidad no tiene lugar en esto, y tampoco la falsa modestia. Sabes tan bien como yo que la comunidad mágica necesita buenos investigadores, hace demasiadas décadas que la mediocridad es la norma general.

La joven se sintió profundamente halagada por estas palabras, e intentó disimular su turbación sacudiendo la cabeza y colocándose un mechón de pelo tras la oreja.

—En fin… dejemos esto para otro momento —dijo—. Lo que necesito que hagas ahora, Severus, es que pienses en algo alegre —la cara que puso el hombre hizo que Hermione se apresurara a aclarar—: Puedes utilizar el mismo recuerdo que utilizas para conjurar tu patronus, por ejemplo.

—El recuerdo que uso para mi patronus… —repitió él, soltó un pequeño gruñido y recostó de nuevo la cabeza contra la camilla— está bien, eso puedo hacerlo.

—Aférrate a ese pensamiento y no lo dejes ir.

Snape asintió secamente y cerró los ojos para concentrarse mejor, y Hermione siguió pronunciando encantamientos en voz baja.

Las runas brillaron aún más y parecieron salirse de la piel del hombre, elevándose un par de centímetros por encima de su cuerpo. De pronto, se produjo un destello de luz blanca muy poderosa que se inició en el pecho de Snape y se propagó por toda la habitación con celeridad. Hermione dio un paso atrás, asustada y bajó su varita de inmediato. La luz se extinguió tan rápido como se había iniciado, las runas dejaron de brillar y Snape abrió los ojos, desconcertado.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo, mirando a Hermione sin moverse—. ¿Por qué has dejado de lanzar los hechizos?

La joven se acercó a él, asustada, y examinó sus ojos con atención, levantando sus párpados para comprobar sus pupilas.

—¿Te encuentras bien? ¿Sientes algún mareo, dolor de cabeza...?

—Estoy bien —gruñó él, incorporándose—. ¿Qué ha sido esa luz que he notado a través de los párpados? ¿Por qué he sentido como si...? —De repente, Snape se interrumpió y se quedó mirando a una esquina del laboratorio con los ojos desorbitados, y Hermione se giró para ver qué ocurría.

En un rincón, encogido sobre sí mismo, asustado y retorciéndose las manos con angustia, había un niño moreno de ojos negros de unos ocho años.

—Pero, ¿qué…? —murmuró Hermione, sin comprender qué había pasado ni qué hacía aquel niño allí.

Se le acercó despacio para no asustarle más, se inclinó hacia él, y le susurró:

—Hola, pequeño... ¿te has perdido? ¿Cómo has entrado aquí? —Como el niño no contestó, ella siguió preguntando—: ¿Cómo te llamas?

—Se-Severus... —murmuró, y Hermione se giró hacia el hombre.

—Exacto, él es... —pero, al ver la cara de espanto de Snape, la joven se dio cuenta de su error y se volvió para mirar al niño de nuevo— un momento... ¿quieres decir que...? ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Severus Snape —repitió él, un poco más alto—, y quiero irme a mi casa.

Un silencio sepulcral se había producido en la estancia.

Snape, boquiabierto y más lívido que nunca, seguía sin reaccionar; Hermione repasó mentalmente cada uno de los pasos que había dado para averiguar qué había podido fallar; y el niño, mirando de uno al otro sin comprender nada, se había puesto a temblar.

—¿Quiénes sois? —dijo al fin, con un hilo de voz —. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Qué queréis de mí?

La angustiada pregunta devolvió a Hermione a la realidad.

—Oh, cielo… —intentó no pensar que ese "cielo" se lo había dicho a una versión más joven del hombre que tenía a sus espaldas— verás, parece que ha habido un… accidente. Estábamos llevando a cabo un experimento y tú has… aparecido aquí de improviso.

—No puedo quedarme —dijo el chico—, si llego tarde a casa, mi padre me pegará…

—¿Esto es alguna clase de broma de mal gusto? —rugió Snape de repente, levantándose de la camilla para acercarse al chico en cuatro zancadas furiosas—. Tú no eres real, no puedes serlo.

Agarró al crío por los hombros y empezó a zarandearlo, Hermione gritó y le apartó de él, sujetando al chico contra su cuerpo para protegerle de su versión adulta.

—¡Déjale estar! ¿No ves que está aterrado? Y tú aún le estás asustando más.

—¡Pero es que esto es imposible! ¿Es que no lo ves? ¡No puede ser!

—Por favor, deja de gritar, así no solucionarás nada. Creo que estamos todos demasiado nerviosos, y lo que necesitamos es calmarnos un poco. Vuelve a la camilla e intenta relajarte, ¿quieres?

Snape le dirigió una mirada asesina a la joven y después otra al niño, pero finalmente se dio media vuelta y se volvió a sentar en la camilla. Sólo entonces, Hermione se giró hacia el crío de nuevo y, acariciándole la cabeza de lacios cabellos negros, dijo:

—Bueno, Severus, será mejor que me presente: yo me llamo Hermione y él es… él se llama Alan —un resoplido a su espalda fue la única reacción que recibió por parte del hombre, que estaba sentado muy tieso, con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho desnudo— no sabemos cómo has llegado aquí, y tampoco cómo enviarte de vuelta a tu casa —"si es que eso es siquiera posible", pensó ella—, pero mientras buscamos la manera de hacerlo, tendrás que esperar un ratito aquí con nosotros.

—Si llego tarde, papá me pegará —insistió el crío, nervioso—. No le gusta que llegue tarde, y a mí no me gusta que me castigue con su cinturón.

Hermione se quedó helada al escuchar esto.

—¿Te pega muy a menudo? —preguntó.

—¡Hermione! —La llamó Snape—. ¿Puedo hablar contigo un segundo?

—Enseguida —contestó ella, levantando una mano en su dirección—. Mira, cielo, voy a intentar solucionar esto lo antes posible, pero mientras tanto, siéntate en esta mesa y… y hazme un bonito dibujo —dijo, conjurando un trozo de pergamino y unos colores—, ¿quieres?

El niño la miró como si no entendiera sus palabras.

—¿Quieres que dibuje para ti?

—Sí, ¿qué es lo que más te gusta dibujar?

El crío se encogió de hombros.

—Yo no dibujo.

—¿Cómo que no? ¿Nunca? ¿No tienes lápices de colores en casa? ¿O en el colegio?

—Hermione… —la llamó de nuevo Snape.

—Está bien, mira, dibújame… dibújame a tu mamá, ¿vale? ¿Puedes hacer eso por mí?

El niño se encogió de hombros otra vez, no muy convencido, y cogió el lápiz de color gris. La joven le acarició la cabeza cariñosamente y volvió con el hombre.

—Oh, Dios, Severus, eras una ricura de niño —susurró.

Snape frunció el ceño aún más, cosa que, si no lo hubiera visto, Hermione hubiera juzgado imposible.

—¿En serio? A mí sólo me parece otro mocoso irritante más —dijo—. Y además, tiene que irse.

—Claro, claro. De eso no hay duda. Pero primero tengo que saber qué ha ocurrido.

—Tiene que marcharse. ¡Ya! No puede estar aquí, ¡no puedes hacerle más preguntas!

—¿Qué es lo que temes? —inquirió ella, algo molesta—. No le estoy intentando sonsacar información sobre ti, si eso es lo que piensas.

—Cualquier cosa que él te diga es información privada que nadie más que yo tiene derecho a saber.

—No seas tan puntilloso, ni que estuviéramos hablando de secretos de estado. Anda, estírate sobre la camilla, que voy a repasarte las runas, no sea que me haya equivocado en alguna.

—No tengo por qué estirarme, las puedes ver perfectamente desde aquí —refunfuñó.

—Oh, está bien. Ya me imaginaba que tu buen humor no podía durar siempre... —replicó ella, repasando los dibujos de las runas con atención.

—¿Y qué es eso de llamarme Alan?

—¿Qué querías que hiciera? No podía decirle la verdad, bastante asustado estaba como para explicarle que un día se convertiría en un murciélago malhumorado como tú —la mirada que le dedicó Snape esta vez fue más que asesina—. Oh, oh, creo que ya sé donde está el problema —dijo Hermione, señalando una de las runas que había a un costado del cuerpo del hombre—. Esta no está bien dibujada. Debes haberte movido un poco mientras la hacía... —la rozó con un dedo y Snape se removió de manera involuntaria— un momento... no me digas que tienes cosquillas.

—No seas absurda —gruñó el hombre, pero ella volvió a rozar su piel con los dedos y Snape volvió a agitarse—. Deja de hacer eso.

—¡Tienes cosquillas! —exclamó encantada, dando una palmada con las manos—. ¿Quién lo hubiera dicho? —El siguiente gruñido del hombre, más grave y amenazante, la advirtió de que debía dejar el tema si estimaba su vida en algo—. Bueno, esto... creo que ya sé lo que ha pasado, al moverte he cambiado el diseño de esta runa y su magia ha sido alterada.

—Pero y eso, ¿qué tiene que ver con que haya aparecido una versión infantil de mí mismo?

—Pues no lo sé. ¿En qué estabas pensando cuando ha aparecido?

—En lo que me has dicho, el recuerdo que uso para invocar mi patronus.

—¿Y es...?

El rostro de Snape se contrajo en una mueca de disgusto al tener que confesar algo tan íntimo.

—La primera vez que vi a Lily Evans... —susurró, con acritud.

—Oh... —contestó Hermione, apartando la mirada— claro, entonces eras sólo un niño. De alguna manera, tu recuerdo, o tu "yo" pasado de la época del recuerdo, se ha materializado entre nosotros a causa de la modificación de la runa.

—¿Cómo vas a solucionar esto? —preguntó Snape, evidentemente irritado.

Hermione le miró de nuevo, preocupada.

—La verdad es que no sé si tiene solución.

—¡Tiene que tenerla! —gritó el hombre, exasperado—. ¡Ese crío no puede quedarse!

La chica se giró y vio que el niño levantaba la cabeza hacia ellos, compungido, de modo que volvió a darse la vuelta para enfrentar al hombre.

—Severus Snape —susurró con tono de advertencia, entrecerrando los ojos y apuntándole con un dedo acusador—. No toleraré que le grites ni que le atemorices en ningún modo, ¿me has entendido? Sé que cada hechizo tiene su contrahechizo y que toda magia puede ser revertida, la cuestión es saber cómo. Ignoro cuánto tiempo tendremos que cuidarle hasta que podamos descubrirlo, pero mientras esté aquí, voy a procurar que se sienta seguro y tranquilo, y que se olvide de todo lo malo que pueda haber en su vida.

—Pero, ¿qué estás diciendo? ¿Es que tienes intención de quedártelo por muchos días?

—Ya te he dicho que no sé cómo solucionarlo y mientras la cosa siga así, el pequeño Severus tiene unas necesidades básicas que tendremos que satisfacer: tiene que comer, beber, dormir… a menos que me asegures que cuando tú tenías ocho años eras capaz de vivir del aire.

Snape frunció los labios, enfadado.

—Claro que no, pero…

—Pues eso es lo que quiero decir, tenemos que cuidarle, y me ocuparé de que juegue y se divierta mientras lo tenga en mi casa.

—¿En tu casa? ¿Cómo que en tu casa? ¡Ni hablar, no te lo llevarás!

Hermione suspiró.

—¿Y qué pretendes que haga con él? ¿Que le deje en un orfanato? Para empezar, no puede saber en qué año estamos, si permitimos que se relacione con más gente, corremos el riesgo de que descubra que pasa algo raro.

—Pero él es mío, no tienes derecho a llevártelo. No quiero dejarle solo contigo, quién sabe lo que ese mocoso indiscreto es capaz de explicarte…

—Pues yo no pienso dejarle a tu cargo, no voy a permitir que le atormentes.

—¡Pero si él soy yo mismo!

—Eso da igual, ya he visto lo mal que te has comportado contigo mismo hace un momento. Si realmente no quieres que el pequeño Severus se quede solo conmigo, sólo hay una solución.

—¿Ah, sí? —dijo él, cruzándose de brazos—. ¿Y cuál es?

—Que te quedes tú también en mi casa durante el tiempo que él esté aquí.

Snape se quedó esupefacto. Una parte de él se negaba en redondo a acceder a tan absurda idea; pero después estaba la otra parte, la que le recordaba insidiosamente que estaba enamorado de ella, y que quedarse en casa de Hermione significaría pasar más tiempo con la chica.

—Yo… —murmuró— no sé si…

—Vamos —le animó ella—, tengo espacio suficiente. Tú puedes quedarte en la habitación de invitados y el niño dormirá conmigo, el pobre debe sentirse tan añorado…

—Pfff… —bufó Snape, y en seguida se arrepintió de haberlo hecho, porque Hermione puso una cara de pena que el hombre detestó de inmediato— no le hagas ninguna pregunta —le advirtió—, tengo derecho a mi intimidad, ¿queda claro?

—¿Puedo preguntarle al menos si le gusta desayunar tostadas o cereales? —Se mofó la chica, molesta por la actitud hiperdefensiva del exprofesor.

—Tostadas —respondió él—. Y no le des leche antes de ir a dormir, después se pasa toda la noche dando vueltas en la cama.

—Oohh… —exclamó Hermione, sinceramente conmovida por descubrir ese detalle íntimo del hombre— ¿todavía te pasa eso si bebes leche?

Snape gruñó, se levantó de la camilla y cogió su camisa para ponérsela.

—Supongo que hemos acabado por hoy, ya que no te veo muy predispuesta a seguir trabajando. Mañana, sin embargo, espero que te mentalices para dedicarte a ello en cuerpo y alma desde primerísima hora, y creo que será mejor que avises de que no vas a pasar consulta a tus pacientes. Quiero esto solucionado cuanto antes.

—No puedo hacer eso, lo siento. Tengo muchos pacientes que…

—Hermione —saltó el pocionista, con gesto amenazante—, si no dejas cualquier otra cosa de lado para centrarte en esto, juro que llamaré a protección de menores y diré que este niño es huérfano y mentalmente inestable, lo que les parecerá muy evidente en cuanto le pregunten en qué año piensa que está.

—¡No serías capaz de hacer algo tan horrible! ¡Y menos a un niño que en realidad eres tú mismo!

—Pruébame —la desafió, y después, encogiéndose de hombros, acabó de abrocharse la camisa blanca y murmuró—. Total, que le envíen a un orfanato no será peor que lo que le espera en casa…

A Hermione se le hizo un nudo en el estómago al oír esto. Se quedó tan afligida, que no se atrevió a comentar nada, y le observó en silencio mientras se sacaba el pelo por encima de la camisa y pasaba a ponerse su eterna casaca negra.

Cuando estuvo listo, levantó la vista hacia ella, y entonces fue cuando la chica logró reaccionar. Se dio la vuelta y se dirigió al niño.

—Severus, cariño, ¿qué te parece si esta noche te vienes a dormir a mi casa?

El crío levantó la cabeza y la miró aterrorizado.

—¡No puedo hacer eso! Si papá llega a casa y no estoy allí…

—Tranquilo, encontraremos una solución. Si es necesario, yo misma hablaré con él.

Pero el niño no se calmó en absoluto con su respuesta, sino que se puso en pie con brusquedad y empezó a negar con la cabeza frenéticamente.

—¡No, no, no! ¡No puedo quedarme! ¡Tengo que ir a casa! ¡Tengo que irme!

El pequeño parecía haber entrado en estado de histerismo, ya que no atendía, y ni siquiera parecía escuchar, las promesas de Hermione de que todo iría bien. Había ido retrocediendo cada vez más, hasta que chocó con la espalda en la pared y, cuando se vio acorralado, miró desesperadamente a un lado y al otro hasta que encontró la puerta de la sala, y entonces se lanzó corriendo hacia ella.

Pero Snape se le adelantó, se plantó delante de la salida y le bloqueó el paso.

—Niño, no te comportes como un estúpido —dijo, con voz irritada y autoritaria—. Yo personalmente hablaré con Tobias. No tendrás problemas por culpa de esto, me encargaré de ello, así que no tienes por qué alarmarte.

El crío parpadeó, confuso, y miró hacia arriba, a la cara de aquel hombre adusto y antipático que, no obstante, por algún motivo, parecía comprender bien el origen de su miedo.

—¿Conoce a mi padre, señor? —preguntó, temeroso.

—Le conozco —contestó, con un casi imperceptible temblor en la voz—, y te aseguro que llegará un día en que te harás grande y fuerte y ya no le tendrás miedo.

El pequeño Severus dio un paso atrás, impresionado de cuánto sabía aquel hombre de él.

—¿Hablará con él, señor? ¿Le dirá que no es culpa mía si llego tarde a casa?

—Tobias no te castigará por esto, no te preocupes.

Bastante más calmado, el niño pareció resignarse, se giró hacia Hermione y esperó en silencio a que le dijeran qué iban a hacer a continuación.

La chica no sabía qué pesaba más en su alma en aquellos momentos: si el asombro o la conmoción. Se había sentido muy alterada al ver el extremo nerviosismo del chico y le había preocupado no saber cómo calmarle; pero con unas pocas frases, el hombre había conseguido lo que parecía imposible. Y no sólo eso: el breve diálogo que ambos acababan de mantener le había puesto la piel de gallina.

De pronto fue consciente de que el niño la miraba expectante, así que se aclaró la garganta y apoyó una mano en la mesa en la que había estado sentado, reparando así en el dibujo que había hecho. Levantó el pergamino para verlo mejor. El dibujo era muy tosco y mal proporcionado, pero eso era de esperar en un niño que no estaba acostumbrado a dibujar, y consistía en la cara de una mujer de aspecto tremendamente triste que miraba hacia delante con ojos negros como la noche. Había pintado su piel de color gris, y la parte superior de sus ropas, que era lo único que se veía, de otro gris más oscuro.

—¿Esta es tu madre? —preguntó la chica, y por el rabillo del ojo notó como el niño asentía con la cabeza— Es muy… —no se le ocurrió qué decir. Ni el dibujo era precisamente bonito, ni la mujer era guapa, por lo que recordaba de la fotografía que vio en su sexto curso— está muy bien, ¿seguro que no me estabas engañando cuando me dijiste que no dibujas mucho?

El niño no pudo evitar que se le escapara una sonrisa orgullosa.

—No te he engañado, nunca dibujo —dijo con timidez y un punto de satisfacción—. ¿De verdad te gusta?

—Me gusta mucho, gracias por hacérmelo —contestó ella, feliz de que el estado de ánimo del crío hubiera cambiado por fin—. ¿Qué te parece si de camino a casa compramos algo para merendar? ¿Te gustan los helados?

—¡Oh! —exclamó el niño, abriendo mucho los ojos, y asintió con energía.

Hermione sonrió y se acercó a él.

—Entonces yo me lo pido de chocolate —dijo, poniendo la mano en su hombro.