Nota de la Autora: En esta primera parte las escenas y los diálogos son una mera transcripción del último capítulo de la segunda temporada. Es decir, yo solo he añadido algún que otro elemento (como pensamientos de John, detalles en la narración y alguna pequeña escena, por ejemplo) que obviamente no salen en el capítulo, pero por lo demás es una narración de lo que ocurre durante la última parte del capítulo y los diálogos son textuales. En la segunda parte todo es de cosecha propia. (?)
Foto de la portada: Captura del capítulo, no me pertenece a mí.
Última nota: Los personajes no me pertenecen, todos los derechos están reservados a Sir Arthur Conan Doyle y a la BBC.
Primera Parte
Después de cortar la llamada en la que se le comunicaba que la señora Hudson había recibido un disparo John salió corriendo del hospital, dejando a Sherlock solo. Sus palabras aún le martilleaban las sienes: «La soledad es lo que tengo y me protege».
John expulsó el aire de golpe, con indignación y sacudió la cabeza mientras recorría el largo pasillo hasta la puerta de salida. Una vez fuera paró un taxi y pidió que lo llevaran a Baker Street. Agradeció que el taxista se mantuviera en silencio durante todo el trayecto; lo cierto era que no tenía ganas de mantener ninguna conversación trivial sobre el tiempo o cualquier otro asunto sin importancia. Miraba el reloj casi compulsivamente, deseoso de llegar a su casa y comprobar cuál era el estado de su casera. Apretó con fuerza los dientes, prometiéndose que hablaría con Sherlock para hallar una forma de garantizar la seguridad de la señora Hudson y evitar así que sufriera las consecuencias de su trabajo.
Al cabo de lo que pareció una eternidad John se bajó del taxi y buscó rápidamente las llaves en el bolsillo de su chaqueta, pero no tardó en darse cuenta de que la puerta estaba abierta, de modo que se acercó rápidamente. Al entrar vio a la señora Hudson hablar animadamente con el carpintero, quien se encontraba subido a una escalera.
Al verlo aparecer de golpe dio un respingo y se giró hacia él con una sonrisa amable.
—Oh, Dios, John. Qué susto me has dado.
—¿Qué pasa? —inquirió mirándola sin comprender nada.
—¿Está todo arreglado con la policía? ¿Lo ha aclarado Sherlock ya?
John se quedó paralizado, mirándola pero sin verla. Su mente trabajaba a toda velocidad, hilando todo y nada al mismo tiempo.
—Oh, Dios.
Sherlock.
Tenía que encontrar a Sherlock.
Se giró sobre sus talones y se fue por donde había venido, dejando a una sorprendida señora Hudson en el portal.
En el intento por interceptar un taxi casi arrolla a una persona, pero en ese instante no le importó.
—¡NO, NO, NO! ¡Soy policía! —gritó introduciéndose en el vehículo precipitadamente—. Al hospital Barts. ¡Rápido!
Golpeó con la base del puño su propia pierna y apretó tanto la mandíbula que sentía que se le iba a desencajar. Se maldijo a sí mismo por haber caído en una trampa tan obvia. Era evidente que en medio de una situación tan delicada lo último que debía hacer era separarse de Sherlock. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Volvió a golpearse en el mismo sitio, con más fuerza.
«Eres un jodido estúpido, John» se dijo a sí mismo, mirando con preocupación a través de la ventana. Solo esperaba que Sherlock no hubiera decidido hacer ninguna tontería, aunque conociéndole… Hubo un tercer golpe y en esa ocasión estaba seguro de que saldría un moratón. Pero eso era lo que menos podía preocuparle en aquel instante.
El trayecto de vuelta al hospital se le hizo incluso más largo y angustioso que el anterior. Salió apresuradamente del taxi para dirigirse al edificio cuando, de pronto, su móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Diga? —inquirió sin mirar de quién era la llamada.
—John. —Era la voz de Sherlock.
—Sherlock, ¿Estás bien?
—Date la vuelta y vete por donde has venido —ordenó observándolo desde el borde de la cornisa.
—Voy a entrar.
—Haz lo que te digo —ordenó nuevamente, empleando un tono más duro. Hizo una breve pausa—. Por favor.
John continuaba caminando de un sitio a otro, mirando a todos los lados en busca de la figura de su compañero, pero no lo encontraba.
—¿Dónde? —preguntó sin detenerse.
—Párate.
—¿Sherlock? —Se detuvo al escucharlo.
—Ahora mira: estoy en la azotea.
John giró la cabeza lentamente y miró en la dirección que le había indicado Sherlock. Al verlo se le descompuso el rostro.
—Oh, Dios…
—N-no puedo bajar, así que tendremos que hacerlo así. —Los ojos azules de Sherlock miraban fijamente a John, sin parpadear.
—¿Qué ocurre?
—Es una disculpa. Todo es cierto.
John sentía que empezaba a respirar más rápido, como si le faltase el aire.
—¿Qué? —Su voz denotaba incredulidad.
—Todo lo que han dicho de mí. Me inventé a Moriarty.
Sherlock se giró para ver el cuerpo sin vida de Moriarty en el suelo de la azotea. Aún conservaba la pistola en su mano izquierda.
—¿Por qué dices eso…?
No podía creerlo. No podía.
Continuaba mirando a la alta figura de Sherlock, cada vez más confuso. Su rostro había palidecido considerablemente. ¿En qué narices estaba pensando Sherlock para decir semejantes estupideces?
«Maldita sea, baja de una vez…».
—Soy un farsante.
—Sherlock… —musitó casi suplicante, tambaleándose al dar un paso hacia atrás. Tomaba grandes bocanadas de aire, sintiendo que el oxígeno no llegaba a sus pulmones.
—Los periódicos tenían razón. Quiero que se lo digas a Lestrade. Quiero que se lo digas a la señora Hudson y a Molly. De hecho, dile a todo el que te escuche que yo creé a Moriaty a mi antojo.
—Venga, calla Sherlock. Cállate. —La desesperación podía notarse en cada una de sus palabras—. Cuando nos conocimos… La primera vez que te vi lo supiste todo sobre mi hermana, ¿verdad?
—Nadie podría ser tan listo.
—Tú sí.
Sherlock rió quedamente, casi con amargura. Una lágrima surcó su mejilla y goteó en su barbilla, perdiéndose entre los pliegues de la bufanda azul.
—Te investigué. Antes de conocernos descubrí todo lo que podía impresionarte. Es un truco, solo un truco de magia.
John apretó el móvil con firmeza mientras negaba con la cabeza, cerrando los ojos, negándose a creerle.
—No. Venga, déjalo ya —pidió, arrugando la frente. No pudo aguantarlo más y echó a caminar en dirección a la entrada.
—¡No! Quédate justo donde estás. No te muevas.
—De acuerdo —dijo alzando una mano al mismo tiempo que Sherlock estiraba un brazo, como si quisiera impedir que pudiera acercarse.
—No apartes la vista de mí, por favor. ¿Me harás ese favor?
—¿Hacer… qué…?
—Esta llamada es mi… Mi nota. Es lo que se suele hacer, ¿no? Dejar una nota.
John se retiró un momento el móvil de la oreja y apretó los labios.
—¿Dejar una nota cuándo?
—Adiós, John.
—No —dijo con rotundidad—. No.
Nuevas lágrimas cayeron de sus pestañas, reuniéndose con el resto sobre la prenda que llevaba alrededor del cuello. Cortó la llamada y dejó caer el móvil al suelo de la azotea. El grito desgarrado de John fue lo último que escuchó antes de precipitarse al vacío con los brazos extendidos.
Desde el suelo John vio casi toda la escena con una expresión de puro horror en el rostro. Volvió a gritar el nombre de su compañero y echó a correr con todas sus fuerzas hacia el lugar donde había caído. De pronto, sin embargo, un chico montado en una bicicleta lo empujó y lo tiró al suelo. Se golpeó la cabeza con el duro asfalto, lo cual consiguió que perdiera la orientación por un momento. Parpadeó, sintiendo sus sentidos bastante embotados. Se puso en pie a duras penas, llevándose una mano a la palpitante sien. Recorrió los escasos metros que los separaban con paso inseguro e intentó colarse entre la multitud para que dejasen verle.
—¡Apártense, soy médico! —vociferó pero no le dejaron acercarse.
Consiguió aferrar la muñeca de Sherlock por unos segundos hasta que finalmente lo separaron de él para poder subirlo a una camilla. En ese preciso instante sintió que el mundo se le venía abajo. Vio, sin poder hacer nada, cómo se lo llevaban al interior del hospital.
Se llevaban su… cuerpo sin vida.
Varios días después del funeral la señora Hudson y John se acercaron nuevamente al cementerio para llevar unas flores y tener un pequeño momento de intimidad, ya que con el agobio del funeral había resultado imposible tener un momento de calma.
La señora Hudson dejó un ramo de flores sobre la lápida, la cual yacía bajo el manto protector de un árbol centenario. Era un día frío y gris; el cielo plomizo vaticinaba lluvia pero a John no le preocupaba lo más mínimo.
—Hay muchas cosas, todo el material de ciencias… Lo he dejado todo en cajas —dijo la menuda mujer que lo acompañaba, rompiendo el silencio—. No sé qué hacer con ello. Había pensado llevarlo a algún colegio. ¿Querrías…?
—No puedo volver al piso —la cortó John—. No por el momento.
La señora Hudson se aferró al brazo de John para transmitirle ánimos. En todo aquel tiempo le había cogido cariño, casi tanto como a un hijo.
—Estoy enfadado.
—Tranquilo, John —respondió con voz suave—. No tiene nada de raro: es como nos hacía sentir a todos. Todas las marcas de mi mesa. Y el ruido. Pegar tiros a la una y media de la mañana…
—Sí.
—… Especímenes sangrientos en mi frigorífico. ¡Figúrate! Guardar cadáveres donde hay comida…
—Sí.
—… ¡Las peleas! ¡Me volvía loca con sus excentricidades!
—Ya, bueno…. Tampoco estoy tan enfadado. —Se giró hacia su casera y trató de calmarla.
—Bueno, te dejo solo para que… —No consiguió terminar la frase de modo que se llevó el índice a la boca, moviendo éste nerviosamente—. Ya sabes.
Y sin darle tiempo a responder se giró y se alejó de la tumba, dejándolo totalmente solo. John apretó los puños, casi preparándose mentalmente para lo que iba a decir a continuación. Miró por encima de su hombro izquierdo para asegurarse de que la señora Hudson continuaba poniendo distancia entre ambos. No quería que lo escuchase.
Carraspeó, tratando de aclarar sus propias ideas.
—Una… Hum… Una vez me dijiste que no eras un héroe. —Volvió a carraspear—. En ocasiones no creía ni que fueras humano pero deja que te diga que eras el mejor hombre… el mejor humano… ser humano que he conocido. Y nadie me convencerá jamás de que me mentiste. Ya está. —Compuso una expresión que denotaba lo extraño que se sentía la decirlo, como si llevara mucho tiempo guardándolo y quisiera sacarlo de golpe.
Se acercó a la lápida y posó las yemas de los dedos sobre la superficie de la misma.
—Estaba… Muy solo. Y te debo mucho. —Se separó de la lápida y se alejó unos pasos, deteniéndose después para volver a girarse—. Pero, por favor, hay una cosa más. Una cosa más… Un milagro más, Sherlock, por mí. No estés muerto —pidió pausadamente, notando que se le quebraba la voz al decirlo—. ¿Podrías hacerlo por mí? Detenlo. Para esto.
Bajó la cabeza con los puños apretados y tomó varias bocanadas de aire, tratando de contener las lágrimas. Sin embargo, no pudo retenerlas por mucho más tiempo, de modo que se llevó una mano a la cara para enjugárselas con los dedos. No debía llorar. No debía mostrarse débil aun cuando no había nadie para verlo. Tragó saliva y tras echar una última mirada al lugar donde yacía su mejor amigo se dio media vuelta e hizo el camino de vuelta a la entrada del cementerio.
Lo que John no pudo ver es que a lo lejos, una alta figura envuelta en un largo abrigo negro lo observaba marcharse con expresión imperturbable. Siguió con la mirada a John hasta que éste desapareció de su vista. Esperó varios minutos más y, después, se desvaneció entre los altos árboles. Aún quedaba mucho por hacer.
