¡HOLA A TODOS! Primero de todo he de decir que está historia (que aún no está acabada, por cierto) participa en el reto 'Princesas y Dragones' del foro Provocare Ravenclaw. El reto consistía en, basándose en los personajes que quisiera creados por Jo Rowling, crear una nueva versión (como si fuera una secuela) de un cuento tradicional. En este caso, yo he escogido como personajes principales a Ron y a Ginny, y el cuento es 'Peter Pan'. No voy a deciros más, espero a que lo leáis vosotros mismos.
Los personajes del cuento de 'Peter Pan' son descritos en este fic físicamente tal y como lo son en la película de dibujos animados de Disney del año 1953. Uno de los motivos principales es porque la gente conoce más a esa versión de los personajes, puesto que el libro original de 'Peter Pan' es muy antiguo y poca gente lo ha leído en comparación con toda la cantidad de gente que ha visto la película. Además, se han hecho muchas versiones del cuento original adaptadas para niños, y el patrón de los personajes suelen ser más parecidos a la película que no al cuento original. El otro motivo es que Ron siempre me ha recordado a Peter, que era delgaducho, con pecas y el cabello de un color marrón rojizo.
Una última cosa: no sé por qué es, supongo que porque he mezclado en un fic a personajes de Harry Potter con el cuento de Peter Pan, pero me siento bastante bien respecto al fic. Es decir, siempre repaso todos mis fics una y otra vez antes de publicarlos, y siempre acabo subiéndolos con algunas dudas, pero esta vez estoy muy contenta con el resultado que estoy consiguiendo gracias a este reto, así que si leéis esto antes de que finalice el reto (20 de septiembre) y os gustaría participar, os animo a que lo hagáis.
¡Ahora no me queda más que desearos que disfrutéis con el fic! Os leo en los Reviews.
Capítulo uno
Ron Weasley amaba a su familia por encima de todas las cosas. Se había casado joven, pero se había enamorado siendo un niño, tal y como todas las madres consideran a sus hijos cuando estos se encuentran en ya bien entrada su adolescencia.
Ron amaba a sus hijos. Rose, la primogénita, había heredado de su madre la inteligencia, pero de su padre la testarudez. Cabreaba sin cesar a su hermano pequeño, aunque en el fondo le quería mucho. Era una niña pelirroja con los ojos idénticos a los de su madre, al igual que su piel, que no presentaba ninguna imperfección; Hugo, en cambio, era igualito a su padre cuando éste era niño: puro nerviosismo e incapaz de estarse quito ni unos pocos segundos. No se metía en líos y le encantaba leer, pero era un perezoso cuando de hacer deberes se trataba. El niño era más parecido a Hermione físicamente, aunque el rostro lo tenía surcado de pecas y el cabello de un rojo ardiente al igual que su padre.
Ron amaba a Hermione más que a nadie en el mundo, pero en esos momentos sentía que su cabeza estaba a punto de estallar. Habían discutido. Otra vez. De nuevo por una absurda tontería. Siempre la misma e incesante estupidez.
-¿Dónde está la mostaza? –inquirió Ron después de abrir la nevera.
-Tú sabrás, eres el único de esta casa que come mostaza –le contestó Hermione con el rostro cansado fruto de un largo y agotador día de trabajo.
Ron observó atentamente la cocina, examinando cada rincón con detenimiento.
-Yo la dejé en su sitio. En la nevera, entre el kétchup y la nata montada… Y ahora no está.
-¿Insinúas qué he sido yo?
-No, sólo digo que tal vez la hayas cambiado de lugar sin darte cuenta.
Hermione fulminó a su marido con la mirada.
-¡Estoy harta, Ronald!
Ronald, ha dicho Ronald. Mala señal, pensó el hombre de cabello rojizo, aunque poco a poco se iba tornando cada vez más canoso. Pero en vez de quedarse callado y quieto esperando a que su mujer se calmara porque, como es natural, las tonterías no han de pasar de ahí, y eso era algo que Hermione tenía siempre muy presente después de haber discutido mucho con él por ellas, Ron se levantó y abrió el armario que había justo encima de la encimera, rebuscando en él hasta encontrar lo que buscaba: su muy preciado bote de mostaza.
-Yo no la puse aquí, no sé como lo ves…
-¡Aaaaaagr, eres insoportable! Me paso el día trabajando, aguantando al jefe del departamento de Regulación y Control de Criaturas Mágicas, deseando olvidarme de sus quejas inútiles y esperanzada por llegar a casa y descansar junto a mi familia… ¡Y ESTO ES LO QUE ME ENCUENTRO! Tú, como no, siempre tú… Don perfecto, el que no se equivoca nunca. ¡Puedes meterte la mostaza por donde te quepa, y me da igual sonar vulgar!
Y diciendo eso Hermione abandonó la cocina hecha una furia, directa a su despacho en el que disponía de un sofá de piel sintética donde se estiró sin siquiera descalzarse y se quedó dormida al instante.
Llevaban dos días sin hablarse, y se había convertido en una tortura para cada uno de los dos. Ron apenas comía, tenía unas ojeras profundas y el rostro demacrado. Sólo salía cuando era estrictamente necesario, es decir, cuando empezaba su turno de trabajo en la tienda de artículos de broma. A Hermione no se le notaba físicamente, puesto que era una de esas personas que sabía aparentar normalidad en su rostro, y fingía saborear la comida delante de sus hijos para que estos no se preocuparan. Pero como ninguno de los dos era lo suficientemente valiente como para expresar lo que sentían, no eran capaces de solucionar las cosas hasta que por lo menos no pasaban unos cuantos días más, tiempo que utilizaban para reflexionar sobre el tema.
La tercera noche que pasaron sin hablarse cenaron temprano. Como una familia normal, en el comedor, con el crepitar del fuego rompiendo el silencio que producían. Sin embargo, los niños hablaban y reían ajenos a los problemas de sus padres, y explicaban contentos lo que habían hecho en el colegio.
-Es hora de acostarse –dijo Hermione a sus pequeños cuando estos hubieron acabado de cenar-. Recoged los platos y dejadlo todo en el fregadero.
-Mami, ¿nos explicarás un cuento? –preguntó Hugo tironeando del borde de la camiseta de Hermione.
-Claro que sí –le contestó, acariciando su cabello-, pero antes tenéis que lavaros los dientes.
Los niños se despidieron de su padre con un sonoro beso de buenas noches y un fuerte abrazo, subieron las escaleras y fueron directos al lavabo.
-¿Recoges tú mientras yo les explico el cuento? –le preguntó Hermione a su marido cuando los niños estaban ya arriba, rompiendo de esa manera el silencio que habían mantenido durante días. Habló en tono serio y su voz para nada indicaba que quisiera hacer las paces con él… No todavía.
-Sí, está bien.
Hermione subió las escaleras y Ron la vio desaparecer al entrar a su despacho, donde guardaba los cuentos muggles que leía cuando era una niña y su preciado ejemplar de 'Los cuentos de Beedle el Bardo'. No supo qué elegir, así que optó por coger unos cuantos cuentos muggles y el libro que Dumbledore le legó al morir. Salió de su despacho y, mientras se dirigía a la habitación que compartían sus hijos, pudo escuchar claramente el sonido que hace el agua cuando cae sobre la pica de la cocina, el chocar de unos platos y el frotar de una bayeta sobre ellos.
-¿Hoy toca cuento muggle? –preguntó Rose cuando su madre entró tranquilamente en la habitación.
Hermione adoraba los cuentos muggles por encima de todo. Fueron sus primeras lecturas y tenía decenas de ellos esparcidos por las diferentes estanterías de su despacho, y todos habían sido suyos desde que era una niña. Siempre había soñado con leerle a sus hijos cuentos como 'Los tres cerditos', 'La Cenicienta', 'La ratita presumida'… Sin embargo, cuando leyó por primera vez 'Los cuentos de Beedle el Bardo' descubrió que incluso en el mundo mágico la gente creía en los cuentos de hadas, y por eso, cuando tuvo un rato libre se escapó a la Biblioteca Mágica de Londres, se hizo socia y tomó prestados unos cuantos libros que leyó y releyó cientos de veces. Por ese motivo, un día sí y otro no, explicaba a sus hijos un cuento mágico antes de irse a dormir, y los demás días les explicaba uno muggle.
-No, toca cuento mágico… -Le contestó Hermione, apenada, sabiendo lo mucho que le gustaban a su hija los cuentos muggles.
-¿Por qué no cambiamos, aunque sea sólo por hoy? –La niña le preguntó esperanzada.
Madre e hija miraron al pequeño Hugo para saber su opinión, pero el niño se limitó a encogerse de hombre y a dar a entender con ese gesto que le daba igual.
-Está bien, entonces.
-'La Cenicienta' –dijo la niña.
-No –replicó Hugo-, estoy harto de los cuentos de princesitas. Seguro que hay cuentos muggles en los que no salen princesas.
-Sé de uno –empezó Hermione- en los que la única princesa que aparece es la de una tribu india, que está enemistada con unos sangrientos piratas y un grupo de niños les intenta expulsar de la isla en la que viven.
-Nos has contado 'Peter Pan' cientos de veces –expuso Rose-. ¿No podría ser otro cuento?
Hermione sonrió apenada. 'Peter Pan' era su cuento favorito desde que era niña. Había disfrutado tremendamente con el delgado muchacho pelirrojo que deseaba no crecer nunca. Cada vez que se sumergía en las páginas del libro se sentía con él y con los niños perdidos en Nunca Jamás. Había aprendido a creer en las hadas…
-Pero Peter pasó la eternidad en el país de Nunca Jamás. ¿No habéis pensado que tal vez viviera otras muchas aventuras que las que se cuentan en el libro?
Los niños la miraron con curiosidad.
-¡Cuéntanos lo que sabes, mamá! –exclamó Hugo, emocionado. Siempre le había gustado mucho el cuento de 'Peter Pan'.
-Sí, por favor –añadió Rose.
Hermione sonrió.
-Había una vez…
Había una vez un niño que vivía junto a su familia en un pequeño pueblo situado en Inglaterra. El niño, que se llamaba Ronald, no creía especialmente en las hadas. Pensaba que eso representaba ya una parte de su infancia y por ese motivo, cada vez que su hermana pequeña fantaseaba con nadar junto a sirenas, luchar junto a piratas y volar de la mano de Peter Pan cubierta de polvo de hadas, Ronald se reía de ella.
-¡Estás chiflada! –le decía una y otra vez.
La niña, que por ningún motivo iba a dejar de creer en las hadas o a fingir que ya no creía en ellas, miraba a su hermano enfadada y se marchaba a otro lugar de la casa en el que no pudiera molestarla. Al principio, iba directa a su madre y le explicaba todo lo que su hermano le había dicho, y la mujer reprimía al niño y le ordenaba pedir disculpas a su hermana, aunque muchas veces no lo sentía realmente. Después de eso el tiempo fue pasando, los hermanos fueron creciendo y puesto que la niña, aunque era un año menor que su hermano era mucho más madura que él, dejó de lado los comentarios que le hacía Ronald sobre su cordura y se dedicó a ignorarlo, ni siquiera volvió a hablar del tema con su madre.
Un día los dos hermanos tuvieron que quedarse solos en casa, puesto que sus padres necesitaban ir a la ciudad urgentemente para solucionar un problema que había surgido con el papeleo de la casa.
-¿Cuánto tardaréis? –preguntó la niña a sus padres, que se estaban poniendo los abrigos.
-No lo sabemos. Tal vez todo el día… La ciudad está lejos y tenemos que esperar a que llegue el tren a la estación. Después tenemos una hora de viaje, y al llegar hemos de pedir un taxi para que nos lleve a la oficina, que nos queda bastante lejos de la parada de tren.
A Ginny, que era como se llamaba la hermana, no le apetecía mucho quedarse en casa a solas con su hermano, por más que se empeñara en ignorarlo y en hacer oídos sordos de sus comentarios, pero como sabía que el motivo que arrastraba a sus padres a la ciudad era importante, decidió no interponerse en su camino y reprimir las ganas de pedirles que la llevaran con ellos, porque sabía que, probablemente, sería un estorbo en un día tan importante. Por eso no dijo nada, y cuando el matrimonio se despidió de sus hijos dándole un beso a cada uno en la mejilla y prometiendo que, al volver, les traerían un juguete nuevo, abandonaron la casa sin saber lo que su hija estaba pensando.
En cuanto la puerta se cerró Ronald se levantó del sofá en el que estaba sentado junto a su hermana y fue directo a la cocina a por algo de comer, todo y que no hacía ni una hora que habían desayunado.
-Si empiezas a comer ahora, cuando sea la hora de la comida no tendrás hambre –le dijo su hermana.
-Tú calla, loca. Papá y mamá no están, lo que significa que mando yo porque soy el mayor.
Ginny, cansada de tanta tontería, dejó a su hermano comer tranquilo y subió a su habitación. Allí pasó la mañana leyendo libros, pero cuando sus tripas empezaron a sonar bajó las escaleras y se sirvió en un plato una ración de la comida que su madre había preparado esa mañana para ella y Ronald.
Ronald… No estaba allí. La niña supuso que su hermano estaría en el jardín dando pelotazos a los bajos muros de piedra que rodeaban la casa, por lo que no se preocupó por él. Ya habrá comido, se dijo a sí misma. Pero cuando Ginny, que había bajado a comer tarde, dejó el plato en el fregadero de la cocina, se percató de que no había nada más allí, tan solo el plato que había utilizado, los cubiertos y un vaso de cristal. Su hermano no había ido a comer aún, y eso era muy raro en él, puesto que siempre tenía hambre y no acostumbraba a comer tarde. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que hubiera comido y, justo después, hubiera fregado los platos, porque eso era una cosa que Ronald no hacía nunca, solamente cuando su madre o su padre se lo ordenaban.
La niña, preocupada, salió al jardín pero allí no encontró ni rastro de su hermano. Rodeó la casa, prácticamente corriendo y con el corazón latiendo de una forma que podría haber asustado a cualquier médico. Entonces lo vio: justo detrás de la casa, frente al muro de piedra, el balón de futbol de Ronald descansaba en el suelo. Pero el niño seguía sin aparecer. Ginny entró de nuevo en la casa como si huyera despavorida del más horrible de los fuegos.
-¡Ronald, Ronald! ¿Dónde estás? –gritó atemorizada. No obtuvo respuesta.
Registró la planta baja de la casa y, al no encontrar a su hermano, subió las escaleras. Abrió las puertas de todas las habitaciones, pero su hermano seguía sin aparecer… Y como una exhalación, una pequeña luz dorada pasó rápidamente frente a ella hasta quedarse quieta y posarse frente a sus ojos. Era un hada, pequeña y revoltosa. Tenía la piel muy blanca y a la vez bonita, ya que la luz que irradiaba hacía juego con su palidez. Su cabello era rubio y estaba recogido en un elegante moño, aunque algunos mechones habían quedado sueltos. Vestía un delicado vestido verde de seda que le quedaba como anillo al dedo.
-¡Campanilla! –exclamó Ginny, entre la sorpresa y la felicidad.
El hada corrió hacia la boca de la niña y puso sus pequeñas manos encima, haciéndola callar.
-No, no lo entiendes… Mi hermano no está, tengo que buscarle –le dijo al hada.
Campanilla empezó a revolotear por la habitación, llevándose las manos a la cabeza. Finalmente, puesto que sólo hablaba el idioma de las hadas y le era imposible comunicarse con la niña gracias a él, señaló una foto de Ronald que estaba situada sobre la cómoda de la habitación de sus padres.
-Ronald… -empezó a decir Ginny, traduciendo con palabras los gestos de Campanilla.
El hada se subió sobre la cómoda y se movió como si manejara una espada invisible y luchara contra alguien, invisible también, que blandía una espada.
-Ronald… Piratas…
Agitando las pequeñas alas, se aproximó a la ventana y apuntó con el dedo hacia el cielo.
-¡Nunca Jamás! ¡El capitán Garfio se ha llevado a Ronald al país de Nunca Jamás!
El hada asintió nerviosamente con la cabeza, cogiendo a Ginny de la manga de su camiseta y arrastrándola hasta la ventana. La niña, que sabía perfectamente qué hacer para volar, le dijo a Campanilla:
-¿Y el polvo de hada?
Campanilla respondió a su pregunta volando sobre ella y dejando caer cientos de diminutas partículas doradas que, al pensar Ginny en lo más bonito para ella, hicieron que la niña se elevara por los aires. Así, aspirando el aroma a magia y acompañada de Campanilla, Ginny emprendió su viaje a Nunca Jamás, dispuesta a rescatar a su hermano antes de que sus padres llegaran esa misma noche a casa.
