El precio es Amor

Esta es una Adaptacion de : El precio es Amor de Cartland Barbara

Los personajes pertenecen a Naoko Takeuchi.

Cuando Serena aceptó la propuesta de Darien, sabía que corría un riesgo. Él necesitaba una enfermera que lo cuidara en Roma, mientras se recuperaba de las heridas recibidas en un accidente de aviación. Serena vislumbraba sólo un pequeño problema: El propio Darien Chiba; jamás había conocido paciente más difícil y complicado.

Una vez en Roma, Serena se emocionó con la bella ciudad y hasta Darien parecía cambiado. Para lo único que ella no se preparó fue para enamorarse profundamente y sin esperanza.

Capitulo 1

El timbre del teléfono llamaba insistente; tal vez llevaba sonando muchas horas. Otra campanilla se escuchó también, la de la puerta, y cuando cesó se oyeron pasos y voces.

—Parece adinerado ¿viste su cigarrera?

La voz era joven y muy próxima.

—No importa. Pudo dársela alguno a quien le pilotaba su avión. Papá dice que la gente rica tiene pilotos privados igual que chóferes.

—Quizá era su propio avión.

—O será un príncipe de incógnito.

—Preferiría que fuera productor de cine, así podría darme empleo. Sería estupendo.

Se escucharon risillas y con cierto tono triste, la voz continuó:

—Sería maravilloso ser ricos, ¿no? Piensa en la ropa que podríamos tener.

—Yo me conformaría con poder hacer reparar mis zapatos —intervino otra voz.

—Oh, Serena , ¿está mejor?

—¿Quién es, has sabido algo de él?

Ambas preguntas fueron simultáneas.

—La respuesta a las dos preguntas es negativa.

La nueva voz era vivaz, firme y, a la vez, bastante dulce.

—Y ahora, chicas, vayan a preparar algo para el almuerzo —continuó—, ya saben que papá irá a Worcester esta tarde y esto lo retrasará muchísimo.

El hombre que escuchaba abrió los ojos. De momento creyó estar soñando, los timbres, las voces, el dolor de su cabeza y la extrema debilidad de sus piernas que parecían acentuar su situación en general.

Trató de volverse hacia su lado izquierdo y sintió una aguda punzada. Empezó a gritar, pero se contuvo cuando alguien entró. Entonces escuchó una voz tranquila y dulce que fuera la última en hablar, decirle:

—Trate de no moverse. Mi padre llegará en un momento.

Él levantó la vista y con cierto trabajo enfocó su mirada en la cara de ella. Era tierna, bonita, pensó y sus ojos de un azul intenso rodeados de pestañas oscuras.

—¿En dónde estoy?

—En Cobblefield Worcestershire. Esta es la casa del doctor Tsukino Sufrió usted un accidente. ¿Recuerda?

—¡Un accidente! ¿Qué tipo de accidente?

—En su avión.

Él cerró los ojos, en parte por el dolor y en parte por qué recobraba la memoria. Estaba inquieto. Algo andaba mal en el motor. Sí, ahora podía recordarlo.

—Ya recobró el conocimiento, papá —dijo una voz a su lado.

—Perfecto.

—¿Estoy herido?

Fue un alivio para él escuchar su propia voz fuerte y autoritaria.

Abrió de nuevo los ojos y vio que el doctor era un hombre de edad madura, con rostro avejentado, pero actitud resuelta.

—No muy mal —fue la respuesta—, es probable que sufra conmoción y tiene una profunda herida en la pierna, pero tuvo suerte, de que no fuera más grave.

—Hice un aterrizaje forzoso.

—Y muy hábil. Fue un inconveniente el declive del terreno y su avión dio una voltereta. Pero no se incendió y tal vez no esté tan dañado como usted mismo.

El herido lanzó un sonido de exasperación.

—No puedo quedarme aquí, tengo una cita.

Intentó incorporarse, pero el esfuerzo le produjo un dolor que lo dejó jadeante.

—Mantenga la calma un poco de tiempo —dijo el doctor—, beba esto, por favor.

Levanto la cabeza del hombre, quien, al no sentirse en condiciones de discutir, obedeció. Fue sólo al sentir un súbito mareo cuando infirió lo que había bebido.

—¡Demonios! —exclamó—. No quería… dormirme.

Fue un supremo esfuerzo terminar la frase. Sintió que hasta su indignación lo abandonaba. La oscuridad se cernía sobre él. Logró escuchar su rítmica respiración, antes de perderse en el inconsciente.

El doctor se volvió hacia su hija.

—Dormirá cuando menos tres o cuatro horas. Cuando despierte, dale algo de beber y trata de mantenerlo tranquilo hasta que yo regrese. Conozco a los de su temple. No se rinden si pueden impedirlo.

—Eso parece —contestó Serena—. ¿No deberíamos comunicar a alguien que está aquí?

—Sí, por supuesto —asintió el doctor, abstraído—, pero tal vez la policía lo hizo ya.

—Hablaré con el sargento Spices —sonrió Serena —. Debes comer algo antes de irte, papá.

—No tengo tiempo. Ya estoy retrasado.

—Pero papá, algo frugal, al menos.

—No puedo esperar, querida. ¡Adiós! Y no te preocupes por el paciente, estará bien.

El Doctor Tsukino se apresuró a bajar los escalones del frente de la casa, subió a su auto y arrancó antes que su hija pudiera decir algo más.

Serena regresó al salón. No vio los gastados tapetes ni los descoloridos tapices de las sillas. Estaba acostumbrada a ellos. Pero recordó su intento de pedir un poco de dinero a su padre para gastos de la casa antes de su partida.

Ahora tendría que esperar hasta el día siguiente para pagarle al carnicero. Al señor Tubbs no le gustaría esperar, se había mostrado bastante desagradable el día anterior cuando ella le hizo un pequeño pedido.

—Lo lamento, señorita Tsukino. No es sólo el dinero, es el problema de llevar estas cuentas pendientes, no tengo personal para ello.

Se fue a la cocina y encontró a Mina sentada en la mesa, tenía una revista de cine, mientras que Lita preparaba en una sartén algo a punto de quemarse.

—¿Todavía no está listo el almuerzo? —preguntó Serena—. Recuerden que me prometieron llevar esas cosas a la vieja señora Evans esta tarde.

—Es una larga caminata. ¿No podría ir alguien más? —preguntó Mina —No hay quien. Yo lo haría, pero papá me recomendó cuidar del nuevo paciente.

—Deberían haberlo enviado al hospital —indicó Lita.

—El sargento Spice dijo que por la mañana solicitó para otra persona y le dijeron que no había cama. Como se trataba de una emergencia, papá le dijo al sargento que podría atenderlo aquí. Es sólo por esta noche, se irá mañana.

—Bueno, esperemos que pague el hospedaje y la comida —dijo Lita—. Si no, podemos confiscarle su cigarrera.

—Quizá no sea de oro —opinó Mina y dejó la revista sobre la mesa—. Actualmente hacen muy buenas cosas de fantasía.

Serena le quitó la sartén a Lita.

—Déjame terminarlo… ¿qué es?

—Huevos revueltos. Se suponía que llevarían salchichas, pero no pude encontrarlas por ninguna parte.

Serena volcó los huevos en un platón, los colocó sobre la mesa y añadió unas papas que sacó del horno.

—En cuanto terminemos, ustedes lavarán aquí, mientras yo subo a asear los dormitorios. ¿Se dan cuenta que no se ha hecho nada en casa esta mañana?

—Es culpa del desconocido que nos cayó del cielo —dijo Mina—. Ojala fuera un productor de cine, Serena. ¿No sería maravilloso?

—No me parece que lo sea —repuso Serena—. Pero pronto lo sabremos. Voy a llamar al sargento Spice.

Salió de la cocina y cruzó el vestíbulo hacia el estudio de su padre. Quedaba contiguo al cuarto donde el inesperado huésped dormía, ya que lo habían conducido a la pequeña habitación que el Doctor Tsukino había acondicionado para hacer sus exámenes y para las escasas emergencias que se presentaban en la aldea.

No eran muchas, pero como el hospital más cercano distaba más de siete kilómetros, con frecuencia resultaba idóneo para brindar las primeras atenciones.

Serena acudió a cerrar la puerta entre el estudio y el dormitorio. Se detuvo un momento para ver si el herido estaba bien. Como esperaba, dormía profundamente, de espaldas.

Por primera vez lo observó con detenimiento.

Tenía un rostro varonil. Podía haber sido apuesto, pero había algo casi tosco en sus facciones.

"Tengo la impresión de que es tan duro como despiadado", se dijo.

Entonces su entrenamiento profesional le hizo notar que la luz que provenía de la ventana era demasiado brillante y corrió la cortina.

Con suavidad cerró la puerta y se sentó en el escritorio de su padre. Tomó el auricular del teléfono, marcó un número y esperó.

—¿Sargento Spice? Habla Serena Tsukino.

—Ah, señorita Tsukino . Iba a llamar al doctor para preguntarle cómo está el caballero. Tengo que redactar mi informe.

—Sí, por supuesto, sargento. No está mal herido. Tiene una herida en la pierna, está bastante golpeado y mi padre opina que sufre una ligera conmoción. Pero hace rato hablaba bastante coherente.

—Qué bien, señorita. ¿Le preguntaron su nombre?

—¿Su nombre? Iba a preguntárselo yo a usted.

—No hay nada en el avión, señorita, para identificarlo. Yo revisé sus bolsillos con rapidez porque deseaba llevarlo en seguida con el doctor.

—Oh, Dios, entonces será mejor que yo busque más. ¿Quiere decir que nadie avisó a sus familiares?

—Me temo que no, señorita. Sé que debí hacerlo en seguida, pero hubo un accidente en el cruce de caminos justo después de que lo dejé con ustedes y por atenderlo, se me olvidó.

—No se preocupe, sargento Spice. Estoy segura que no importa demasiado.

Serena sabía que el sargento era inepto. Siempre hacía las cosas mal; sin embargo, era muy querido en la aldea.

—Es usted muy amable, señorita. Si usted los llama, será suficiente. ¿Puedo llamarla después para que me informe?

—Yo le llamaré —respondió Serena.

Colgó el auricular y regresó a la habitación donde el hombre dormía, tomó su chaqueta. Era de tweed y al tocarla, Serena advirtió su costosa calidad.

La suavidad de la tela y el excelente corte le indicaron que era una prenda fina.

Deslizó la mano en el interior y sacó una cartera de piel de cocodrilo con ribetes de oro.

Al abrirla lo primero que encontró fue dinero, tanto, que abrió los ojos asombrada. Un gran fajo de billetes de cinco libras esterlinas. Y en otro apartado encontró una licencia para conducir, varios papeles y tarjetas de visita.

Las sacó, pero le resultaba difícil leerlas con la escasa luz que entraba por la puerta. Sacó una, guardó el resto en la cartera y la devolvió al bolsillo del que la sacara.

Entonces se dirigió hacia el estudio.

Darien Chiba , leyó en la tarjeta. Y abajo: 310 Grosvenor Square, W. L. Y en la esquina opuesta: The Carlton Club.

Darien Chiba. El nombre le parecía un tanto familiar, pero no lograba relacionarlo.

Descolgó el auricular y llamó a la operadora.

—Comuníqueme con información, por favor —pidió.

Después de marcar otro número y una breve espera, consiguió comunicación con la línea de Darien Chiba.

Volvió a marcar y una voz contestó:

—Diga.

—¿Podría hablar con el familiar más cercano del señor Darien Chiba, por favor?

—¿Cómo dice? —la sorpresa era evidente.

—Con el familiar más cercano del señor Darien Chiba. ¿No tiene parientes cercanos?

—¿Quién es usted y por qué lo pregunta?

—Llamó de la casa del Doctor Tsukino en Cobblefield. El señor Chiba sufrió un accidente. Su avión se volcó al intentar un aterrizaje forzoso.

—¡Santo Dios! ¿Está mal herido?

—No está grave, pero creo que debería informarse a sus familiares.

El señor Chiba no tiene familia —fue la desconcertante respuesta—. Soy una de sus secretarias. Será mejor que cancele sus citas para esta tarde.

Serena titubeó un momento.

—¿Está segura respecto a sus familiares? La mayoría de la gente tiene parientes.

—Si el señor Chiba los tiene, no los conozco. Tal vez esté distanciado de ellos.

—Oh —fue lo único que pudo decir Serena.

—No debería decirlo. Pero, de todas maneras, al señor Chiba no le gustaría que hiciéramos algo que él no ordenara. Estaré aquí si me necesita.

—Así lo haré —indicó Serena

Colgó y no pudo evitar sonreír.

Era indudable que la secretaria le tenía miedo al señor Chiba . Y ahora no le cabía duda, de que era un hombre terrible.

Llamó al sargento y después, en un impulso que no pudo explicarse ni a sí misma, se puso su uniforme de enfermera.

"Así me verá bien presentada y eficiente", dijo a su imagen en el espejo.

Siempre le producía satisfacción vestir su uniforme. Había hecho su entrenamiento en el Hospital Saviour y tuvo deseos de permanecer en él como se lo ofrecieron. Pero su madre murió y resolvió que su lugar estaba en su hogar.

Intentó con afán ocupar el lugar de aquélla, pero por las noches solía permanecer despierta y aceptar que había fracasado.

Su padre jamás abandonó esa expresión de abatimiento que le notara desde el día del funeral y que se había convertido ya en parte intrínseca de su carácter.

—Cuida a papá, cariño, ¿quieres? —le había dicho su madre cuando comprendió que se moría—. Nunca hace sus comidas de forma apropiada ni piensa en sí mismo.

—Lo cuidaré —prometió Serena y comprendió que nunca olvidaría la sonrisa de gratitud en los labios de su madre.

Pero no resultó fácil. Siempre subsistía el problema económico. No habían terminado aún de pagar las cuentas acumuladas durante la enfermedad de su madre.

Cuando el doctor Tsukino diagnosticó el padecimiento de su esposa, la hizo reconocer por varios especialistas. Todos los esfuerzos resultaron inútiles; pero después de la muerte de ella, hubo que pagar las cuentas.

Pero, como Serena sabía bien, era muy mal administrador además de ser generoso en extremo.

—Oh, papá, no habrás pagado el viaje de la señora Jarvis al mar, ¿verdad? —preguntaba, aunque sabía bien la respuesta.

Y esas vacaciones que mejorarían la salud a la señora Jarvis, así como muchos otros gastos altruistas similares, provenían del bolsillo del doctor.

Era un caso perdido, pero por eso lo amaba.

"La admiración por papá me hizo ser enfermera", se dijo.

Recordó sonriente que en cuanto uno portaba uniforme, los pacientes se mostraban más dispuestos a obedecer.

Bajó con lentitud por la escalera y comprendió que debería esperar oposición del paciente encomendado a sus cuidados.

No había señales de las chicas y Serena fue a la cocina, preparó té y lo llevó al dormitorio contiguo al estudio de su padre. Abrió la puerta con suavidad, escuchó un movimiento en la cama y colocó la bandeja junto a ella.

Ya oscurecía porque había sido un día de marzo humedecido por la lluvia.

—¿Está despierto? — preguntó con suavidad.

—Lo estoy —respondió la voz en la oscuridad—, y muy disgustado de que me obligaran a dormir.

—Lo lamento.

Serena encendió la lámpara de buró. Funcionaba el calentador eléctrico, ella subió un poco más la temperatura y después colocó la bandeja cerca del hombre, atento a sus movimientos.

—¿En dónde diablos está el doctor?

—Mi padre salió. Regresará pronto.

—Usted es enfermera. Pero no llevaba uniforme cuando desperté antes.

—Sí, soy enfermera y ayudo a mi padre cuando es necesario.

—Bien, dígame cuánto tiempo tendré que tolerar toda esta tontería. Tengo cosas importantes por hacer. No puedo quedarme.

—Nadie pretende retenerlo más de lo necesario. Mi padre espera que pueda usted trasladarse mañana, a su casa o a una clínica privada.

—No voy a ninguna de las dos partes.

Darien intentó moverse, pero Serena lo escuchó sostener el aliento y comprendió que el sólo intento le era en extremo doloroso.

—Permítame ayudarle.

Con toda eficiencia lo hizo incorporarse un poco y le acomodó las almohadas.

—Ahora beba un poco de té. Acabo de prepararlo. ¿Desea leche y azúcar?

—Sólo leche.

En seguida, Serena le dijo, un tanto titubeante:

—Llamé… a su casa de… Grosvenor Square, señor Chiba.

—¿Así que sabe quién soy?

—Sí, busqué en su cartera. La policía no la había encontrado y el sargento Spice tenía que rendir su informe.

—¿Informe a quién? ¡Pamplinas! No quiero que la prensa se entere.

—¡La prensa! —exclamó Serena.

—Sí, siempre molestan y tratan de enterarse de cuanto pueden. ¿Comprende lo que digo? Mantenga la boca cerrada. No diga a nadie quién soy.

—Tuve que decirlo a la policía y después, como le dije, llamé a su casa de Londres.

—¿Le contestó la señorita Ainsworth?

—Sí, es su secretaria. Dijo que si deseaba usted algo, le llamara y, también, se ocuparía de cancelar sus compromisos de hoy.

—Eso fue bastante sensato. Podré cumplirlos mañana.

Serena lo miró.

—¿Considera que no lo haré? —añadió.

—No sé en qué consistan.

—Bueno, se lo diré. Vuelo a Roma. Debo ir ahí. Es muy importante.

—Yo pensaría que será imposible —respondió Serena.

—¡Imposible! ¡Nada es imposible! No en lo que a mí respecta, cuando menos. Cuanto más pronto lo aprenda usted, mejor; y si piensa que ese doctorcillo va a impedírmelo, ¡está muy equivocada!

—Estoy segura de que mi padre, si es a quien se refiere como doctorcillo, no le impediría ni tirarse al río, si lo desea —protestó Serena.

Al momento de decirlo se sorprendió y escandalizó de sí misma. No la habían entrenado para eso. Responder a un paciente, por agresivo que se mostrara, era inoperante dentro del código de su profesión.

Y, sin embargo, no pudo dominarse. Le resultó difícil dejar de indignarse ante el insulto proferido a su padre.

El paciente lanzó una risilla.

—Así que tiene su carácter. No lo habría pensado, con esos suaves modales.

—Lo lamento. Espero que lo olvide. Debo revisar la pierna, si ya terminó su té.

—Sí, revise esa maldita pierna y terminemos con eso. Va a dolerme, lo sé. Pero no vierta en mí su malhumor.

Serena contuvo el aliento ante el insulto.

—Jamás pensaría en hacer tal cosa —dijo y se dio cuenta de que, una vez más, le replicaba.

Salió apresuradamente de la habitación para no hablar más.

"¿Qué me sucede?", se preguntó mientras iba por la palangana y los vendajes. ¿Ya olvidé cómo debo comportarme? ¿Por qué me irrita tanto este hombre?

—¿Cómo está él, Serena? —preguntó Mina con los ojos muy brillantes.

Estaba muy linda y, con visible preocupación, Serena observó que ya le quedaba muy justa su ropa y que necesitaba zapatos nuevos.

—Mejor. Y desea irse tan pronto sea posible —respondió.

—¿Ya averiguaste quién es? —preguntó Lita.

Serena asintió con la cabeza.

—Darien Chiba.

Lita arrugó la frente.

—Me suena el nombre. ¡Ya sé, el hombre de los aviones! Samuel siempre habla de aviones y Darien Chiba inventó un nuevo aeroplano o algo así.

Mina hizo una mueca.

—Oh, aviones, no es interesante. ¿Por qué no trabajaría en el cine o la televisión? Podríamos haberle pedido algo.

—Si los deseos fueran caballos, los limosneros cabalgarían —se rió Serena.

Fue con alivio que escuchó cerrarse la puerta del frente, su padre regresaba y corrió al vestíbulo para saludarlo.

—El señor Chiba desea verte —le dijo con voz bastante fría.

El doctor enarcó las cejas.

—¿Chiba qué?

—Darien Chiba. Encontré su nombre en su cartera. Pertenece a la industria aeronáutica, al menos eso dice Lita.

—¡Por supuesto, lo es, Santo Dios, una persona muy importante! Tal vez deba yo enviar por un especialista en seguida.

—¡Papá! No dudes de tu propia capacidad. Si tuviéramos que enviar por un especialista en cada ocasión, estaríamos muy ocupados.

—¡Darien Chiba! Será mejor que lo vea.

Serena siguió a su padre hacia la habitación. Darien Chiba estaba acostado, pero daba la impresión de mantenerse tenso y alerta.

—¿Cómo se siente? —preguntó el doctor Tsukino

—¡Bastante mal! —fue la respuesta—. Pero puedo tolerarlo.

—Le daré algo para mitigarle las molestias.

—No quiero sus drogas. Quiero irme, si no esta noche, mañana.

—Haré arreglos para trasladarlo a una clínica. ¿Tiene alguna preferencia?

—No iré a ninguna —respondió con brusquedad Darien —. Debo partir al extranjero y necesita ayudarme.

—¡Imposible! —exclamó el doctor Tsukino—. ¡Del todo imposible! Me gustaría llamar a un especialista, señor Chiba, para una segunda opinión.

—¡Una segunda opinión! ¿Qué tengo?

—Nada, excepto algunos raspones, una pierna que requerirá de cuidados un par de semanas y una ligera conmoción que, al parecer, ya superó. Pero con frecuencia se presentan reacciones retardadas y, en mi opinión, no estará en condiciones de viajar durante dos o tres días cuando menos.

—Escúcheme —el tono de Darien era exasperado—. No me interesa ningún especialista. No dudo ni un instante de su opinión. Pero debo estar en Roma el miércoles. Sólo le pregunto cómo podré llegar ahí.

Las últimas palabras fueron casi un grito, pero para sorpresa de Serena , su padre lanzó una risilla y se sentó junto a la cama.

—¿Es así como construye sus aviones? ¿Es lo que llaman empuje ejecutivo?

Las miradas de ambos se encontraron y después de un momento, el rostro tenso de Darien se relajó y sus labios dibujaron una sonrisa.

—Lamento haber alzado la voz. Pero comprenderá mi urgencia.

—Tal vez pueda explicármela.

—Es bastante sencillo. ¿Ha oído hablar del Zeus?

—¿El nuevo avión en el que usted trabaja? Sí, un poco, aunque no tengo mucho tiempo para leer los diarios, he oído hablar del Zeus.

—Bien, ya iniciamos su producción. Las últimas pruebas, como se informó en los periódicos, tuvieron un éxito asombroso. Pero ahora, casi cuando estamos listos, tenemos la oportunidad de vender un gran número de Zeus.

—Qué bien para usted —opinó el Doctor Tsukino.

—Significa mucho para mi empresa y aún más para el prestigio británico, si conseguimos ese pedido. Pero nos enfrentamos dura competencia.

—De los americanos, supongo.

—De americanos, italianos, alemanes y franceses, todos compiten en contra nuestra. El pedido, se hará en seguida y los representantes de la empresa compradora se reunirán el miércoles en Roma con los representantes de las compañías que tienen aviones en venta. Es por eso que debo estar presente.

—Ya entiendo.

—No puedo enviar a nadie más —continuó Darien—. Nadie que pueda hablar con la misma autoridad que yo y tenga el poder de tomar decisiones. Es lo que sucede —añadió con una leve sonrisa—, cuando uno maneja todo personalmente.

—Estamos ante un verdadero dilema —dijo el doctor.

—Es bastante sencillo. No me diga que debo descansar y tomar las cosas con calma porque no lo haré.

—Bien ¿qué sugiere?

—Llamaré al aeródromo hacia donde me dirigía cuando me estrellé y les diré que me tengan listo el avión más cómodo y el mejor piloto disponible. Puede llevarme en camilla si lo desea. Viajaré acostado, colgado del techo, amarrado, como guste, pero debo viajar.

—Muy bien. Supongo que rompo todas las reglas de mi profesión al ceder, pero evidentemente está decidido a salirse con la suya. Lo dejaré ir bajo una condición.

—¿Cuál? —los ojos oscuros de Darien lo miraron suspicaces.

—Que lleve una enfermera con usted. Su pierna necesita curarse dos veces al día. Sería preferible una monja enfermera, adusta y eficiente a quien usted obedezca.

—¡No! —la negativa de Darien fue rotunda.

—Bueno, es una condición irreversible. Esa pierna debe mantenerse desinfectada. De todas maneras, le dolerá bastante con el tratamiento adecuado. Y si hace ese viaje disparatado, necesitará varias inyecciones, que incluyen una diaria de penicilina.

—¡Diablos, detesto que me incomoden!

—Le conseguiré una enfermera responsable…

El doctor miró a Serena , quien había permanecido muy quieta junto a la puerta.

—Llama por teléfono para ver a quién puedes conseguir, Serena.

—No será fácil —respondió ella—. Cuando solicitamos una la semana pasada nos dijeron que sólo podían dar servicio por algunas horas.

—No debemos preocuparnos más —dijo Darien desde la cama—. Me la llevaré a usted.

Sus miradas se encontraron a través de la habitación y Serena tuvo el extraño presentimiento de que él la había apresado. Por un momento no pudo hablar, sólo mirarlo. En seguida, con voz jovial, expresó:

—¡Oh, no! Le conseguiré a alguien, como sugirió mi padre.

Darien se volvió hacia el doctor y Serena tuvo la sensación de que ni siquiera había escuchado sus palabras:

—Su hija vendrá conmigo. Sabe su cometido y así se ahorrará tiempo en molestos arreglos. Sólo necesita llamar al aeródromo.

—No puedo prescindir de mi hija —respondió el doctor, quien había sido tomado por sorpresa.

—Es enfermera, ¿no? Me la llevaré y le pagaré trescientas guineas por el viaje.

—Usted delira —opinó el doctor—, o nos juega una broma de mal gusto. Serena, llama a la casa de enfermeras.

—¡No, espere! —ordenó Darien—. Hablo en serio, incluso mejoraré la oferta. Pagaré quinientas libras esterlinas. Espere un momento —prosiguió al ver que el doctor se disponía a protestar—. Déjeme hablar. Según usted, necesito los servicios de una enfermera. Bien, no aceptaré a ninguna mujer a quien jamás haya visto. Tengo tiempo suficiente en esta casa para advertir su difícil situación económica. Luché mucho para conquistar la mía, así que los comprendo.

—La verdad, señor Chiba… —empezó a decir el doctor, pero lo hizo enmudecer un ademán imperioso de su paciente.

—Permítame terminar. Le vendrá bien un poco de dinero extra. Necesita un traje nuevo, esta habitación requiere pintura y por lo que alcancé a escuchar aún faltan muchas otras cosas necesarias.

De pronto, Serena cruzó la habitación. Había una ventana que daba a la habitación vecina, donde ella y sus hermanas solían estar.

Como esperaba, permanecía entreabierta y concluyó que muchos de los comentarios fueron escuchados por el señor Chiba. Sintió que las mejillas le ardían e intentó recordar su charla, entonces escuchó a Darien decir:

—Quinientas libras son nada para mí con tal de poder llegar a Roma. ¿Por qué oponerse a mi sugerencia? ¿No está de acuerdo conmigo, señorita Tsukino ?

Serena se percató, con sobresalto, del pensamiento de su padre.

Las deudas atrasadas, el apremio para pagarlas. Las colegiaturas de su hermano Samuel y la ropa que tanto necesitaban Mina y Lita .

El doctor volvió la cabeza.

—No, es imposible. Y permítame poner algo bien claro. Si Serena va con usted recibirá los honorarios correspondientes a una enfermera privada y nada más.

Se hizo un súbito silencio, interrumpido por el timbre del teléfono.

—Yo contestaré —exclamó Serena, impulsada por un súbito deseo de alejarse.

—No, yo lo haré —indicó su padre—. El Doctor Jamieson dijo que me llamaría de Worcester.

Salió y cerró la puerta tras él.

—¿Y bien? —preguntó Darien—. ¿Usted sí tiene sentido común o es también altruista como su padre?

—No comprendo.

—Sabe muy bien a lo que me refiero. Con las quinientas libras pueden solucionar problemas si abandona ese orgullo absurdo que, hasta la fecha, no ha dado de comer a nadie un solo día.

—¿Necesita mostrarse tan odioso? —preguntó Serena con súbita altivez—. ¡No queremos su dinero!

—Muy encomiable, si fuera verdad. Lo necesitan, ¿no es verdad? Pensé que estaría dispuesta a sacrificar algo por la familia a quien finge amar.

Lo miró, casi imposibilitada de hablar a causa de la furia, las mejillas encendidas y las manos apretadas en un esfuerzo por dominarse.

—No finjo amarla —exclamó con voz alterada.

—Entonces haga algo por ellos. Es como todos, sólo dispuesta a ayudar a los demás, siempre y cuando les resulte cómodo, ¡qué fácil amar y dar cuando eso no pide ningún sacrificio!

—¿Y supone que recibir su dinero sería una especie de sacrificio?

—Por supuesto —una súbita sonrisa apareció en los labios de él—. Piense cuánto detesta hacerlo, la lucha que significará aceptarlo. Sin embargo, es sólo durante una semana de su vida. Después gozará del placer de gastarlo.

—Pero… no puedo… aceptarlo… papá… nunca me lo… permitiría.

—¿Y es preciso decírselo? Diremos que aceptó con gusto por ir a Roma. Como es un padre amante, le alegrará que disfrute usted de la oportunidad de conocer la Ciudad Eterna.

—¿Sugiere que lo engañemos? —preguntó Serena.

—Por el bien de él mismo, por supuesto —respondió Darien .

Serena lo miró y pensó que jamás había detestado tanto a un hombre. Había algo en sus ojos oscuros, en la mueca de sus labios, que la hacía aborrecerlo.

Y así, desde el fondo de su cerebro, ante el caos de complejas emociones, descubrió una parte fría e impersonal que hacía cálculos.

Doscientas cincuenta libras para cubrir las deudas. Cien libras para la colegiatura de Samuel . Cien, para el nuevo auto que tanto necesitaba su padre y algo conseguiría al vender el viejo. Quedaban cincuenta libras, para las chicas, para nueva tapicería en los muebles o…

Contuvo el aliento y se obligó a no escuchar esa voz tan ajena e incitante.

—¿Ya lo decidió? —preguntó Darien .

—No… yo… no sé… qué… decir —tartamudeó.

En ese instante se abrió la puerta y su padre regresó.

Darien se volvió hacia él.

—Doctor Tsukino , le tengo buenas noticias. Su hija aceptó ir conmigo a Roma.

—No, yo… —intentó decir Serena, pero la mirada de los ojos oscuros la hizo guardar silencio.

—Le estoy muy agradecido —continuó Darien —. Le promete cuidar de ella y no la mantendré lejos de ustedes ni un momento más de lo necesario.

—Si Serena quiere ir… —repuso el doctor con tono incierto.

—Sería una bella oportunidad para conocer una de las más hermosas ciudades del mundo —insistió Darien —, ella la merece.

—Sí, por supuesto. Pero si va, sólo le pagará el salario correspondiente a una simple enfermera. No aceptará más.

—No, por supuesto. Su hija y yo lo acordamos ya —dijo Darien .

Serena abrió los labios. Deseaba aclarar la situación. Sin embargo, de alguna manera, las palabras no surgían de su boca. No cesaba de escuchar esa voz calculadora en su mente que le decía cómo podría aprovecharse el dinero.

—Bueno, ya todo arreglado —escuchó decir a Darien —, y ahora, mi buen amigo, comuníquese con el aeródromo. Dígales quién es, que necesito un avión, y también un auto o una ambulancia, lo que usted prefiera.

Sonrió. Para Serena fue la sonrisa triunfal de un conquistador, quien jamás aceptaría una negativa por respuesta.

Deseó decir muchas cosas, pero permaneció en silencio a los pies de la cama.

—Será un lindo viaje para ti, querida —dijo con voz suave el doctor—, eres joven, Serena. Y suelo olvidarlo. No te has divertido mucho desde la muerte de tu madre. Ve a Roma y disfrútala. Es una oportunidad que no podrá repetirse.