Notas: HTTYD pertenece a Cressida Cowell y a DreamWorks.

Este fic participa en el Reto Anual "Vikingos sobre la espalda de Dragones" del foro La Academia de Dragones.


Psicopompo

I

Presión

La Isla de Berk es un lugar perdido del mundo donde humanos y dragones conviven en una armonía casi utópica de respeto y mutualismo. Sin embargo, las cosas no siempre habían sido así. La llamada Época Oscura de Berk fue un periodo de muerte, destrucción y guerra, donde los dragones, obligados por la feroz Reina Roja, saqueaban y desgarraban a la tribu vikinga, y eran desgarrados en retribución… Y todo habría seguido igual de no ser por Hipo Horrendo Haddock Tercero, el heredero de la tribu y, hasta ese entonces, el desastre personificado.

Hipo no era el prototipo perfecto de lo que debía ser un vikingo, en su lugar era el ejemplo de lo que no se debía ser: era pequeño, era débil, no sabía pelear y era muy inteligente. Sin embargo, Hipo seguía siendo un Haddock, el hijo de Estoico el Vasto, y, por lo tanto, un valeroso defensor de Berk. Él y su amigo Chimuelo, un Furia Nocturna, acabaron con la malvada Muerte Roja y trajeron paz entre vikingos y dragones: la llamada Época de Fuego.

No obstante, los cambios nunca son sencillos ni vienen solos. Súbitamente, hombres y mujeres que habían interiorizado su odio por los dragones necesitaron cambiar su mente y abrir los ojos. Quienes una vez hicieron de su oficio matar y atrapar dragones tuvieron que aprender a respetar, comprender y admirar a las bestias. Así que Hipo, el primer vikingo en hacerse amigo de un dragón, escaló en la jerarquía de Berk de ser el inútil aprendiz de herrero a ser el héroe y amo de dragones. La transición había sido dolorosa, pero, después de años, batallas y mucho esfuerzo, Berk estaba feliz con su heredero y con su valiosa posición. Y, la mayoría del tiempo, Hipo también era feliz, porque podía ser él mismo y encajar en la tribu. Sí, la mayoría del tiempo era feliz.

La mayoría del tiempo.

Antes, cuando él era el inútil, podía hacer lo que quisiera y en el momento que quisiera, siempre y cuando no fuera peligroso (o mientras nadie se enterara) porque a nadie le importaba mucho. Tenía demasiado tiempo libre en sus manos e incontables ideas. Ahora estaba en la mira de la tribu y siempre era solicitado para algo: entrenamiento de dragones (o cualquier situación que involucrara dragones), reuniones con su padre y demás responsabilidades que lo dejaban agotado.Y, por si fuera poco, estaban las preparaciones para el invierno.

Ya no lo soportaba.

Además, antes él sólo tenía que preocuparse de sí mismo (y ser aceptado por la tribu). Ahora, era su responsabilidad vigilar a los jóvenes jinetes de dragones, a su equipo. Y, sencillamente, eran incontrolables. En especial los gemelos.

Hipo y Chimuelo desmontaron en medio de la aldea cubiertos de una sustancia negra viscosa, maloliente y pegajosa. En el dragón casi no se notaba, pero en Hipo… Necesitaba un baño, urgentemente. Y todo era culpa de los gemelos. Cuando hubo llegado a su casa, Hipo se dirigió al cuarto de baño al cual él mismo le había hecho modificaciones. Preparó la bañera y se desnudó, tirando la ropa en una esquina y pensando en que, probablemente, debería quemarla en un futuro próximo. Se metió al agua, deliciosa y tibia, y empezó a frotarse la piel, pero la sustancia no salía. El olor era muy penetrante. El enfado subía y subía desde su estómago hasta crear un nudo de frustración en su garganta. Estaba tan concentrado en su tarea, frotando y frotando hasta provocar que su piel escociera, que no escuchó cuando la puerta se abrió.

—¡Hola!— lo sobresaltó Astrid con voz alegre.

El muchacho siguió la dirección de la voz y en el umbral estaba ella, quien llevaba ropas más pesadas, por el invierno que se acercaba, y tenía los brazos cruzados despreocupadamente. Hipo se cubrió su hombría con las manos, avergonzado. ¡Odín! ¿Por qué sólo le pasaban estas cosas a él?

—¡¿Qué haces aquí?!

Ella sonrió encantadoramente, sus hermosos ojos azules brillaban de picardía. Apoyó su figura contra el marco de madera con tanta frescura… Era como si no sucediera nada fuera de lo usual. Era como si ella estuviera viendo a un Hipo completamente vestido. Maldita sea.

—Obviamente necesitas ayuda— comentó ella.

—¡Puedo hacerlo solo! ¡Gracias!— dijo él apresurado—. Por allá está la puerta, puedes irte. Recuerda cerrarla— Astrid se adentró más en la habitación y cerró la puerta del cuarto detrás de ella—. ¡No me refería a cerrar esa puerta!

Astrid se acercó a Hipo con actitud depredadora, tomó la esponja que había quedado olvidada en el piso. Seguidamente, ella se quitó las botas, los calcetines y se arremangó su pantalón.

—Sólo cúbrete las partes peligrosas— susurró entonces, con voz ronca y seductora y se colocó detrás de él. Se sentó en la orilla de la bañera—. Tallaré tu espalda, bebé

Para el muchacho fue difícil fingir que las palabras de Astrid no lo habían afectado, pero aún así lo hizo. A decir verdad, él y ella habían empezado su "relación oficial" hacía un tiempo: honestamente debía admitir que él y Astrid ya habían cruzado algunos límites. Pero eso no significaba que Hipo no se sintiera avergonzado a más no poder, o que su miembro no respondiera a la presencia y las caricias de Astrid. No obstante, él se obligó a relajarse.

—¿Qué es esta cosa?— comentó Astrid apretando los dientes y esforzándose más por quitar la suciedad. Y, con sólo esas palabras, Hipo pudo enfocarse de nuevo en su enfado: aquel que llevaba construyendo en su interior por demasiado tiempo.

—Los gemelos se metieron en una fosa llena de esto— dijo él, sin darse cuenta de que se había relajado tanto que sus brazos estaban apoyados en la bañera y ya no cubriendo su hombría—. Querían usarlo para hacer una broma "en nombre de Loki" y quedaron atrapados con Eructo y Guácara... ¿Acaso tienen algo, además de aire, en la cabeza?

Astrid no contestó, sino que empezó a frotar con más fuerza la espalda de Hipo, luchando contra la negra sustancia que parecía no querer irse. Entonces, Hipo llevó sus manos debajo del agua y comenzó a limpiarlas con conciencia, pensando. Él y su dragón habían estado volando, con total libertad, hasta que Estoico lo había ido a buscar: "Hay un par de alas cambiantes en la aldea". Y, después de eso, cuando Hipo estaba dibujando en el gran salón, llegó Patapez, tan pálido como si hubiera visto un fantasma: "Los gemelos están atascados y Albóndiga y yo no podemos sacarlos". Era como una conspiración: siempre buscaban a Hipo. Hipo debía tener todas las respuestas. Hipo debía arriesgarse siempre. Hipo, Hipo, Hipo. ¿Así sería el resto de su vida?

—Hay algo más en tu mente, ¿no es así?— le preguntó Astrid.

Él negó con la cabeza.

No. No había nada más.

Sólo estaba cansado.


Un par de días después comenzó el torneo de carreras de dragones. Últimamente había muchos participantes, así que se debían hacer carreras de eliminación. Esta vez, los gemelos habían tenido una idea bastante original y peligrosa. Por supuesto, Hipo era quien debería tomar la responsabilidad si algo salía mal: tenía que organizar las carreras, debía revisar que todo fuera seguro y necesitaba mantener a los jinetes a raya. Todo sumado a sus múltiples responsabilidades en la fragua, en la academia y en el consejo de Berk.

No había ido a volar libremente con Chimuelo desde que sacaron a los gemelos del pozo: la carrera de eliminación sería la primera vez. Y, sinceramente, Hipo no sabía si quería correr o no. Las competiciones también se sentían como una obligación… Él no tenía una naturaleza muy competitiva, después de todo.

La carrera de eliminación consistía en una vuelta alrededor de Berk. Los primeros cinco dragones en cruzar la meta serían los que correrían en la carrera de ovejas. Hasta ahí, todo parecía muy sencillo, sin embargo, los gemelos habían incorporado unos elementos extra:

—¡Atención!— gritó Estoico hacia el público en las graderías—. ¡Hoy será la carrera de eliminación para nuestro torneo de carreras de dragones!

Los aplausos y gritos de apoyo no se hicieron esperar.

—¡Las reglas son sencillas!—continuó el jefe, esta vez hablando en dirección del grupo de corredores—: La ruta ya ha sido demarcada alrededor de la isla. Deberán cruzar a través de los anillos que han instalado los Jinetes. Son veinte en total y están vigiladas por un juez. Este anillo— dijo él señalando a la enorme estructura que se encontraba en medio de las dos graderías— es el último.

Se escucharon más aplausos, y el jefe no habló hasta que se hubo calmado el griterío.

—Como existen dragones más rápidos que otros— a lo lejos se escucharon los vítores de los fanáticos y fanáticas de Hipo y Chimuelo, haciendo que el primero se sonrojara—, quisimos emparejar las cosas… Un par de kilómetros antes de los anillos los corredores podrán encontrar diez barriles que contienen objetos que los ayudarán a retrasar a sus contrincantes.

En el público se oyó un largo: "oooooh…".

—Por dragón sólo se puede tomar un barril. Como hay más jinetes que barriles, tendrán que apresurarse.

Hipo miró a su alrededor. Sí, había muchos jinetes, y todos y todas tenían una mueca de competitividad que asustaba. Mucho. Astrid lo buscó con la mirada y, aunque él sabía que ella lo amaba, el odio que vio en los ojos de la chica no le gustó en absoluto: obviamente él sería el blanco de ella. «Thor, protégeme», pensó él.

—Bien, amigo— le dijo él en susurros a Chimuelo— olvidémonos de los barriles y saquemos ventaja por rapidez.

El dragón asintió, moviendo su gigantesca cabeza negra de arriba para abajo, porque ambos habían pensado lo mismo, probablemente.

Hipo no era el único que no prestaba atención absoluta al jefe. De hecho, todos los jinetes estaban en su propio mundo. Los gemelos decían bravatas sobre cómo todos y cada uno de los demás caerían ante su poderío. Y Patán saludaba a las chicas del público "¡cuando gane, lo celebraremos, preciosas!". Astrid también le susurraba a su compañera dragonesa. Entre tanto, el jefe seguía diciendo las reglas:

—Está prohibido tomar el objeto de un barril si tienen otro objeto. Hay un barril vacío en cada fila: ¡escojan con cuidado! Y por último: ¡intenten que no los maten!

Hipo escuchó eso, sin embargo, «Thor, Odín, todos allá en Asgard, por favor, sálvenme de Astrid...». Se subió al lomo de Chimuelo al ver la señal de su padre. La carrera iba a iniciar pronto.

Uno.

Dos.

Tres.

Sonó el cuerno y, ¡allá iban!

Chimuelo volaba muy rápido, por lo tanto ellos pudieron sacar una ventaja considerable. No había en Berk otro dragón hecho para la velocidad: ese pedestal era exclusivo del Furia Nocturna, e Hipo iba a aprovecharlo al máximo. Estaba convencido de que su plan de ignorar los barriles funcionaría, de otra manera sólo sería una distracción. Así que pasó de largo y cruzaron el primer anillo.

Todo iba muy bien hasta que no lo fue más.

Hipo sintió como una cuerda se le enredó en el pecho, atando sus brazos fuertemente a su torso. Por el impacto, él fue casi derribado del lomo de Chimuelo: tenía que sostenerse con los muslos mientras se resbalaba de la silla, e intentaba recuperar el equilibrio. Chimuelo se detuvo y, en ese momento, pasó Astrid a toda velocidad y siguió en lo suyo.

—¡Nos vemos en la meta, perdedor!— gritó la rubia regodéandose: ella le había lanzado la boleadora a Hipo.

—¡Me la vas a pagar!— le gritó él de vuelta, pero ella ya estaba muy lejos.

Y, mientras se retorcía, él y Chimuelo fueron atacados con una bomba de la sustancia asquerosa y negra que los gemelos habían descubierto.

—¡Pa-tán! ¡Pa-tán!— pasó celebrando el muchacho.

—¿¡Qué gnomos te sucede!?— gritó Hipo demasiado enfadado como para insultar coherentemente—. ¡Estoy atado!

—¡Y sucio!— le respondió Patán riéndose y alejándose.

Lamentablemente para Hipo, soltarse no fue tarea fácil, ni siquiera con ayuda de Chimuelo. Terminaron pasándolo todos los jinetes: Chimuelo lo golpeó con su cola porque al dragón no le gustaba perder. Así que, haciendo gala de su velocidad, Hipo y Chimuelo tuvieron que hacer un esfuerzo extra. Pasaron tres anillos (sin barriles ya) antes de visualizar a otro jinete. Cuando se acercaron a los barriles sólo quedaba uno que tomó Patapez.

—Vamos, amigo, podemos alcanzarlos— dijo Hipo. Después de todo faltaba mucha carrera.

Oh, pero Patapez y Albóndiga lo escucharon.

—No, Hipo, ¡lo siento!— y él "bondadoso" muchacho lanzó la bomba de sustancia asquerosa negra (¡dioses, necesitaban ponerle un nombre!) hacia atrás, golpeando a Chimuelo en los ojos. El pobre dragón gritó, se detuvo de golpe y, por culpa de la inercia, Hipo salió volando de la silla hacia el frente, a tal velocidad que impactó contra la dura y gruesa cola de Albóndiga, de quien se sujetó para no romperse la vida en el suelo.

—¡Chimuelo!— gritó Hipo, preocupado por su dragón y, volteando su cabeza, le ordenó a su amigo—. ¡Regresa, Patapez!

Pero el rubio negó con la cabeza.

—¡Gustav usó dragon nip con Albóndiga!— se quejó—. ¡Vamos muy atrás!

—¡Y tú dejaste ciego a Chimuelo! ¡Y lo dejaste sin jinete! Y, por si no lo recuerdas, ¡no puede volar solo!— le gritó Hipo enfadándose más a cada segundo.

—¡Entonces bájate!— le respondió Patapez con un poco de timidez y un mucho de rivalidad.

Eso, exactamente, fue lo que tuvo que hacer. «Maldito Patapez, espero que lo golpeen con un hacha o algo», pensó Hipo mientras corría por el bosque buscando a su amigo dragón. Cuando lo hizo, limpió los ojos de Chimuelo y luego lo tomó de la cabeza para que se miraran mutuamente:

—Tenemos que cruzar los anillos, eso no significa que no podamos cortar camino— le dijo al dragón con firmeza, a lo cual Chimuelo respondió con un gruñido de decisión.

Y, después de muchos atajos para llegar a todos los anillos y de esquivar más de un ataque (además de lanzar algunos él), Hipo iba nariz a nariz con los gemelos. Sólo faltaba el anillo final, y eso quería decir que sólo faltaba una hilera de barriles. Cuando se hicieron visibles, Brutilda se estiró para tomar uno, pero Hipo se lo robó. Cuando investigó su interior pudo ver que no había nada.

—¡Oh, por favor! ¿¡Es en serio?!— tenía que tocarle un barril vacío al final de la carrera. Por supuesto que sí.

Detrás de él escuchó el rugido de Eructo y Guácara. Miró de reojo a los gemelos y notó como Brutilda lo tenía en la mira con un arco. Esperó, esperó y...

—¡Ahora, amigo!— indicó Hipo, girando con Chimuelo quien envió un ataque de plasma hacia la flecha en pleno aire. Luego, sin esperar más, se voltearon de nuevo y siguieron en la carrera, cruzando el anillo en la cuarta posición.

—¡Eso fue trampa! ¡Una asquerosa y ruin trampa! ¡Y sé de lo que hablo!— se quejó Brutilda con el jefe Estoico. Pero el hombre la ignoró.

En el momento en que el último jinete llegó, Estoico hizo un gesto de las manos para llamar la atención del bullicioso público.

—¡Esa fue una carrera emocionante!— declaró él con entusiasmo—. ¡Y ahora tenemos a nuestros participantes del torneo! ¡En primer lugar Astrid y Tormenta!

El público rugió en aplausos y gritos, Astrid estaba radiante, se subió al lomo de Tormenta e hizo la vuelta de la victoria.

—En segundo lugar: ¡Patán y Colmillo!

Gritando, Patán y Colmillo celebraron, para molestia de Astrid, ya que se interponían entre ella y su celebración.

—En tercer lugar, y por primera vez en el torneo: ¡Gustav y Diente!— ante eso, Hipo levantó la cabeza y miró al jubiloso chico, quien imitaba a Astrid y Patán haciendo su propia vuelta de la victoria. Así que Patapez se había quedado fuera. Pobre.

«Aunque eso se merece por dejar ciego a Chimuelo», pensó Hipo malvadamente.

—En un, aparentemente, muy dificultoso cuarto lugar— Hipo intentó no ruborizarse, ya que, realmente, ellos eran el equipo que peor se veía. Por mucho. ¿Tal vez los habían fijado como rival a vencer?—: ¡Hipo y Chimuelo!

El grupo de fanáticos vitoreaba con mucha energía, pero, sin fuerzas, Hipo y Chimuelo saludaron desde el lugar donde estaban. Eso pareció decepcionar un poco a la gente, pero qué se le iba a hacer…

—Y, en quinto lugar: ¡Los gemelos Thorston y Eructo y Guácara!


Poco después de la carrera, cuando los aldeanos se estaban yendo, Estoico se acercó a Hipo y a Chimuelo, quienes estaban colapsados en el suelo de la plataforma.

—Parece que no fue una carrera fácil— comentó risueño el jefe.

—Podrías decirlo así...—respondió Hipo, siendo apoyado por un gruñido de Chimuelo.

—Ahora sólo hay que limpiar el desastre— siguió hablando Estoico. Hipo soltó un suspiro lamentable: él también tenía que ayudar a limpiar, claro está. Las partidas de limpieza ya estaban organizadas, sin embargo, entre más rápido hicieran su trabajo sería mejor.

Las labores parecían nunca acabar. Hipo lo entendía, en serio: era el hijo del jefe. No obstante, un descanso no les vendría mal ni a él ni a su furia nocturna. Se levantó del piso no sin cierta dificultad.

—Hay que avisar a las partidas de limpieza— le recordó a su padre—. Chimuelo y yo supervisamos el norte, Astrid y Tormenta el sur, Patapez el este…

—Y Rompecráneos y yo nos ocupamos del oeste—asintió Estoico con gesto serio y, con voz fuerte, anunció que comenzarían las tareas de limpieza.

Hipo se miró a sí mismo de nuevo cubierto por esa cosa negra, estaba rasguñado, golpeado y le dolían los músculos a más no poder. Luego miró a su dragón: Chimuelo no se veía mejor. Lo habían derribado, lo habían cegado y habían tenido que volar a gran velocidad en medio del bosque. Con gesto cansado (y renqueando más de lo usual), Hipo se acercó a Chimuelo y lo acarició detrás de las orejas.

—No te preocupes, amigo— susurró—. Después de limpiar te daré un baño, comeremos e iremos a dormir cerca de la chimenea…

Chimuelo ronroneó, pero una voz llamó la atención de ambos.

—Esa bestia puede hacer lo que quiera, pero tú tienes que venir a la fragua— reprendió Bocón molesto. Hipo había descuidado un poco su trabajo y éste se había acumulado considerablemente. Pero, ¡él no tenía cuatro manos! ¡Ni podía estar en dos lugares a la vez!

Suspiró con cansancio de nuevo.

—Está bien…

Y, mientras hacía cálculos sobre cómo optimizar su trabajo, escuchó su nombre ser mencionado:

—Al norte, y con Hipo, irán Gustav, Patán, Brutacio y Brutilda— Hipo se golpeó la frente con su mano… Había hecho esos equipos muy tarde en la noche… ¿cómo no se había dado cuenta de que se quedó con todos los problemáticos?

—Yo puedo ir con Astrid— dijo Patán, guiñándole un ojo a la rubia. Ella frunció el ceño, al igual que Gustav.

—No, yo puedo ir con Astrid— reclamó Gustav, para después mirar a la chica con ojos de borrego.

Astrid se estremeció, horrorizada, e Hipo, mientras tanto, se preguntaba qué había hecho para merecer esos dolores de cabeza.

Astrid ya tiene un equipo— recalcó ella.

—¿Por qué Hipo y Astrid y Patapez tienen un equipo y yo no?— intervino de pronto Brutacio, como si se acabara de dar cuenta de ese detalle, y como si se sintiera muy ofendido por ello.

Duh— le respondió Brutilda—, porque eres un tarado.

—¡Te voy a demostrar yo lo que es un tarado!— fue el grito de guerra de Brutacio, quien le lanzó una bomba de sustancia negra a Brutilda.

Ella, conociendo a su hermano de toda la vida (y unos cuantos meses más) se agachó. El proyectil le dio de lleno a Hipo en la nuca, quien había estado ignorándolos en un vano intento por controlar la furia y la jaqueca. Hipo se agachó ante el golpe, y sintió el líquido frío esparcirse por su, ya de por sí, sucio cuerpo.

—Oye, ¡no esquives mis ataques!— reclamó Brutacio furioso a su gemela.

Ni siquiera se estaba disculpando. No… Eso sería pedir demasiado.

Y, antes de que se armara una guerra civil, Estoico dio una palmada y habló.

—¡Es suficiente, ustedes dos!— luego, hablando en dirección a Hipo, siguió con sus órdenes—. Hijo, vayan a limpiar, y asegúrate de que no hagan más desastres.

No.

No, eso no iba a suceder.

—No— dijo Hipo volteándose y encarando a su padre. Las personas que estaban cerca contuvieron su respiración.

Sencillamente, Hipo ya no podía más. No quería más. No más. ¿Era demasiado pedir un descanso? ¿Era demasiado pedir un poco de compasión por sí mismo y por Chimuelo? Él había hecho los grupos, y la prueba de que no había estado bien de la cabeza cuando los hizo era que se había autodesignado como niñera de, nada más y nada menos, Patán, Gustav y los gemelos. ¿Y después de eso debía ir a la fragua? ¿Y después, quizás, a otra tarea que nadie más en la isla parecía "capacitado" para hacer? No… Él sabía que tenía responsabilidades, sí, ¿pero acaso no tenía derechos? ¿Y los dragones qué? ¿Tampoco podían descansar ellos?

—¿Qué dijiste?— rugió Estoico, obviamente acostumbrado a que su hijo le llevaría la contraria, pero odiando esa actitud rebelde de todos modos.

—Dije que "no"— respondió Hipo. Se negó a quedarse ahí y escuchar un sermón sin fin de parte del jefe de la tribu. Así que se trepó en el lomo de Chimuelo y se preparó para el vuelo.

Estoico miró con mala cara esa actitud.

—Tienes un trabajo que hacer, no puedes simplemente marcharte— le espetó con furia contenida.

—¡Entonces renuncio!— replicó Hipo. Para empezar, él no había pedido ese trabajo. Él sabía que tenía que hacerse, no era un ingenuo, pero la verdad es que había sido llevado a su límite y estaba harto. Había muchas personas en Berk y, sin embargo, parecía que todo caía en hombros de Hipo y de Chimuelo.

Bueno, ya no más.

Sin embargo, su padre, el jefe Estoico, tampoco iba a aceptar una actitud tan retadora.

—¡No puedes renunciar!— bramó—. ¡Un jefe siempre debe estar a servicio de su tribu!

—¡Pero yo no soy el jefe!

—¡Lo serás!—gritó, sorprendiendo a Hipo—. ¿Crees que será más fácil de lo que es ahora cuando tomes este cargo? ¿Me has visto renunciar a mí?— cada pregunta inquisidora era una pedrada. Era verdad: Estoico siempre se levantaba de los primeros en la tribu y era de los últimos en irse a acostar. Trabajaba incansablemente y parecía que nunca tenía un minuto para sí mismo. La tribu estaba primero.

Pero Hipo no quería ser racional. Quería descansar. Necesitaba aliviar la presión que sentía en las sienes. Necesitaba curar sus heridas, olvidarse del dolor y lavarse. Tenía que irse de ahí, antes de tener que ser niñera de esos… Estaba exhausto. Él no era su padre. Él no era jefe.

—¡Eres el heredero de Berk y tienes responsabilidades que cumplir!— terminó Estoico.

—¡Ya no soy el "heredero de Berk"!— soltó sin pensar, y la gente que estaba presente se horrorizó con un jadeo colectivo—. ¡Nadie me ha preguntado si quiero ser jefe! ¡Pues no! ¡No quiero serlo!

Respiraba agitado y se aferraba a la silla de montar con tanta fuerza que sus nudillos traquearon. Dioses, no tenía idea de dónde había venido eso, pero, a decir verdad, ¡no tenía la mínima intención de retractarse, por Thor!

Hipo— susurró con veneno y furia Estoico… O, bueno, susurró todo lo que podía un hombre como él.

Padre e hijo se miraron a los ojos con desafío. Parecía, ciertamente, que nadie más estaba respirando. De hecho, nadie más estaba vivo en ese momento: dos fuerzas incontrolables chocaron a través de una mirada, los ojos del otro tan conocidos y peligrosos empujaban y rompían. Aunque amara a su padre con todas sus fuerzas, la lengua de Hipo ya había dictado su sentencia:

—Búscate otro heredero.

Jaló de la silla hacia arriba en esa señal inconsciente de "vamos a volar". Un poco reticente, el dragón lo obedeció. Y aunque el jinete no volteó su cabeza ni una sola vez, el dragón no dejó de mirar hacia atrás.

Nadie decía ni una sola palabra, nadie se movía. Probablemente tenían miedo de ser receptáculos de la furia del jefe. Sin embargo, el dragón compañero de Estoico, el macizo Rompecráneos, se acercó a su maestro llevando su silla de montar en el hocico. El mensaje era claro.

—Si él se quiere ir solo, que se vaya solo— le espetó al dragón, dejando claro su posición—. No voy a ir detrás de él.

Pero el dragón no quería escuchar eso. Siguió empujando la silla en dirección a Estoico, quien iba caminando entre la multitud. El dragón rugió, intentando llamar la atención del jefe, pero éste no le hacía caso. Rompecráneos miraba hacia el horizonte, donde se perdía la figura de Hipo y Chimuelo y emprendió el vuelo detrás de ellos dos al ver que su compañero no lo escuchaba.