Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece, es propiedad de Hidekaz Himaruya.
Advertencias: Uso de nombres humanos y OC. Universo Alterno.
Notas: Este fic está orientado a convertirse en un Romano/Fem!España. Quiero decir que predomina el hetero por sobre el yaoi. No es por nada en especial, simplemente el contexto de la historia lo "exige" en cierta forma y quería probar con pairs heteros. Así que el que no quiera leer hetero ya sabe lo que tiene que hacer.
Sé que debo también capítulos de otros fics pero con ellos tengo un bloqueo monstruoso y esta historia quería nacer ya. No la culpo, tiene su miga.
Espero les guste.
La canica roja giraba ocasionalmente entre sus dedos. El brillo de la superficie había desaparecido con los años y el objeto ya sólo era una pequeña bolita opaca sin valor. Pero para Lovino Vargas, aquel ojo cobrizo y resbaladizo era algo más que un simple jueguete. Representaba su vínculo con el pasado, el enlace a personas importantes y un recordatorio a todo lo que dejaba atrás. Nadie más le podría dar tanta importancia a una cosa tan pequeña como esa, salvo él. Miraba con fijeza la superficie de la canica, esperando que actuase como una auténtica bola de cristal y le mostrase qué debía hacer en realidad, hacia dónde tenía que ir.
Apoyado en la pared maltrecha de su camarote, Lovino se aguantaba las ganas de vomitar por culpa del incesante bamboleo del barco en el que viajaba. La mar no había acompañado demasiado bien a la travesía y muchos de los pasajeros sufrían constantes mareos, igual que él. El olor a salitre y el aire cargado tampoco ayudaban y salir afuera no era una opción con un tiempo tan malo. Encerrado en uno de los muchos compartimientos de la clase baja, Lovino contaba los días, sintiendo el peso de la culpabilidad en la conciencia, melancólico y abatido.
Huía de la misma ola que la gran mayoría de los pasajeros del navío, con el mismo terror en los ojos. Lovino, igual que muchos allí, era de Italia, de la zona sur. Él en especial provenía de un pueblecito cercano a Nápoles y allí había vivido toda su vida con sus abuelos y su hermano menor, Feliciano. Hasta que Italia entró en la guerra apoyando a Alemania, claro. Cuando se supo que el famoso Pacto de Acero entraba en vigor de verdad al unirse Italia al conflicto, muchos italo sureños no dudaron en emigrar hacia cualquier otra parte en dónde los nazis no pudieran poner el pie, judíos sobre todo. Lovino era católico pero eso no importaba. Sus ideas, su forma de pensar y su odio hacia los germanos bastaban para que fuera peligroso quedarse en su país, aparte del motivo real de su partida. Lovino no había vivido la primea gran guerra pero sí sus abuelos, y estos habían insistido en que los nietos huyesen bien lejos, para que encontrasen una vida mejor que la que ellos habían tenido.
Aunque él no era el que debería estar viajando hacia América, sino Feliciano. Su hermano menor era mucho más hábil que él en muchas cosas y sus probabilidades de ganarse bien la vida al otro lado del charco eran más altas que las que Lovino podía tener. Pero para olvidar esos pensamientos, se entretenía mirando la canica roja de su infancia, lo único que le quedaba de ese tiempo feliz además de los recuerdos.
De vez en cuando alguien gritaba pasillo adentro. Otras veces, algún niño lloraba y Lovino gruñía porque no lograba conciliar el sueño con ese ruido infernal. Golpeaba la pared pero nada más. Otras era él el que lloraba, aunque en silencio, por la noche, cuando todo el mundo roncaba. No sabía si llegaría a su destino. Y le asustaba la idea de fracasar. Tampoco es que su misión fuera muy complicada, sólo tenía que llegar a los Estados Unidos y encontrar un empleo. Era el plan que había diseñado su abuelo en los años anteriores a que estallase la guerra. Cómo el viejo había sabido que pasaría algo así escapaba a la compresión de Lovino pero no podía reprochárselo. Gracias a eso, ahora él estaba todo lo a salvo que uno podía estar del reclutamiento nacional entre otras cosas. Lo único que no le había gustado era el hecho de haber ido primero en lugar de Feliciano. Se suponía que Lovino era el mayor, el que tenía que ser fuerte y aguantar lo malo, no su hermanito pequeño.
Pero ya no podía hacer nada por enmendar eso. No había tenido otra opción.
El tiempo no mejoró siquiera al acercarse al puerto. La mar picada dificultaba el atraque de los barcos y el tráfico por las dársenas era complicado, más teniendo en cuenta el flujo de los navíos adicionales que no traían pasajeros del viejo continente. Lovino salió a cubierta bajo un cielo encapotado y amenazador al notar el descenso de velocidad. Al menos podría ver que aspecto le ofrecía América, aunque este no resultase del todo alentador. Parecía que fuese a llover de un momento a otro, en medio de relámpagos y truenos y cascadas de aguas torrenciales.
Apoyado en la borda, Lovino contempló en silencio la ciudad que se extendía a lo lejos mientras el barco se acercaba a Battery Park. Podía oír el bullicio del puerto desde allí. La inmensidad era tan diferente a la de su tierra natal, que no pudo hacer menos que angustiarse y tragar saliva. El miedo volvió a atenazarlo, sobre todo cuando cayó en la cuenta de que no tenía nada asegurado. Era un chico extranjero, en un país joven y duro con los venidos de fuera. No había forma, pensaba, de poder prosperar en un ambiente tan hostil.
Sin embargo, todo lo funesto que pudiera carcomer su mente se esfumó de golpe al verla allí plantada, verde y alta, sosteniendo la antorcha que iluminaba al Mundo con su Luz. Muchos otros pasajeros se apiñaron junto a él mientras el barco pasaba delante de la estatua de la Libertad. Lovino no apartó los ojos de ella, como si quisiese retener en su memoria la imagen de la promesa que representaba esa estatua. Varios hombres y mujeres la saludaron y se llevaron la mano al pecho, pero él no. Tan sólo la miró en silencio, con intensidad, a la vez que la mano metida en el bolsillo apretaba la canica roja.
La cola de la aduana era tan larga que daba tres vueltas al edificio que se encargaba del registro de inmigrantes. Delante y detrás de él había muchas familias, hombres y mujeres, ancianos, gente de todo y tipo y de muchas procedencias. Lovino llevaba en ella desde que desembarcara por la mañana, y ya era media tarde. Le rugían las tripas y tenía sed pero no podía comprar nada hasta que no cambiase sus liras por dólares. Pensó que habría sido buena idea llevarse más comida desde su casa pero en su modesta mochila apenas sí había podido meter algo de ropa. Aun cuando pasar hambre le ponía de muy mal humor, su estado emocional se encontraba congelado todavía en la incertidumbre y la melancolía.
Cuando llegó a la altura de la puerta principal vio que dos hombres de uniforme separaban a los integrantes de la cola, clasificándolos según si tenían visado y papeles o no. Los inmigrantes sin papeles lo tenían más complicado para acceder al país porque tenían que hacerlos desde cero, pero eso al italiano no le preocupaba. Lo primero que había hecho su abuelo era conseguir pasaportes y la documentación adecuada para que sus nietos se fueran, así que en eso Lovino podía sentirse seguro. Tampoco tendría problemas con el idioma. Por fortuna, había podido aprender inglés durante todo un año antes de salir de Italia y al menos tenía el suficiente conocimiento como para defenderse.
El guardia que más cerca estaba de él le hizo pasar por la puerta derecha. Al entrar se vio en otra hilera de personas, aunque mucho mejor ordenada y corta, que avanzaba hacia el final de la habitación. Allí había tres mesas con sus correspondientes funcionarios, comprobando la identidad de los extranjeros y sellando su permiso de estadía en el estado de Nueva York.
Su turno llegó media hora después. Le atendió un hombre hosco y canoso que no paraba de gruñir lo cansado que era su trabajo. Lovino tuvo ganas de espetarle que dejara de quejarse, que tenía un buen sueldo seguramente, una casa y una mujer que le calentase la cama por la noche. Pero se mordió la lengua y sólo soltó un suspiro áspero a la vez que el tipo miraba, remiraba y leía su documentación. Parecía no tener prisa por sellarle los jodidos papeles y el puñetero pasaporte. Pero finalmente, el hombre le devolvió todo y le dio un papelito que le autorizaba a asentarse en el estado pero no a salir de él en un período de un año si es que no quería volver a pasar por la aduana. Le informó que podía trabajar, casarse o formar su propio negocio con las adecuadas licencias, que tras tres años de residencia podría pedir la ciudadanía y con ello el derecho a votar en las elecciones estatales y nacionales. Si tenía hijos estos obtendrían la nacionalidad estadounidense con tan sólo registrarlos en el censo del distrito en donde fueran inscritos. Por último, el funcionario le tendió la mano. Lovino se quedó mirando al tipo sin entender muy bien qué quería pero, vacilante, se la estrechó, con un apretón algo brusco. El hombre esbozó una sonrisa y soltó la mano del italiano.
—Bienvenido a los Estados Unidos de América.
—Sí, gracias… —Lovino cabeceó, frunciendo el ceño, metió sus cosas en la mochila y se hizo a un lado, saliendo por una puerta lateral poco después.
¡Por fin!
El aire frío le golpeó en la cara al cruzar el umbral. Cruzó la calle y preguntó por un cambista. Le señalaron una dirección que tardó una hora en encontrar. Lovino entró al establecimiento refunfuñando sobre la mal nacida hospitalidad yanqui pero cerró la boca en cuanto notó que el dueño del negocio le miraba con el ceño fruncido. Inmediatamente se aclaró la garganta y le explicó su problema con la divisa.
—Ah, italiano, ¿eh? — murmuró aquel señor, de bigote gris y gafas redondas. Le lanzó una mirada un poco recelosa y Lovino asumió que se debía al asunto del conflicto europeo. Seguramente sería un estigma ser del bando aliado a los nazis.
Lovino no dijo nada, se cruzó de brazos y esperó a que el viejo le diese su cambio en dólares. El chico no tenía ni idea de a cuanto estaba dicho cambio pero le pareció escandaloso que de veinte mil liras que llevaba sólo hubiese sacado trece dólares y setenta y cinco centavos. ¿Bastaba con eso para empezar de cero en esa gran ciudad? Bien era cierto que el dólar estadounidense valía mucho más que casi cualquier moneda europea pero…
Con un seco "gracias", Lovino se metió el dinero en el bolsillo del pantalón y salió a la calle. No se sentía mejor que por la mañana pero al menos podía aplacar su hambre. Por treinta centavos obtuvo una porción de pastel de carne de un puesto ambulante y aunque no podía compararlo con la comida italiana, en aquel momento habría sido capaz de hasta chupar un tomate del suelo.
Casi tres meses después, Lovino contaba con un apartamento, un trabajo y unos pequeños ahorros. Aunque el apartamento no valía lo que le pedían de alquiler. Su bloque de pisos estaba en un barrio bastante turbulento, lleno de inmigrantes, hispanos y negros excluidos por los estadounidenses blancos. No conformaba un gueto, pero casi. A él no le importaba vivir enfrente de una familia negra. De hecho, ellos eran más simpáticos que muchos de los blancos yanquis porque la gran mayoría de estos últimos odiaban a los católicos. Y Lovino lo era. Sin embargo, no había ni un día que se levantase por la mañana escuchando gritos de hombre o mujer, algún disparo fortuito o golpes alarmantes. El joven no dormía del jodido miedo que le daba el barrio por la noche. Cerraba muy bien las maltrechas ventanas y echaba los pestillos oxidados de la puerta, metiéndose en la cama, debajo de las mantas, temblando y temiendo que cualquiera diese una patada a una pared y esta se viniese abajo, para poder robarle y quién sabe que más cosas.
Su sueldo tampoco era una maravilla aunque era fijo y nunca variaba. Pasaba estrecheces pero estaba acostumbrado a las cosas sencillas. De hecho, aun con todo vivía mejor que en los últimos tiempos en Italia. En Estados Unidos había carestía de ciertas cosas y había que apretarse el cinturón, pero el racionamiento y las cartillas no existían. Incluso su apartamento de mala muerte tenía agua corriente de verdad, luz eléctrica y una estufa. En Italia esas cosas eran un lujo para muchos en su pueblo.
Lovino cobraba noventa dólares al mes, algo que para él era bastante dinero teniendo en cuenta que trabajaba descargando pescado en el puerto cerca del río Hudson. Todos los días se levantaba a las cinco de la mañana, se lavaba la cara, se ponía su ropa de trabajo y bajaba la calle para tomarse un café, no muy bueno a decir verdad, en la cafetería de la esquina. Allí el propietario le saludaba cada vez que pasaba adentro. Lovino correspondía con un gruñido y un movimiento de cabeza. No se entretenía haciendo amistades aunque siempre venía bien charlar con un simpático chismoso que se sabía casi todas las comidillas de la ciudad. Después de diez minutos de café, Lovino continuaba bajando la calle hasta las dársenas junto al río y allí ocupaba su puesto al lado de otros hombres jóvenes como él.
De los doscientos setenta dólares netos que habría ganado en todo ese tiempo, había ahorrado tan solo cincuenta y ocho, culpa del alquiler y las facturas diversas que acarreaba el gasto de agua y luz. Sabía que en esas condiciones no podría vivir durante mucho tiempo. Si no era el dinero, era el miedo a que una tarde le metiesen un tiro ente ceja y ceja. Había intentado encontrar trabajo para lo que estaba especializado pero allí la tasa de desempleo era igual de grande que en el sur de Italia. Lovino en realidad era fontanero pero al parecer había muchos en Nueva York y nadie precisaba los servicios de un extranjero italiano.
La fontanería era un oficio complicado y según lo que había averiguado por medio del dueño de su cafetería habitual, se podía llegar a cobrar doscientos dólares por servicio. Eso era mucho dinero. Pero asumía que la gran mayoría de gente no podría pagar ese precio por arreglar una tubería. Podía probar suerte intentando encontrar empleo para el ayuntamiento pero su condición de inmigrante era una barrera bastante alta. Por eso se estaba planteando buscar mejor fortuna en algún otro lado, alguna ciudad periférica en dónde pudiese ejercer su oficio.
Todos los días se acostaba con esa idea, atormentado por el miedo. Pero le bastaba con tocar la canica roja para recuperar la determinación que según decía su abuelo, había heredado de él.
Una mañana a principios de marzo, su suerte cambió. El anuncio que vio en el periódico tenía que ser una trampa, estaba seguro de eso.
**Dos Estrellas. Se admiten huéspedes en régimen de pensión completa. Habitaciones individuales, estufa central, todas las comidas, lavado y planchado de ropa, sala de estar comunitaria. Radio y teléfono. Residencia a 5 minutos de las estaciones de tren y autobuses. Precio: 50$/mes más gastos de luz, agua y gas…**
Y continuaba con la dirección, una calle en un pueblo cercano a Nueva York. Y joder, el precio no estaba mal contando que te daban de comer y te lavaban y planchaban la ropa, que estaba a cinco minutos de la estación de tres y tenía línea de autobuses comunicándote con la ciudad. Y por lo que parecía, estaba cerca de la playa también. Mierda, era una ganga. No podía dejar pasar una oportunidad así. Podría librarse de la constante amenaza de la Muerte dejando atrás su actual vivienda.
Lovino cerró el periódico y lo dejó en la barra con un bufido. Ese día la cafetería estaba llena por culpa de la nieve. El italiano nunca había visto nevar con esa fuerza al lado del mar aunque muchos aseguraban que era completamente normal en Nueva York aun estando en el mes de marzo. Lovino, acostumbrado a las temperaturas suaves del sur de Italia, jamás en su vida había pasado tanto frío como aquél.
Con la taza caliente entre los dedos, vio como otro cliente atraía el periódico hacia sí, para echarle una ojeada. Lovino repiqueteó con los dedos sobre la loza, mirando de reojo a ese hombre, inquieto y nervioso. El tipo era bien parecido, llevaba un traje gris, algo remendado, y corbata. Le faltaba el bigote para parecer británico. Lovino se sonrió pensando qué diría ese individuo si averiguaba que lo estaba comparando con un inglés. No sabía que clase de relación existía entre los yanquis y los ingleses pero pensaba que muy buenas no serían.
Intermitentemente echaba un vistazo por la ventana para después ladear la vista hacia el periódico abierto en esas manos, callosas y endurecidas, de sastre. No pudo evitar suspirar de alivio en cuanto el sujeto dejó la prensa en la barra, así que antes de que nadie más lo cogiera lo hizo él. Inmediatamente después lo abrió, rasgó la parte que le interesaba de la hoja de anuncios por palabras y dejó cincuenta centavos al alcance del dueño. Echó a correr bajo la nevada con el papelito arrugado dentro del puño.
El viaje en tren le había salido más barato de lo que se esperaba aunque no podía decir que hubiese sido lo más cómodo del mundo. Durante una hora estuvo apiñado en medio de toda clase de gente, desde braceros, obreros y niños gritones hasta mujeres con pañuelos en la cabeza y ancianos quejumbrosos. Todos pobres, como él. Casi acurrucado en uno de los asientos de madera cerca de la puerta de salida, Lovino miró por la ventana a pesar de que la oscuridad no le dejaba ver gran cosa. De nuevo sentía la inseguridad. Pero no por miedo. Había dejado atrás una vida más o menos peligrosa y que no podía continuar por si mismo. Al menos ya no tendría que dormir con un cuchillo de cocina bajo la almohada.
Era noche cerrada cuando llegó. Respiró bien hondo al bajar en la estación de Winterfield, la localidad que le iba a proporcionar un alojamiento y unas posibilidades de empleo mejores. En aquel pueblo no debía de haber demasiados fontaneros, o eso quería pensar. Aunque seguramente cualquier trabajo era mejor que descargar pescado durante doce horas seguidas. Con aparente buen ánimo, ajustó las correas de su mochila, irguió bien la cabeza y tomó aire. Se atragantó con el frío y tosió. Varias señoras que también bajaban del tren le miraron con pena. Pero Lovino no hizo caso, actuó como que en realidad estaba perfectamente aun cuando los pulmones se le estuvieran congelando y avanzó de nuevo hacia la entrada del pueblo.
Winterfield era un lugar construido a mediados del siglo diecinueve, una planta bastante nueva comparándose con otras localidades de la costa este. Por eso reinaba el viejo aire del hierro industrial y las formas neoclásicas. En cierto modo le gustaba, era como tener un trozo de Italia allí mismo, mirando los edificios públicos con sus fachadas llenas de columnas corintias.
Trazado de forma geométrica, el municipio tenía dos calles principales (la Norte-Sur y la Este-Oeste) que confluían en la plaza central. Alí estaba el ayuntamiento, la iglesia, la biblioteca y diversos comercios importantes, entre los que destacaba su propio alojamiento. El resto de Winterfield se expandía hacia el norte, siendo la estación de tren su punto más al sur. Varias granjas salpicaban la campiña de los alrededores, propiedad de algunos habitantes del pueblo.
Lovino sintió que por una vez había acertado al decidir algo por si mismo. El sitio no estaba mal y la poca gente que aun quedaba por la calle parecía simpática a pesar de que por lo que se sabía, en los pueblos pequeños eran aun más cerrados que en la ciudades grandes para con los extranjeros. Únicamente se sintió incómodo al darse cuenta de que varias ancianas le observaban desde detrás de los visillos con algo de recelo al verle avanzar hasta Dos Estrellas, la pensión del anuncio del periódico. El establecimiento aún estaba abierto, por lo que podía contratar esa misma noche su habitación.
Al entrar, la puerta chirrió. Se encontró en un vestíbulo amplio, con las paredes pintadas de blanco y el suelo cubierto por una alfombra desteñida, aunque limpia. Un espejo colgaba de la pared izquierda y varios bodegones de la derecha. Al fondo del vestíbulo estaba la mesa de recepción, y dos puertas a cada lado de esta. Un teléfono negro descansaba sobre la mesa.
En silencio, Lovino se acercó y miró a ambos lados. No había ninguna clase de timbre o manera de llamar para que alguien le atendiese. Paulatinamente su ceño se fue frunciendo, no le gustaba que le hiciesen esperar.
Ya estaba a punto de gritar para atraer la atención de alguien cuando la puerta de la izquierda se abrió. Una mujer gruesa y de estatura mediana apareció por ella y se detuvo al ver a Lovino ahí quieto como un pasmarote, la frente arrugada y la boca a medio abrir.
—¡Oh, Dios mío! Lo siento tanto, cielo, ¿llevas esperando mucho tiempo? — la mujer se había acercado a él en un santiamén, le había tomado de las mejillas y mirado como si fuese su madre, de arriba a abajo. Después le había soltado, todo en tres segundos, para acercarse a su mostrador. — Teníamos una campanilla, alguien se la llevó, que arda en el Infierno. Pero basta de tonterías, quieres una habitación, ¿verdad? Debiste ver el anuncio, lo hizo mi hijo, estoy tan orgullosa… — esa señora parecía no querer parar de hablar por los codos. Encima lo hacía muy deprisa. — Estás de suerte, tengo un cuarto precioso con vistas a la plaza. Aunque tengo más cuartos pero ese es el más bonito y está desocupado. — ya le estaba tendiendo una llave, que Lovino tardó un poco en tomar. Se suponía que antes tenía que registrarse y esas cosas. — Bien, antes de que me pagues, tengo que rellenar esto con tus datos, para mantener un registro mínimo, tú ya me entiendes.
La rolliza señora llevaba puesta una falda de lana gris, una blusa amarilla y un delantal de flores rosas. Su cara era tan afable que a Lovino le costaba pensar que pudiera enfadarse alguna vez, lo cual agradecía en cierto grado. Llevaba el pelo rubio recogido en un moño modesto aunque algunos mechones se escapaban de las horquillas y tapaban a veces unos brillantes y vivarachos ojos azules.
—Bien, nombre, apellidos, edad y nacionalidad, eso lo primero.
—Lovino Vargas, veinte años, italiana. — su voz había vacilado por un momento pero apenas se notó. No quería mostrarse nervioso aunque lo estuviera.
La mujer alzó las cejas y sonrió. No parecía disgustada con que Lovino fuese italiano.
—Oh, italiano, yo tuve una vez un novio italiano. Son tan dulces y guapos… — ella suspiró aunque el comentario le sentó tan bien a Lovino que incluso esbozó una sonrisa a pesar del matiz lastimero de la mujer. — Tú también eres muy guapo, corazón, seguro te llevas a todas la chicas de calle. — mientras ella apuntaba los primeros datos, Lovino no puedo evitar sonrojarse un poco, apartando la vista. — Supongo que tienes los papeles en regla, ¿verdad?, no me gustaría tener visitas inesperadas de la policía, le hace mal al negocio y tal como están ahora las cosas… — cabeceó por un momento hasta que pareció recordar algo. — ¡Por el amor de Dios!, ni siquiera me he presentado y voy a ser tu casera, que malos modales tengo. Me llamo Mary Margaret Jones, encantada de conocerte. — Mary ni siquiera le tendió la mano, sino que directamente se la tomó y la estrechó fuertemente y con vigor. Lovino oyó sus huesos crujir, pero no se quejó, al menos no exteriormente.
Los diez minutos siguientes, la señora Jones le hizo constatar varios datos más y le explicó las reglas. Se pagaba a primeros de mes la cuota completa. Como estaban a día diez de marzo, Lovino pagaría el precio del resto del mes nada más. Se desayunaba a las siete y media, se almorzaba a las once y se cenaba a las ocho. Los domingos se tomaba el "brunch" a las once, que era mezcla de desayuno y almuerzo, para poder ir a la iglesia temprano. La ropa para lavar se recogía una vez a la semana, normalmente los viernes, y se devolvía el domingo por la noche. Podía traer chicas a la habitación pero tenía que ser muy discreto. Podía fumar si así lo quería aunque sólo en la sala de estar común. Había dos baños con una bañera pero la reserva de agua caliente tenía un límite así que posiblemente muchas veces tuviera que ducharse con agua templada calentada en la cocina. Por supuesto, no quería problemas con los otros inquilinos.
Esas cosas, entre otras que iría descubriendo con el tiempo, fueron las primeras de una larga lista de normas.
Lovino pagó su parte y siguió a la señora Jones hasta la habitación que le había entregado. Estaba en la segunda planta del edificio, al final del pasillo, subiendo unas escaleras a las que se accedía desde la puerta derecha junto al mostrador de recepción. Las demás puertas estaban cerradas pero de una salía el murmullo inconfundible del locutor de una emisora de radio. Lovino miraba de reojo los números en las placas de las habitaciones, preguntándose que clase de gente viviría allí. Supuso que al día siguiente lo sabría. No estaba asustado después de su pequeña estancia en la gran ciudad.
La señora Jones dejó que abriese la puerta, le dio un apretón cariñoso en el hombro y le deseó buenas noches. Después lo dejó a solas, bajando las escaleras hacia la planta de abajo. Lovino entró al cuarto, cerró la puerta y suspiró. Estaba a salvo, dentro de lo que cabía.
Echó una ojeada antes de lanzarse a la cama como un desesperado. No era suntuoso. Las paredes tenían un papel con motivo de flores azules y el suelo era de madera, algo ajada. La estufa estaba en un rincón, contaba con armario y estanterías por las cuatro paredes.
No se molestó en quitarse la ropa, dejó la mochila en el suelo y se tumbó en la cama, cayendo en ella como un fardo, bocabajo. No oía gritos, ni golpes fuertes, ni disparos. Reinaba la absoluta calma. Incluso el murmullo de movimiento en el cuarto de al lado se le hacía tranquilo. No le dio tiempo a pensar en su hermano. Tan pronto como cerró los ojos, Lovino cayó profundamente dormido.
