Disclaimer: Los personajes y escenarios no me pertenecen ni los utilizo con ánimo de lucro, son todos propiedad de Rowling, que los hace sufrir sin pedirnos permiso.
N.A: Esta historia va dedicada a Segreta, puesto que es mi regalo de Amigo Invisible para ella, del foro La Noble y Ancestral Casa de los Black. Espero que te guste y la disfrutes, nunca había trabajado con Ernie, pero creo que no ha salido muy mal.
I
Hoy es el día más importante de mi vida.
Tengo veintisiete años, hace dos que logré el trabajo que adoro y tres desde que conocí al amor de mi vida. Suena al inicio cursi de una insufrible novela rosa, pero mi vida estaba completa.
«¡Oh, cállate ya, Ernie!» Me habría espetado Justin si se lo hubiera dicho en voz alta. Y con razón.
¿Habré tomado un caldero de Felix Felicis hace tres años y por eso me está saliendo todo así? Quizá es que ya era hora de tener un poco de suerte, tras tantos años de desgracias.
Éstas empezaron hace ya diez años, con la guerra contra los mortífagos. Viviendo en un colegio d torturadores, sometidos a una dictadura y camino a convertirnos en asesinos, como ellos. El Ernie de entonces era incapaz de imaginar que su lugar favorito del mundo, Hogwarts, se hubiera convertido en algo así.
Mi familia no lo entendía, descendemos de nueve generaciones de magos, la pureza de sangre es algo muy importante para ellos y no veían nada malo en el nuevo gobierno que nos habían implantado. ¡Qué va! Incluso decían que ya era hora de que alguien hiciese las cosas bien.
Ningún miembro de mi familia luchó contra los mortífagos, ni tampoco con ellos, por suerte. Todos salieron indemnes de la guerra y la batalla final, en la que yo mismo participé. Todavía me tiemblo cuando pienso en aquella noche.
1
Horror. Es el principal componente de mis recuerdos d aquella noche y el sentimiento que me inundó durante semanas.
«Potter está aquí.» Dijo Aberfoth y a partir de entonces se desata el caos. Llegan miembros del ED, de la Orden del Fénix, la Sala de los Menesteres se llena de gente y cientos de alumnos salen en tropel a los pasillos. Ya no hay tiempo para pensar en lo que está sucediendo, tienen que preparar las defensas y los hechizos de los mortífagos hacen que pedazos del castillo se desprendan y desplomen, aplastando a aquellos que se encuentran debajo.
Subir a la torre de Ravenclaw para defender desde allí el castillo, huir cuando la barrera cae y las maldiciones comienzan a derrumbarla. Correr, correr, siempre correr, siempre correr varita en alto, correr para evitar que un mortífago ataque a Hannah Abbott, correr para huir de una decena de mortífagos surgidos de la nada, correr para salvar la vida, correr sobre cadáveres de amigos.
La victoria ni transmite alegría, no cuando has arrastrado a una decena de cadáveres de conocidos y amigos. Hace minutos podías hacer un patronus con solo pensar en seguir vivo, ahora… Ahora no es suficiente, y menos al ver a tus amigos llorar, curarse las heridas, observar por primera vez otras que nunca se curarán.
«No habrá más muertes.» Es lo único que logra calmarte, pero los recuerdos d esa noche te acosan en sueños y ni el día más feliz de tu vida podrás olvidarlos del todo.
II
Aún me sobrecoge el horror y me tiembla la pierna, recordando mi herida, al ver a Justin aquí a mi lado, con la manga de la túnica caída, tapando un vacío donde debería estar su brazo derecho. Yo, al menos, tuve suerte esa noche.
Miro a mi alrededor, hay varias docenas de rostros conocidos que me miran y sonríen. Algunos incluso hacen gestos de calma o alegría, como Susan Bones, tan encantadora como siempre, guiñándome un ojo desde su asiento. Sin embargo no es ella a quien busco, sino a otra amiga desde siempre, que se retrasa, que no llega y temo que me haya dejado en la estacada. Prometió que vendría y aquí la espero, temblando de expectación y un poco de miedo, de pie frente al altar.
2
Ella fue la primera gran mujer de mi vida, antes incluso de que fuera una mujer. Tan solo era una muchachita rubia, de carnosos mofletes y bamboleantes coletas, que me hacía suspirar. La quería más que a mi madre, por duro que resulte decirlo, y más duro aún para mi malhumorada progenitora.
«¿A quién quieres más, a tu hermana Marie o a mamá?» Me preguntaban.
«A Hannah.» Contestaba yo, tan solo un niño de once años. Éramos nada más que amigos, compañeros de colegio, de casa, de clase, de estudio… Yo le ayudaba a ella en las largas tardes de estudio, ella me ayudaba a mí a ser más perseverante. Secretamente, yo sabía que seríamos de esos amigos que al crecer y hacerse mayores se casarían. Era mi Hannah.
Claro que "mi Hannah" no sabía que lo era.
Pasamos seis años creciendo juntos en Hogwarts y probablemente no me di cuenta de lo mucho que la quería, en un sentido que iba bastante más lejos que la amistad, hasta quinto curso.
Ese año estábamos más juntos que nunca, en clases, en la biblioteca, en las rondas de prefectos, en el ED… Me gustaba observarla mientras practicaba con Susan, ver su cara de concentración, la forma de moverse al esquivar los hechizos, la chispa que se encendía en sus ojos cuando se abría entre ella un nuevo reto. Aún debo conservar moratones de lo distraído que estaba entonces.
«Te quiero.» Pensaba cada noche, practicando mudos discursos con la almohada.
«Eres la chica de mi vida.» «¿Te molestaría si te besara?» «Hannah, quiero ser algo más que tu mejor amigo.»
Perseveré en mis declaraciones, las practicaba cada día, en cualquier sitio; d las ocho horas diarias que estudiaba para los TIMOS seis eran pensando en ella. Pero mis mudas declaraciones seguían siendo eso, mudas, y ella no las escuchaba. El verano llegó sin que me hubiera dado tiempo a reunir el valor suficiente y lo pasé escribiendo cartas cada vez más románticas que nunca escribiría.
«Ernie, díselo ya. No puede esperar para siempre.» Me dijo Justin un día cualquiera de sexto año. Yo aparté rápidamente la vista de cómo se retiraba el largo cabello rubio de la cara, ya no llevaba aquellas bamboleantes coletas y se había convertido en toda una mujercita.
Lo que nadie esperaba era que los problemas de adultos le atacaran tan pronto. Un día la profesora Sprout la llamó a su despacho y regresó dos semanas después, más pálida que nunca, mejillas hundidas y ojos hinchados que no cesaban de luchar por contener las lágrimas. Su madre había sido asesinada.
No era tiempo de declaraciones, los cuatro mejores amigos nos hicimos una piña y éramos uno cuando la gente miraba a Hannah por los pasillos, señalándola con el dedo y poniendo expresión de lástima.
La piña se rompió en el séptimo año de colegio, Justin tuvo que huir por ser hijo de muggles, Hannah era continuamente atacada por ser mestiza y pronto tuvimos que escondernos en la sala de los Menesteres, donde Neville Longbottom había establecido un bastión de resistencia y un lugar donde permanecer a salvo.
En las oscuras noches de refugio no paraba de soñar con los castigos que los Carrow habían infligido por expresar su opinión, por desobedecer, o por negarse a torturar a los castigados. La llama de la venganza habría prendido dentro de mí y, cuando una noche Hannah estalló en llanto, superada, yo le juré que haría todo lo posible porque aquello acabara.
Teníamos diecisiete años, estábamos en guerra y, junto a la venganza, seguía latiendo en mí el amor por Hannah.
Podría decir que no pude evitarlo, que el amor era lo único que podía hacerme soportable seguir viviendo la guerra; podría decir que esa otra noche la vi tan linda, tan preciosa medio adormilada, que no pude evitar declararme. También podría decir que soy un papanatas inoportuno que no sabe escoger el momento adecuado. Una de las tantas silenciosas noches en la Sala de los Menesteres me declaré por fin a Hannah Abbott.
Ella estaba tumbada en su hamaca, mirando a la nada con los ojos medio abiertos y yo apenas a un metro de ella, sin poder dormir.
−Hannah…
−Dime, Ernie.
−¿No puedes dormir?
−Estaba intentándolo.
−Quería decirte una cosa –había ensayado miles de veces esa conversación, ¡miles! Y lo estaba haciendo todo mal. Pero no había marcha atrás, esta vez no.
−¿Sí? −¿era yo o esta noche estaba más bonita que nunca?
−Eres preciosa –no, Ernie, concéntrate. Dile que la quieres, díselo ya.
−No seas tonto, que no son horas para decir esas cosas –rió ella−. ¿Estás sonámbulo? A veces hablas en sueños y dices tonterías.
−Estoy despierto, Hannah.
−Pues deja de decir tonterías e intenta dormir, todos nos están escuchando.
Tenía toda la razón, las hamacas estaban a un metro una de otra, estábamos rodeados de una veintena de personas que, por la ausencia de ronquidos y respiraciones profundas, no estaban dormidas.
−Buenas noches, Ernie.
−Buenas noches, Hannah.
Y esa fue la noche en la que casi me declaré a Hannah Abbott.
En realidad me declaré a ella muchos meses más tarde, en el descanso de la victoria, el alivio de seguir vivos y, por encima de todo, el horror por lo que habíamos vivido.
Debía ser cuatro, o tres, o cinco de mayo. Sólo sabía que la guerra había acabado, que Justin entre otros había sido rápidamente trasladado a San Mungo y otros muchos, que no habían tenido tanta suerte, yacían en el sueño del Gran Comedor. Estaba horrorizado, hundido en un extraño sopor de irrealidad, hasta que ella me encontró y me apretó la mano.
−Está bien, sobrevivirá –contestó a mi mirada inquisitiva, preguntando por Justin−, pero no recuperará el brazo.
Hannah no lloraba, estaba desolada, terriblemente cansada y se veía una miríada de cortes por su cuerpo, pero se mantenía firme, en pie, viva.
No supe ni fui capaz de articular palabra, tampoco habría podido evitar hacerlo, porque era mi cuerpo el que mandaba, no mi mente. Le acaricié el rostro con la mano libre, la mejilla, el mentón, la frente, el pelo, y mis labios se dirigieron hacia los suyos. Sabía a humo, a polvo y a sangre, sus labios eran blandos y cálidos, la abracé contra mí con fuerza y no fue hasta que ella se separó tímidamente que no hablé.
−Estás viva. Te quiero, te quiero más que a nada y no habría soportado perderte.
Estaba viva y la quería, ella por fin lo sabía y era más de lo que podía haber soñado dos días atrás.
Claro, que no estaba pensando que ella podía no corresponderme.
−Ernie, no… yo no…
−Shh, calla. No digas nada. Estás viva, te quiero, eso es todo lo que necesito saber.
−No, Ernie –ella lloraba y eso me asustó más que el ruido de las paredes derrumbarse horas, días atrás−, tengo que decírtelo. Creí que te habías dado cuenta… Tú y yo somos amigos −¿estaban derrumbándose los muros de nuevo? ¿Por qué atronaban mis oídos?−. Amigos, los mejores amigos, y te quiero muchísimo –no estaba seguro entre tanto estruendo, pero ése no era el tono en el que esperaba oír un "te quiero"−, pero como amigo. Además… −su mirada se desvió y no tuve el valor de girarme para ver a quién había mirado fugazmente−. Olvídalo. No quiero hacerte daño, descansa, recupérate y ya tendremos la conversación en otra ocasión, te quiero pequeño.
III
Hannah, mi primer gran amor, la primera mujer que me partió el corazón, al fin llegaba. Estaba realmente preciosa, el rubio cabello recogido en un moño, un vestido vaporoso pero sencillo, como ella. Me sonreía, mirándome directamente, disculpándose por la tardanza, apremiando al hombre que caminaba con ella tomada del brazo.
La música sonaba en la iglesia y el ritmo de la marcha nupcial me tranquilizó y a la vez me puso nervioso. Era el día de mi boda y ella ya había llegado.
N.A: Hasta aquí el primer capítulo. ¿Os ha gustado? ¿Y a ti, Segreta? La historia de Ernie continúa y nos leemos, pero ya en el próximo y último capítulo.
