Un nuevo comienzo

Harry nunca se había sentido más descansado que aquel día. No tenía ni idea de qué hora era o de cuánto tiempo había estado durmiendo, pero tampoco le importaba demasiado. Fue un sueño reparador y muy necesario. El último año había sido el peor de toda su vida. La guerra se llevó a muchos buenos amigos y todos habían perdido a alguien, incluso él. Lo que casi nadie sabía era que él mismo había tenido que morir para que todo acabase. Y no era una forma de hablar. Aún seguía preguntándose cómo era posible que estuviese vivo.

Antes de abrir las cortinas de su cama y de enfrentarse a la realidad, se dejó envolver por la calma del ambiente. Le gustaba estar allí, en aquella habitación que había sido su refugio en los últimos años.

Lanzó un suspiro al aire, abrió las cortinas con desgana y el familiar olor de una habitación de chicos adolescentes le hizo arrugar la nariz, aquello era algo que nunca echaría de menos.

Se puso las gafas, y cuando su alrededor tomó unas formas nítidas, no pudo evitar sonreír. Al lado de la cama de Ron había dos pares de zapatillas: las de su amigo y estaba seguro de que las otras eran de Hermione. Se alegró mucho por ellos, se merecían ser felices.

Al otro lado de la habitación la cama de Dean estaba vacía, pero su camiseta sobresalía por las cortinas echadas de la de Seamus. Aquello le sorprendió, no se lo esperaba, pero, de nuevo, se alegró por ellos.

La habitación estaba en silencio, pero teniendo en cuenta que hacía ya muchos años que todos ellos eran expertos en realizar el hechizo silenciador, no le pareció extraño. Qué gran palabra aquella, "muffliato".

Se quitó el pijama y se vistió con el uniforme del colegio. La ropa muggle que había llevado durante la última batalla estaba tan rota y ensangrentada que, cuando la profesora McGonagall le ofreció cambiársela, no se lo pensó ni un segundo. Además, le gustaba aquel uniforme, le hacía sentirse seguro, en casa.

Sin hacer ruido bajó a la sala común de Gryffindor. Estaba llena de estudiantes y todos se callaron en cuanto lo vieron llegar. Harry aceleró el paso y salió al exterior sin pararse y sin hablar con nadie. Nunca le gustó ser el centro de atención y, en aquel momento, tampoco quería escuchar los cuchicheos.

Al salir al pasillo la Señora Gorda le felicitó con efusividad, pero él tan solo le dedicó una tímida sonrisa y aceleró el paso. Lo único que quería era salir del castillo, el aire allí dentro empezaba a ser asfixiante y que todos los retratos y fantasmas de Hogwarts se hubiesen empeñado en querer agradecerle en persona lo que hizo, no ayudó a mejorar su estado de ánimo.

Cuando llegó a la planta baja los destrozos del día anterior le hicieron parar su carrera casi en seco. El Gran Comedor y la escalinata principal aún presentaban los restos de lo que allí se había librado, aunque los cuerpos de los caídos ya habían sido retirados.

Pasó por delante de las puertas destruidas con una tremenda congoja anclada en su pecho, y no pudo evitar pensar en todos aquellos que los habían dejado: Fred, Tonks, el profesor Lupin, Colin Creevey, Snape, Dobby, Ojoloco, Hedwig, Dumbledore, Siruis… Muchos. Demasiados.

Con paso vacilante esquivó los escombros del suelo hasta llegar al exterior. Respiró el aire frío de aquella tarde de primavera y comenzó a andar sin un rumbo fijo. Pasó por delante de la cabaña de Hagrid, pero su amigo no estaba allí. Así que continuó andando hasta que llegó al borde del lago.

Permaneció allí durante unos largos minutos. El estómago le rugía, pero no tenía fuerza para enfrentarse de nuevo con todos los recuerdos, y tampoco estaba seguro de poder aguantar los murmullos y miradas curiosas que surgían a su alrededor. Después de tantos años ya debería de haberse acostumbrado a ellos, su vida siempre había estado en todos los periódicos y revistas, pues ni "El Profeta", ni "Corazón de Bruja", habían perdido la oportunidad de informar, o inventar, sobre cualquier cosa que pudiese estar mínimamente relacionada con él.

Tenía la esperanza de que una vez que Voldemort se hubiese ido, el mundo mágico le dejaría en paz y podría comenzar a vivir una vida normal, como la de cualquier otro chico de su edad. Pero parecía que aquel deseo no iba a ser posible. Había vuelto a acabar con el señor Oscuro, una vez más. La gente no se iba a olvidar de eso con facilidad, y ya volvía a ser "El niño que vivió".

Lanzó un suspiro y dejó que sus ojos vagasen por los terrenos del colegio, esos terrenos que le habían dado todo aquello que siempre deseó: felicidad, amigos y una familia.

—¿Qué haces aquí? —dijo la conocida voz de Ron a su espalda.

Al darse la vuelta lo vio llegar junto con Hermione que llevaba el Mapa del Merodeador en la mano.

—¿Todo bien, Harry? —preguntó la chica acercándose a él.

Harry asintió, sus amigos se colocaron a su lado y permanecieron en silencio durante varios minutos. Habían pasado por tantas cosas a lo largo de esos años que no era necesario decir nada para entenderse.

—Todo saldrá bien —dijo Hermione al cabo de un rato.

—Estaremos a tu lado. —La voz de Ron sonó con tanta seguridad que Harry no tuvo ninguna duda de sus palabras.

—Como siempre —corroboró la chica.

Les sonrió con cariño y agradecimiento, y antes de ponerse en marcha para regresar al castillo vio como muchos de sus amigos salían a su encuentro: Ginny, Hagrid, George y el resto de los Weasleys, Neville, Luna y la profesora McGonagall.

Fue en ese momento en el que se dio cuenta de lo que las palabras de Ron y Hermione significaban. Pasase lo que pasase a continuación no estaría solo, al igual que no lo había estado en los últimos siete años.