Si Inuyasha fuese mío seguramente hubiese habido muchas más borracheras y globos. Muchos globos; pero no es así, es de Rumiko "La Emperatriz del Manga" Takahashi, yo sólo los uso para darle vida a este regalo para la maravillosa y sublime Fireeflower por su (ya muy atrasado) cumpleaños.
¿Sabes que te adoro, cierto? ¡Pues bien! Considera esto algo que va con un amor inmenso para ti por la increíble chica que eres. Si bien siento que el desarrollo ha quedado cómico, he decidido darle un pelín más de drama del que supongo que esperabas. ¡Ojalá te guste mucho!
Aprovecho de agradecer a mis hermosas betas:
—A Morgan y Agatha en la trama. Gracias por siempre estar ahí escuchando mis ideas y ayudándome a darles una forma coherente ¡Las amo!
—A bruxi por ser una maravillosa beta para esta chica de dedos torpes contra el teclado; ¡Mil gracias y te adoro!
Sin más, disfruten.
"Amor no es mirarse el uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección".
—Antoine de Saint-Exupéry.
# Hasta entonces, Inuyasha.
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—Vaya… —susurró apenas, llevando una mano temblorosa hacia sus labios—. Creo que ya es la décima vez que me pierdo por mirar el cielo desde la ventana.
—Está bien, mamá. No importa.
No la miró al hablarle; sus ojos, castaños y muy claros, ya teniendo problemas de visión a ratos, seguían fijos en el horizonte.
—Se ve tan hermoso, azul y distante… Parece inalcanzable.
—El cielo no es inalcanzable, mamá. —La joven sonrió de medio lado y tomó una de las temblorosas manos, acariciándola suavemente—; después de todo, ¿No te la pasabas viajando encima de Kirara durante los tiempos de guerra?
Ah, sí…
Kagome continúa silenciosa, su mente divaga constantemente, perdida entre reflexiones profundas y recuerdos que ya son muy lejanos, pero tan vívidos que aún hacen estremecer su piel. Puede sentir el tacto cálido de Hikari alrededor de su mano, que ya lleva varios años temblando más de la cuenta, sin importar la cantidad de esfuerzos que invierta en controlarlo.
Vaya sí era maldita la vejez. Al menos, eso pensaba cuando decidía dejar que lo poco que le quedaba de vista se perdiera en el cielo y sentía en su interior el anhelo de la brisa revoltosa sobre su piel, removiendo su cabello y sus ropas. ¡Oh, qué lejano parecía todo ello!
Lo extrañaba todo, intensamente. Extrañaba incluso la sensación de terror que la poseía cada vez que veía en peligro su vida en cada batalla, cada grito furioso de dolor por las heridas, cada tensada de arco pensando que el destino del mundo descansaba sobre sus manos.
Se permitió una pequeña sonrisa mientras su mente divagaba en cosas cruentas y terribles, en ríos de sangre que la habían hecho sentir miserable, pero viva. Y todas esas batallas, sin excepción alguna, habían convergido en crear lo que ella llamaba su final feliz.
Estaba su cabaña, sus deberes de sacerdotisa como la rutina de su vida desde hace ya más de cincuenta años. Estaban sus amigos, la paz, pero sobre todo, sus hijos y amado esposo.
Cerró los ojos, maravillándose de la sensación eléctrica que provocaba el alma de su hija, rodeando suavemente la habitación como el vaivén de las hojas en otoño. Apretó cariñosamente su mano, disfrutando de su tacto, de la calidez joven y vibrante que expandía, llena de amor hacia ella.
Era como un pequeño oasis en el desierto. Lo sabía cuando la miraba y se daba cuenta de que habían hecho un buen trabajo como padres. Hikari no sólo era una joven fuerte y ágil, viva representación de su progenitor, orgullosa de denominarse hanyô y ayudando siempre a la comunidad en su labor de sacerdotisa. Se alegraba de saber que la sangre que tanto dolor y rechazo le había provocado a su padre había logrado convertirse en un motivo de felicidad, una virtud valorada por la gente a su alrededor.
Sabía también que Inuyasha, al verla junto a Kizami siempre sonrientes y felices de la condición de su sangre, no podía evitar recordar todos aquellos momentos difíciles cuando pequeño, deseando en secreto haberlo vivido como ellos, aunque jamás se atreviese a decirlo en voz alta, a admitir la tristeza que su corazón aún cargaba por esas memorias, pero satisfecho de haber logrado cumplir su sueño de paz en sus amados hijos.
Sí, todo ello completaba lo que parecía un cuento de hadas que comenzaba sus páginas teñido de sangre, traiciones y muerte, pero con un final feliz que era demasiado hermoso para ser verdad, pero lo era.
—¿Has sabido algo de tu hermana? —preguntó ya dejando un poco atrás los tiempos de guerra, pasando a su mente la imagen de la bella joven de cabellos platinados y colmillos marcados.
Hikari se removió ligeramente, mirando de soslayo la puerta, algo triste.
—Supongo que ya viene en camino, mamá. Tal vez el tío Sesshômaru la llevó a entrenar demasiado lejos, creo que…
—¡Ah, ese Sesshômaru…! —Kagome frunció el ceño al instante, incorporándose más y tensando los pálidos labios—, ¿Te he contado del día en que nos pidió entrenarla?
Sí, ciertamente. Hikari no sólo había escuchado la historia al menos cien veces, sino que también había estado presente junto a sus demás hermanos esa noche que lo había cambiado todo; pero aún así le dedicó una cariñosa sonrisa a su madre y negó ligeramente con la cabeza, alzando un poco sus cejas fingiendo un pequeño gesto de sorpresa.
Continuó sonriendo al ver el rostro de la mujer iluminarse ligeramente al tener la ocasión de contar alguna de sus historias. Le encantaba escucharla, la manera en que relataba sus memorias logrando que uno se sintiera dentro de ellas, casi como si uno fuese el espectador del interior de su anciana cabeza, de todas esas aventuras maravillosas que vivió alguna vez, hace ya mucho, mucho tiempo atrás.
Y, si bien las historias favoritas de la hanyô eran del tiempo en que su madre vivió en el futuro junto a su hermano, el desconocido "tío Sôta", se sentó cómodamente a su lado, sirviendo en el intertanto un humeante té de hierbas preparadas específicamente para el ya muy delicado cuerpo de su madre.
—Dijo que como era una yôkai completa, vestigio oculto de la sangre que tu padre guarda por tu abuelo, le correspondía tener un entrenamiento que pudiera hacerle frente, justicia a la sangre que hoy sólo él y ella muestran en este mundo. —Hizo una corta pausa, apoyándose contra la pared para sentarse y recibir la cálida taza entre sus pálidas manos—. Lindo discurso, dijeron, ¡Cómo no! Una sarta de estupideces sobre la sangre pura y el linaje, como si haber vivido con Rin tantos años no le hubiese sido suficiente para entender que lo único importante de la sangre es que te mantiene vivo. Y nada más.
Hikari se limitó a asentir, silenciosamente. Del día en que Aya, su hermana menor, había decido desafiar a sus padres para seguir al tío Sesshômaru en sus entrenamientos, pronto se cumplirían siete años completos.
Todavía podía recordarlo perfectamente, a ese ser imponente dentro de su hogar, misterioso y apareciendo de un lugar más misterioso aún, de algún modo reclamando a uno de los cuatro hijos de su medio-hermano de un día para otro, cual repentina aparición de un relámpago plateado, como si realmente tuviese algún derecho a tan desfachatada proposición.
Pero Aya era increíblemente poderosa, siendo capaz de derrotarlos en batalla desde que era muy joven, volviéndola a una chica impetuosa y de fuerte carácter que constantemente se quejaba de la rutinaria vida en las aldeas, todas iguales y sin un fin último que no fuese vivir sin emociones.
A ninguno de ellos les fue realmente sorpresivo saber que la joven aceptaría encantada irse, siendo los padres los más dolidos ante su decisión. Lo había visto en las lágrimas de su madre, pero especialmente en el rostro triste de su padre, intentando ocultar el dolor que provocaba, una vez más, el rechazo de ser una mitad, de no ser "suficiente" ni "completo".
Hikari también lo sintió, como un puño en su estómago que aún hacía mella en su alma de sólo recordarlo; y sabía que Kizami también, en su ceño fruncido en una mueca de profunda indignación, luchando por no soltar un fuerte gruñido y retar al demonio en un fiero combate. Ese dolor del cual han escuchado mucho y vivido poco, pero siempre con una intensa agonía que ataca punzante e inmisericorde al joven y sensible corazón.
Se aguantó un suspiro y trató de que su rostro se viese inexpresivo, sereno como siempre. Aún, después de tantos años, se preguntaba si ese gesto de desprecio había sido una simple coincidencia, una forma de opacar al resto destacando las grandiosas habilidades de su hermana para convencerla mejor…
O quizás era una de esas tantas muestras de odio que vivió su padre cuando joven, de esas que nunca quería comentar, cambiando el tema con un rostro que se debatía entre el enojo y la tristeza.
Trató de distraer su mente mientras la voz de su madre continuaba relatando ese día que fue tan ajeno en sus talentos y logros, pero de alguna manera propio. No le gustaba recordarlo, le hacía preguntarse en qué había más allá de la aldea, del bosque que conmemoraba a su amado padre, de los ríos y cascadas cercanas; el mundo entero.
¿Es que si acaso se atrevía a ir más allá, si le tocaba continuar su existencia sola, ya mucho después de que sus padres abandonaran este mundo, ella debería experimentar ese odio?
Un pequeño escalofrío se alojó en la parte baja de su espalda. Era inevitable. ¿Cómo no temer, si supuestamente un familiar era un punto de apoyo y armonía, un soporte ante las inseguridades, y le tocaba experimentar su primer golpe de desprecio a su sangre desde su propia boca demoniaca? ¿Acaso había sido condescendiente con ellos al apenas limitarse a observarlos con su deje tan espantosamente frío e indescifrable bajo las miradas furiosas de sus padres?
Entonces Kagome, intuyendo las reflexiones de su hija, le apretó cariñosamente la mano, interrumpiendo sus pensamientos:
—Mi pequeña Hikari, tienes que saber que tu tío, por más longevo y poderoso que sea, no ha sido capaz de comprender las cosas que son realmente importantes. —Logró obtener de la joven una tímida sonrisa—. Tú puedes ser quien quieras y nada te define. Eres libre y eso nadie, jamás, debe quitártelo.
La hanyô asintió, sintiendo que su corazón daba un latido que expandía en su cuerpo una agradable sensación de cálido amor y orgullo por su madre. Desvió la vista a un lado y fingió acomodarse un mechón de cabello, aprovechando el movimiento para limpiarse una lágrima inoportuna con la punta de los dedos.
—Claro que sí, mamá.
Rio suavemente, dando un sorbo a su propio té, contenta. Sus padres siempre habían estado ahí para apoyarla sin importar lo que pasara. ¿Qué más podía pedir?
Los días pasaban sin ir y venir, afables y tranquilos; deliciosamente serenos. Su padre y Kizami solían encargarse de la mayoría de los monstruos que osaban acercarse demasiado a las aldeas alrededor, siendo tarea de Sango y Miroku destruirlos si ellos no se encontraban cerca. Para Hikari era un gusto ver a su hermana mayor, Natsuki, usando con orgullo su traje violeta de exterminadora desde hace ya varios años, siendo ello el símbolo de que su largo entrenamiento como exterminadora por fin había dado los tan anhelados frutos, esos que hablaban de que no por ser humana o no poseer los poderes de su madre era un ser inútil.
Es más, le dijo una vez su hermano en un susurro rápido, nervioso ante el rostro crispado de la mujer de veintisiete años, lo que menos querías hacer en la vida era hacerla enfadar. Una cicatriz redonda y punteada en la altura del hombro del chico daba cuenta de ello.
"El de los colmillos seremos nosotros, pero muerde fuertísimo" lo escuchó quejarse más de una vez desde que tenían diez años, sacando la lengua a la distancia a la aludida cuando los demás preguntaban por sus varias cicatrices, las cuales solía mostrar como trofeos de victoria.
Ese día particularmente caluroso de primavera sonrió, sin poder evitarlo mientras alzaba la vista tintada de miel hacia los tres hijos pequeños de su querida hermana, que corrían felices de un lado a otro intentando pillar a un esquivo Kizami que se las daba de perro enloquecido.
—¡Nunca lograrán atraparme! —Le oyó exclamar, aparentemente triunfal, antes de tener una caída extremadamente lenta y cómica contra el pasto, el tiempo suficiente para que la mayor, Atari, saltase directamente a las negruzcas y felpudas orejas. La voz del hombre sonó dramática de un modo terriblemente sobreactuado, apenas logrando ocultar lo risueño de su entonación—; ¡No puede ser!
Comenzó a reír con fuerza, llevándose una mano a los rosados labios mientras la otra relajaba ligeramente el agarre de la gran canasta rebosante de hierbas medicinales que siempre portaba en sus caminatas por la aldea.
Iba a hacer el ademán de alzar su mano en un gesto de saludo cuando algo la interrumpió de golpe, haciéndola voltear el rostro sintiendo su cuerpo repentinamente tenso.
Había sido un olor. Uno para nada común…ni agradable.
Pudo sentir que su hermano se ponía a su lado de un salto, mirando fijamente hacia el mismo lugar, ambos inclinando sus cabezas hacia el suelo, silenciosos y aparentemente serios, a pesar de lo relajados en sus posturas.
—Niños, vayan a jugar con el tio Shippô —sentenció Hikari con una voz agradable, pero firme, mientras dedicaba pocos instantes a la figura de los pequeños acercándose a ellos, procurando no desviarla demasiado de su particular objetivo.
—¡¿El tío volvió?! —gritó Hiroki, el menor y único hijo varón de Natsuki, con una alegría tan genuina que dañaba los delicados tímpanos de ambos caninos.
—Sí, anoche mientras dormían. —Consiguió decir la muchacha sin hacer el ademán de rascarse sus felpudas orejas de color castaño—. Ahora va-
—¡Yo no dormí anoche porque Amane mojó la cama de nuevo!
—¡ ¡Yo no mojo la cama, te dije que era té! ! —chilló la hija del medio, una pequeña de largas hebras azabaches y mejillas cada vez más rojas por el enojo y frustración mientras agarraba el borde de la falda de la hanyô con fuerza, tironeándola para exigir atención—. ¡Tía Hikari, Atari me está molestando de nuevo!
¿Qué tan fuerte podían gritar tres niños juntos? Ambos híbridos lo sabían bien, especialmente cuando Kizami apretó los labios al escuchar los berridos de Amane y tuvo al instante una punzada en la raíz de su colmillo derecho.
Y Hikari, aparentemente igual de agobiada, además de tensa por la situación, no esperó mucho antes de sacar ese lado que todos los Taisho de su generación habían heredado:
El mal genio de Kagome.
—¡Vale, ya, nadie mojó la cama! —sentenció en lo que pareció ser un ladrido y una orden fulminante que dejó a los tres niños callados al instante, alzando las cejas de sorpresa y, para la misma sorpresa de ella, poco menos formados cual soldados obedientes. Aquel pensamiento, dentro de toda la indeseable situación que se gestaba con olores particularmente desagradables, logró hacerla sonreír—. Ahora vayan rápido o no podrán ver los nuevos trucos de magia del tío Shippô.
—¿Magia? —Kizami alzó las cejas, ya apenas escuchando los pasos de los niños a la distancia y divertido de saber cuánto le molestaba al kitsune que se degradara así sus habilidades. La hanyô se limitó a encogerse de hombros, rodando apenas los ojos antes de que volvieran a observar el suelo, con una mano en la cadera en un gesto tan curioso como aparentemente despreocupado.
El objetivo de su atención y distracción carraspeó sonoramente, claramente ofendido y reclamando por la atención.
La pequeña mancha verde estaba enojada, al parecer. Y llegaron a pensar iba a soltarles algo similar a una maldición con su báculo de dos cabezas, pero al final terminó por refunfuñar cosas inentendibles tras su pico semicerrado y pronunciar luego con voz rápida y rasposa.
—¡Soy el gran mensajero del aún más grande Lord Sesshômaru! —Alzó sus bracitos para darle más importancia a su importantísimo cargo, pero ambos hanyôs se le quedaron observando, impasibles tras esa mirada curiosa. Aquella falta de modales le provocó nuevas ganas de mascullar maldiciones, pero se contuvo, observando a la joven con sus ojos de sapo especialmente grandes y amarillos bajo el sol de primavera—. La señorita Aya estará aquí la primera noche de luna menguante. Da el aviso, niña.
La híbrida alzó las cejas, sorprendida por el mensaje, pero aún con sus rosados labios completamente cerrados. Kizami alcanzó a responder antes, inclinando un poco más la cabeza hacia adelante y hablando con un tono golpeado y arisco, sello propio de los hombres Taishô.
—¿A quién le llamas niña, adefesio? —Hikari pareció reaccionar con el comentario, frunciendo ahora sus cejas en un semblante pensativo, casi reflexivo.
Sí, era cierto que, a pesar de tener casi veintitrés años, seguía pareciendo una adolescente de quince, todo por culpa de su padre y sus genes con tendencia muy lenta a envejecer. Aunque a ella no le molestaba, Kizami seguía pareciendo un cachorro que todavía no dejaba de tener sus orejas sumamente esponjosas como un recién nacido, sin contar que aún le quedaban tres dientes de leche, increíble detalle para alguien de veinticinco años, al menos en humanos. Y el tema, aunque no era tocado con frecuencia, llevaba mucho tiempo siendo catalogado como el más irritante para el muchacho.
—Venga ya —dijo la chica suavemente, ladeando la cabeza para tener otro ángulo de visión, aunque no sirvió de mucho, a decir verdad—. No es tan feo.
—¿Cómo que no? —Su hermano chasqueó la lengua, apuntándolo con la punta de los dedos tras la palma extendida, como quien se ve tan ofuscado ante algo que siquiera se ve con la intención de apuntarle con propiedad—; ¿La fealdad te arrancó la vista, hermana?
El brillo burlesco en los ojos miel de Kizami, apenas divisable para aquellos que no lo conocían en plenitud, hizo que la joven tuviese que aguantarse una risita, forzándose a mantener esa postura serena y desinteresada que llevaban años practicando en pos de molestar a las personas, especialmente a los seres prepotentes, que solían encontrar insoportable que no se les prestara la atención suficiente.
—Es un sapo verrugón y ya.
Mamá, una vez que pensó que no les escuchaban, se reía a carcajadas diciendo que en su época a esos presumidos se les llamaba "Attention Whores"*, pero las risas terminaron cuando su esposo, alzando una ceja tras un tono sarcástico y lleno de regocijo, le preguntó si acaso Kôga no era el mayor representante de ese grupo en todo el Sengoku.
Y claro. La pelea vino después porque apenas el lobo tocó sus terrenos Inuyasha salió corriendo a apuntarle y señalarle a gritos lo que era, todo perfectamente traducido al japonés antiguo cortesía de días enteros hostigando a Kagome para saber, incluso a costa de algunos ¡siéntate!.
Parecía que el ego siempre era lo primordial, que terminaba doliendo como una aguja pinchando en el culo. Y esta no era la excepción.
—¡¿Van a dejar de ignorarme?! —El chillido indignado no se hizo esperar. El pinchazo dolía mucho, al parecer—. ¡Niños insolentes, debería acabar con ustedes ya mismo!
Entonces se hizo un silencio tenso. Tanto así, que incluso el desubicado de Jaken logró sentirlo como un gélido escalofrío en su espalda que danzó juguetonamente al observar el cómo ambos hanyôs desviaron lentamente la vista hacia él con una seriedad que a cualquier ser sobre la tierra le hubiese parecido espantosa y terriblemente letal.
Eran unos ojos aún más amenazadores que cuando su madre humana se había enojado para enfrentar a su Señor. Y a eso, de por si espantoso, se sumaban los colmillos propios de los yôkai perros, que sobresalieron de sus bocas tras sus molestos rostros.
Incluso la voz de la chica, que la recordaba usualmente dulce y cariñosa desde las pocas veces que la había visto, pareció la voz de una mujer madura y feroz en su increíble tranquilidad mientras sus labios se curvaban en un pequeño gesto torcido.
—¿Con quién piensas acabar?
Sí, ambos tenían claro que no era más que un triste renacuajo verde sobredesarrollado que sólo buscaba suplir todo lo que tenía con una actitud altanera que duraba un suspiro. Sí, era cierto, pero jamás iban a olvidar que ese sirviente, al igual que su tío, fue uno de los primeros en hacerles sentir miserables por la condición mixta de su sangre, de una manera que fue especialmente sardónica, cruel y fastidiosa.
Siendo así, no eran capaces de mentir diciendo que les daba pena la patética posición del demonio, tembloroso y con la garganta apretada en un nudo que pedía piedad silenciosamente. Pero también eran seres con criterio, uno que relataba que jamás matarían a otro por una razón tan efímera como semejante resentimiento.
Sí, bueno, pero él no tenía por qué saberlo ¿cierto?
—No me mires a mí—dijo Kizami luego de varios segundos en silencio cuando la vista del enano yôkai se enfocó en la suya, seguramente buscando algún trozo de compasión que su hermana no parecía a dar ni aunque le arrancasen un brazo. El chico se encogió de hombros, suspirando con aparente cansancio—. Cuando se pone así sólo me queda recoger pedazos. —Hizo una pausa que se le antojó dramática, pero certera, cuando le sonrió de medio lado entrecerrando los ojos, cruel y amenazante—… Aunque cuando nos enojamos los dos no queda nada que recoger.
El demonio Jaken chilló, apresurándose en retroceder para subirse a su fiel animal de carga, Ah-Uh, y luego remontar el vuelo para regresar, no sin antes empezar a por fin gritarles las tan anheladas palabras de indignación, siempre a la distancia prudente que su compañero lograba a cada instante que pasaba.
El silencio se hizo largo entre ellos. Hikari volvió a sostener la mullida canasta y, juntos, emprendieron el camino de regreso a la cabaña.
Los primeros en escucharlos nuevamente fueron sus propios padres, mientras Kagome yacía acostada tomando sus infusiones para los constantes dolores que la aquejaban e Inuyasha junto a ella tomando su mano, ayudándola a comer su almuerzo.
Y la voz de la joven sonó melodiosa como siempre, pero de algún modo seria e impactante mientras dejaba la canasta a un lado, solemne.
—Aya vuelve a casa.
Las preparaciones estaban listas desde hace casi dos horas, pero la sensación de agitación por terminarlas aún parecía palpable en el ambiente, como una onda eléctrica e incómoda que hacía que la nuca de ambos hanyôs se sintiera sudorosa junto a sus cuerpos pesados como piedras.
Sango, quien para sus cincuenta y cinco años demostraba el temple y fortaleza de una mujer de treinta, había ayudado en su mayoría a preparar una gran comida de exquisitos manjares que podían encontrarse, no sin algo de dificultad, en la región.
"No pongas esa cara de amargada. —Había pronunciado la antigua exterminadora a Hikari al verla fruncir el ceño desde la puerta de la cocina—. El regreso de un hermano siempre es algo maravilloso y deberías estar agradecida hasta la punta de la médula."
"Bah.", había dicho la joven apenas en una torcedura de labios cuando se dio la vuelta decidida a ver si quedaban hojas que barrer afuera por enésima vez en el día. Al pasar se dio cuenta de que sus padres se veían especialmente serios, pero la emoción en sus rostros era tremendamente visible, al menos a un nivel que sobrepasaba al de varios años atrás.
Inuyasha no había parado de ir a un lugar a otro, todo en un ir y traer de cosas como un maniaco del orden. En algún punto, de una manera que se hizo casi cómica, parecía una especie de general de ejército que daba órdenes sin parar, convirtiendo a Natsuki, Kizami, Kohaku y Shippô en sus alocados esclavos. Claro, Hikari no podía salvarse de ello ni aunque quisiera e incluso los pequeños nietos estaban cortando flores por los alrededores y doblando servilletas con ahínco.
La emoción de Inuyasha habría sido motivo de adorables risas. Eso sí la tensión no hubiese sido tal que era imposible pensar en algún rostro más allá de la seriedad y preocupación.
Kagome, por su lado, había insistido en ayudar a pesar de su debilidad en un nivel que rayó al de una batalla campal, dando muestras de que su carácter y vitalidad, lejos de apagarse con el tiempo como una fogata desvencijada, era más poderoso que nunca. Sólo había logrado solucionarse cuando Shippô, ya convertido en todo un demonio zorro que rozaba la adultez, le había propuesto ser la encargada de confeccionar los arreglos florales.
La mujer de edad se había dado por satisfecha y se la había podido ver en gran parte de la tarde sentada cómodamente frente a una pequeña mesa llena de flores. Sus manos se movían en un ritmo lento, pero armónico y constante, transformando pequeñas y largas flores en hermosas trenzas, listones curvos y coronas. Las últimas, especialmente repletas de finos puntos de colores, fueron las favoritas de Atari y Amane, quienes insistieron en llevar cada una sobre sus pequeñas cabezas de cabellos oscuros, corriendo risueñas y cantando las canciones de las leyendas de seres elementales en los bosques.
Cuando ya quedaban pocos minutos para que la luna menguante hiciera aparición por primera vez en ese mes, la tensión en el ambiente era tan densa que Hikari pensó que podría fácilmente cortarla si decidía bajar la mano extendida desde el aire, haciendo uso de sus garras curvas y punzantes.
Se encontraba de pie apoyada contra uno de los pilares de madera a las afueras de la cabaña. Ahí, sola con el viejo rastrillo de hojas como único acompañante, se permitió tragar duro para dar un sonoro suspiro. Adentro podía escuchar a los demás moverse de vez en cuando, todos haciendo alguna cosa para perder el tiempo mientras esperaban a que su tan anhelada invitada llegase.
La joven hanyô ladeó la cabeza, admirando la luna en silencio. Un cosquilleo cálido se anidó en su vientre y comenzó a subir hasta su garganta, provocándole un nudo que hizo a su corazón latir con mayor rapidez ¿Qué tan rápido habían pasado siete años? Eran muchos, demasiado recuerdos ¿Podía ella, de alguna manera, dejarlos ir?
Había pasado muchos años anhelando aquel mismísimo momento y, ya a punto de vivirlo, el nerviosismo en su cuerpo parecía sobrepasarla como un huracán que iba a destrozarla en cualquier instante.
Eran demasiadas tardes solitarias, demasiadas noches con los rostros de sus padres entristecidos, anhelantes de lo que se aparecía ante el futuro como lejano e inalcanzable.
¡Cuántas noches había deseado una cena con la familia completa! Ahora había llegado el momento.
¿Estaba lista?
—Hikari.
La voz rasgó la densidad del ambiente como un viejo pergamino, viejo como la extenuante espera. La hanyô alzó sus ojos color miel para observarla, sintiendo que el aliento la abandonaba con burlesca crueldad.
Ahí, de pie bajo la luz de la luna y con un largo kimono lila hermosamente decorado, era la viva imagen de su tío en baja estatura y hecha mujer. Con rasgos extraordinariamente finos y delicados, sus ojos ambarinos se fijaban en ella tras un largo cabello color plata que caía suelto hasta sus caderas.
Y era increíble que, aún después de tantos años sin verla, había sido capaz de recordar cada detalle de su bello rostro; desde la forma en que sus pestañas se curvaban hasta el pequeño lunar que se posaba plácidamente bajo su ojo derecho.
—Aya. —Su voz había sonado más grave de lo que pensó, sintiendo su cuerpo completamente tenso y el molesto cosquilleo subiendo pesadamente de sus entrañas hasta su garganta. Parecía el calor destrozar todo a su paso, acelerando su corazón a un ritmo alarmante.
La yôkai le dedicó una pequeña sonrisa. El resto de su rostro era una máscara de seriedad pura.
—Tanto tiempo —dijo con una voz calmada, melodiosa bajo las estrellas que hacían fulgir su cabello de un intenso color plateado— ¿Cómo…?-
Sí, ciertamente era demasiado tiempo. Y mientras ella se moría de los nervios por verla ella estaba ahí, de pie preciosamente estoica como una perfecta estatua de cera. Igual que el maldito de su tío.
Y eso, de alguna manera, la hizo molestar a un punto que el mal genio de Kagome se quedaba ridículamente corto.
—Escúchame bien —la interrumpió con firmeza, torciendo los labios en una mueca amarga, casi agresiva, al tiempo que fruncía las cejas—: Tuve un novio. Cumplí veinte. Natsuki tuvo tres hijos y terminó su entrenamiento. El viejo Totosai le hizo a Kizami una espada con un colmillo de papá. Papá está empezando a tener canas en luna nueva. La neumonía de mamá empeoró. —Habría podido seguir y seguir, pero el mensaje ya parecía estar lo suficientemente claro en el rostro de su hermana, que comenzaba a crisparse lentamente entre algo que se debatía entre el enojo y la preocupación. Hikari sintió que su garganta se apretaba, pero logró continuar en un mascullo que asemejó mucho a un gruñido—… ¿Dónde demonios estabas?
La demonio se quedó inmóvil, callada varios segundos mientras bajaba la vista. De pronto, ante la luz de la luna, Aya pareció volver tener quince años.
Eso, al menos por un instante.
—Yo también he terminado mi entrenamiento.
La voz, seria y ya más marcadamente femenina, no hizo competencia con la de su hermana quien, aunque apenas era once meses mayor, estaba lo suficientemente molesta para susurrarle con una voz furiosa y lo suficientemente baja para que su familia, constituida en su mayoría por caninos con excelente oído, la escucharan.
—¡¿Qué acaso no escuchas nada de lo que dije?! La neumonía de mamá empeoró mucho durante el invierno, creo que ya… —Fue ahora ella quien bajó la vista. Le costó tragar, esta vez más que ninguna otra en la noche. Apretó una de las vigas de la cabaña con fuerza, enterrando apenas sus uñas en ella.
—Déjame entrar —dijo la otra joven en un tono que se debatía en la certeza y apenas un hilillo de sonido, como el susurro de un pacto de confianza que, aún después de tantos años, conoce sus momentos necesarios—, por favor.
Se hizo un silencio por instantes que parecieron eternos mientras ambas continuaban observándose. Hermanas unidas de toda una vida, amigas y confidentes que en algun momento vieron sus vidas separadas a un punto que en ese mismo instante, bajo la luz de la misma luna, parecían diferentes a un punto irreconciliable.
Y Hikari, con sus sencillas vestimentas de sacerdotisa hechas a mano por su madre, se preguntó si acaso era posible que esa Aya que tanto quería siguiese ahí tras el fastuoso kimono y las armas invaluables atadas a su cinto.
Pero ella seguía siendo la mayor, sin importar que solo fuesen once meses. Y la puerta seguía ahí cerrada a sus espaldas, a pesar de que ya la tensión en el ambiente había cambiado junto a las energías dentro de la cabaña, seguramente todos a la terrible expectativa de algún movimiento al sentir desde hace ya varios minutos el olor a violetas y cachorro de la menor de los Taishô inundando los alrededores.
Estaban esperando a que ella tomara su decisión. Y eso para ella, que se consideraba mucho más débil e inexperta que más de la mitad de los presentes, la llenó de un orgullo que tenía tintes amargos entre sus labios.
—Claro que sí. —Terminó por suspirar en un tono tranquilo y maduro, pero entristecida tras su mirada miel, apenas comparable en tonalidades con el brillante ámbar de su hermana—. Este siempre ha sido tu hogar.
La joven yôkai separó los labios como si quisiera decir algo, pero Hikari ya le había dado la espalda para entrar, dejando abierta la desvencijada puerta de madera, antigua cabaña de la venerable Kaede, como una invitación que se antojó tan solemne como decisiva alrededor del nocturno silencio.
Aya alzó su vista hacia el techo de la modesta morada. Un recuerdo fugaz vino a su caótica mente, uno en que ella y Kizami corrían sobre él riendo a carcajadas, intentando pillar una de las ilusiones de fuego y papel que el tío Shippô proyectaba sobre los cielos de mediodía. Hikari y Natsuki también habían estado ahí, lanzando grititos alegres desde la ventana en los tiempos libres que conseguían mientras ayudaban a preparar el almuerzo.
Habían sido buenos tiempos. Quizás, los únicos y verdaderos buenos tiempos.
¿Podrían recuperarse?
Los pasos se alzaron apenas de la hierba. Delicados y suaves, hacia el interior de la cabaña.
Sólo había una forma de averiguarlo.
Continuará…
¡Espero que te haya gustado, Firee hermosa! Lamento MUCHO la demora, de nuevo :c
El otro capítulo saldrá lo más pronto que se pueda :D
A los demás: gracias por leer y muchísimo más si deciden comentar. ¡En serio lo agradezco de corazón!
¡En el siguiente capítulo sabremos qué ocurre con esta tensa reunión familiar!
Aprovecho de decir que soy parte de la campaña "Con voz y voto", porque agregar a favoritos y no dejar un comentario, es como manosearme la teta y salir corriendo.
Así que por favor No te quedes callado. Deja tu comentario si la historia te gustó tanto como para agregarla a favoritos. Y si no tienes voz, o eres ya de frentón demasiado flojo como para escribir un comentario, por favor, no elijas ponerla en tu lista de favoritos. ¡En serio lo agradezco mucho!
Los amo un jodido montón.
¡Nos leemos!
Ari.
Dicen que, si haces algo tan feo como leer sin dejar review, Natsuki podría enojarse y darte uno de esos mordiscos que dejaron a Kizami tan traumado.
¡Estás advertido!
