Prinzessin
Ich singe mein lied
Voller sehnsucht mein lied
Und Ich suche damit eine
Die mich sehr lieb hat…
Ich singe mein lied
Voller sehnsucht mein lied
Für dich.
Looking for romance (Bambi)
…
En el año de 1946, el mundo se sacudió cuando los rusos excavando entre las ruinas de un campo de trabajo en el noroeste de Alemania, se toparon con el equivalente a 200,000 marcos de la época en pertenencias preciosas que habían sido sepultadas, junto con los casi deshechos libros de cuero negro que se usaban para llevar los conteos de material humano en el fondo del estrecho valle donde fue construido. Entre estas pertenencias, hallaron también una pared que había resistido a los cañones y las bombas y sobre la cual una mano humana había tenido la extraña idea de escribir, con letras firmes y bien talladas como si no quisiera que el tiempo se las llevara, una sola y desconcertante palabra:
SCHICKSAL
El significado real de aquélla palabra, pese a que era fácil de traducir, desconcertó mucho a los presentes, y hubo algunos cuantos, supersticiosos de oficio, que prefirieron dejar el muro tal y como estaba y no seguir cavando en la improvisada tumba del campo, por miedo a que la amenaza intrínseca de la palabra se hiciera aparecer.
Aunado a este descubrimiento, hubo un segundo caso, no mayor de edad a una semana que el del muro, cerca de la costa donde, entre un paisaje medio marítimo, medio de bosque, encontraron además algo extraño que no hizo sino aumentar la curiosidad de los personajes. La realidad sobre ambas cosas, que parecían no guardar gran relación entre sí, la descubrí yo por una serie de coincidencias que ahora no vale la pena discutir, pero que resultaron en ser una de las historias más tristes, más profundas y más misteriosas que esta época hubiera dado a luz. Historia que, por respeto al lector que ahora husmea entre las páginas, procederé a contar.
…
Poco más de un año atrás, todavía existía cierto candor entre los habitantes de Berlín y sus alrededores, candor mal camuflado, ya que la realidad de la guerra golpeaba rudamente a sus habitantes. La gran mayoría de la gente a pie no ignoraba que el enemigo se acercaba peligrosamente, y se había vuelto común escuchar los bombardeos nocturnos que la Fuerza Aérea Británica solía producir cada cierto tiempo; pero los berlineses de más abolengo se ocupaban todavía de pequeñeces existenciales que nada tenían que ver con los horrores del exterior, y entre sus diversiones habituales estaba asistir los fines de semana al parque, para disfrutar del buen clima de principios de marzo. Las familias se apilaban como diversión cerca del pequeño lago en el parque, donde los niños se entretenían lanzándoles migajas de pan a los patos y las mujeres en chacotear, o al menos las que eran madres porque las muchachitas solían repetir el mismo error de habla que sus progenitoras, todo con una pizca de malicia en sus críticas a las vecinas o amigas que no estaban presentes, o si eran sirvientas, a refunfuñar y guerrear con los chiquillos que les dejaban al cuidado las señoras.
Para esa época, todavía las fuerzas del Estado se podían permitir pequeños deslices en sus actividades, y también muchos muchachos de aspecto sano y bonachón, desprovistos de su severo uniforme negro, deambulaban por los caminos riendo a viva voz y comentando con un sonsonete arrogante las novedades del frente, pesadilla aún demasiado lejos para ellos y para sus amistades que se mofaban de las bombas, los americanos y Francia.
Entre este grupo alegre y cantarín, se contaba a un par de hombres de aspecto imponente que, en sus ropas de civil, gozaban del buen día y paseaban, cada uno con la vista ocupada en algo particular. El mayor, curiosamente de menor estatura pero de aspecto tozudo e impertinente, alzaba de cuando en cuando la mirada para ver las aves que revoloteaban en los árboles y luego, al corro de mujercitas que sonreían y señalaban al paso hacia el más alto, que le era totalmente opuesto y seguía su camino con la mirada clavada en el suelo. Una carcajada de burla brotó de los labios del mayor.
-¡Ah, West! ¡Por estar viendo a donde no debes te perderás el espectáculo!
-¿Qué espectáculo, según tú? –gruñó indiferente.
-Levanta la cabeza y observa…
Solo por complacerle, hizo lo dicho, y casi de inmediato volvió a su postura cerrada, aumentando el enfado de su compañero.
-West, tienes que estar bromeando. No has querido ir al pub a beber, no quieres jugar un rato fútbol… ¡y ahora no quieres ver a tus admiradoras!
-No me interesa.
-Eres el grandioso… no, no, no, magnífico coronel Beilschmidt, comandante en jefe de la SS y te importa un sorbete… -el hombre rodó sus ojos de iris escarlata y resopló. –La verdad es que no te entiendo, bruder.
-Quiero pasar mi día de descanso en paz… antes de volver a ese maldito agujero podrido. –refunfuñó.
-No te gusta porque no le hallas la diversión, pero la hay… Oh, sí que la hay. No me digas que no te divierte un poquito asustar a esas pobres bestias estúpidas de vez en cuando. –sonrió malignamente.
-Nein.
-¿Ni un poco? Oh… West, eres raro.
-Cumplo mi deber y eso es todo, bruder.
-Pero… ¿de qué vale cumplir tu deber si no te diviertes con él? –prosiguió necio. –Ludwig, ¿crees acaso que los trabajos más extraños no gozan un poco con éste? El carnicero seguro se divierte rebanando los cuerpos de las reses, el verdugo se divierte más cuando decapita a los sollozantes condenados, el caballerango disfruta de dar palmaditas a los corceles cuando sus dueños remilgosos no lo ven. Eres el único de la división que cumple su maldito deber sin gozarlo.
-No tengo porqué hacerlo, es todo.
-West… olvídalo. –se rindió, dejando por la paz a Ludwig que estaba distraído.
Pese a ser hermanos, los dos Beilschmidt no se parecían en nada, ni siquiera físicamente. El mayor, Gilbert, había nacido por azar albino, y tenía un espeso cabello platinado que contrastaba violentamente con sus ojos escarlata y su piel lechosa; por otro lado Ludwig, el menor, era el arquetipo ideal de belleza aria, con el cabello rubio siempre bien peinado, alto, musculoso, de ojos azules y nariz recta. Gilbert solía bromear, a veces un poco sardónico, y bebía como si no hubiera un mañana, Ludwig por el contrario casi no sonreía, hablaba muy poco, apenas lo indispensable, y siempre usaba un tono de voz brusco que asustaba a cualquiera. Los dos eran miembros de las SS y estaban a cargo de un campo de trabajo en la costa noreste del país, un lugar más bien pequeño y tristón que estaba entre la nada que alguna vez albergara un pueblo, y una tupida arboleda que conducía hacia la costa, lugar bastante tristón y silencioso a donde iban a apilarse prisioneros políticos y algunas cuantas criaturas indeseables de la sociedad, no para morir a menos que "el cielo así lo quisiera", en alentadoras palabras del viejo director, sino para trabajar en nombre del Reich recibiendo como premio un plato de comida y la oportunidad de sobrevivir. Los Beilschmidt custodiaban un máximo de 1,500 almas en promedio dentro del campo, pero no era un número especialmente grande en comparación. Gilbert se divertía azuzando a los prisioneros, Ludwig prefería pasar de ellos y fingir que no existían.
-Oye, West… -dijo de pronto Gilbert. -¿Y qué hay de la… linda chica que conociste el verano pasado? ¿Cuál era su nombre? Ah… Eva… era Eva, ¿cierto?
-Ja… -gruñó sin mucho ánimo.
-¿Und? ¿Qué sucedió con ella?
-¿Qué quería que sucediera?
-Era muy bonita, bruder, no sé porqué no quisiste… -la mirada del rubio lo silenció, y se redujo a dibujar una sonrisita maldosa y a encogerse de hombros. –Yo solo digo que algún día vas a tener que casarte, bruder.
-No ahora. –contestó y volvió a quedarse callado.
Los dos continuaron su paseo hasta que dieron la vuelta a todo el parque y salieron de ahí. La noche comenzaba a asomarse y el lugar se vació de familias, hasta que al final sólo algunas parejas y grupos de chiquillos revoltosos quedaron rezagados, pero no sería por mucho, en cualquier momento entrarían los oficiales para ahuyentarlos y empezar su ronda nocturna.
Para aquéllos que no estén del todo familiarizados con la época, debo contarles que durante los últimos años de la guerra había cierto caos que sólo podía suscitarse durante las noches en Berlín, cosas tan comunes hoy en día como el pillaje a lugares abandonados, los grupos de jovenzuelos que salían a hacer correrías, sobre todo en Alexander Platz donde se revolvían los ricos con los pobres para disfrutar del espectáculo tristón y aplastante de la vida tórrida y también, aunque a ésas alturas era poco común, algunas reuniones de oficiales, todas informales, que se agolpaban en las esquinas menos transitadas para platicar, como muchachotes luego de hacer alguna maldad, y discutir sobre el mundo como si afuera no existieran las bombas, los ejércitos en combate y la muerte.
Si bien entre estos grupos no podía contarse con la presencia de los Beilschmidt, muchos de los que salían a patrullar se entretenían en esto, como buenos camaradas haciendo un eco de las lejanas trincheras en los frentes de Rusia y de Francia.
-¡Ah! Qué buena cerveza… a precio de preguerra, encima de todo. Hans, gracias, ¿por cierto, de dónde la sacaste?
-Uno tiene sus… contactos, mi buen amigo, y no los revela por nada.
-Calla, que por esas cosas te podrían arrestar, ¿lo sabes?
-Exageras, Wolfgang, ¿desde cuándo te arrestan en Berlín por conseguir cerveza?
-Desde que no es lícito beber en la vía pública.
Carcajada general. Cuando no estaban rodeados por los superiores, aquéllos oficiales andaban y charlaban a sus anchas con aire más bien ingenuo.
-Dejando de lado la cerveza, que cae bastante bien fría con este clima endemoniado, ¿qué han sabido de París? –preguntó Wolfgang.
-París es una porquería. Un nido de mujeres, eso te lo digo yo… ¡burdel del mundo! –exclamó el primero en hablar.
-Yo he oído cosas buenas de mi hermano Fred, dice que el vino es más barato ahí… sobre todo para nosotros. Yo opino, camaradas, que a la primera oportunidad avancemos hacia allá, seguro que hará buen clima y podríamos… no sé, divertirnos. Estoy harto de Alexander Platz, donde todas las noches pasa lo mismo.
-Berlín se ha vuelto… tan monótono. –escupió un cuarto oficial que había estado callado en la charla. –Bombas, muertos, edificios destruidos… luego llega el día y todos fingen que estamos bien, entonces llega la noche y volvemos a lo mismo. Era más feliz en Bonn.
-Algún día iremos allá. –le consoló Hans. –Brindemos, amigos, por las oportunidades.
-Por las oportunidades. –replicaron a coro, estrellando sus ajados vasos de cerveza que apuraron, viendo a lo lejos una lucecita escarlata que durante toda la plática había aumentado de fulgor.
Un tamborileo desconocido los sacó de su ensoñación. El mismo golpeteo alegre provenía del lugar de las llamas, y movidos por la curiosidad se pusieron de pie.
-¿Qué será eso?
-Seguro que las SA están quemando libros de nuevo. Ya los ven…
-Nein, no son ellos… Veamos.
Con paso lento, se aproximaron al lugar; ahí, rodeados por una multitud más bien pequeña compuesta de trasnochadores, en medio de la enorme plaza, habían improvisado una hoguera con lo que parecían ser restos de madera de locales despedazados. Junto a las llamas, había un trío de hombres con ropas ajadas de colores brillantes, rostros morenos y cabellos ondulados y oscuros que sujetaban instrumentos de música igualmente gastados que tocaban al compás del ritmo de una pandereta.
-¡Ah! –suspiró decepcionado Hans. –Gitanos. Malditos sean, creí que ya no había.
-Pues tus ojos no te engañan, amigo mío. ¡Eh! Miren a ésa niña…
La pandereta que daba vueltas en el aire era sujetada por una muchachita igualmente morena, de cabello castaño oscuro que destellaba con la luz de la hoguera y que bailaba animadamente una especie de flamenco mezclado con sonidos de Oriente; era una criatura interesante de ver, porque normalmente las mujeres gitanas, llegando a cierta edad, parecían afearse mortalmente, pero ella, todavía muy joven, era todo un encanto. Sus cabellos se abrían como abanico a su espalda cuando saltaba de un lado a otro, los pequeños pies descalzos parecían flotar sobre la loza y sobre sus caderas se movía su falda escarlata, bordada de oro y con un cinturón rojo y dorado atado a su cintura, en contraste con el negro corpiño que delineaba su torso dejando al descubierto los senos, protegidos por la blanca camisa de algodón deslucido. En su cuello rebotaba una especie de medalla de oro que pendía de una cadena del mismo metal precioso.
La multitud se comía con los ojos a la zíngara, y aplaudían a sus cabriolas y sus serpenteos de cadera que la hacían parecer una odalisca extraviada, incluso los oficiales que a fuerza de doctrina odiaban a esos indeseables sin nación pensaron que era un espectáculo muy digno para una ciudad en decadencia.
-Bonita niña, qué lástima que sea una gitana. –se lamentó Wolfgang.
-No exageres, he visto italianas más encantadoras. –repuso Hans.
-¿Encantadoras? ¡No me hagas reír, hombre! Esta es hechicera, ya se los digo… ¿cuándo han visto a una dama decente o de a pie moverse así? ¡Miren, miren cómo se acerca a las llamas y éstas la acarician sin dañarla! Lindo súcubo el que nos encontramos.
El baile de la muchachita cesó, y con una dulce reverencia se inclinó frente a la multitud, y luego, con el mismo gesto inocente, estiró la mano con su pandereta boca abajo y le llovieron los centavos y los marcos. Sonriendo agradecida, paseó sus ojos por entre la multitud hasta que se topó con los oficiales, y entonces toda gracia de su cara se esfumó de golpe. Apresurándose en guardar las monedas recogidas, hizo una seña a sus compañeros músicos y éstos tres se lanzaron hacia el callejón más próximo en loca carrera, pero ella se retrasó por estar guardando el dinero, y cuando sus pies echaron a andar al callejón tras sus compañeros, una figura oscura se le cruzó cerrándola bruscamente el camino.
-Scheisse… -murmuró uno de los oficiales. Había reconocido en el recién llegado a Gilbert Beilschmidt, quien sonreía malicioso con los ojos clavados en la muchachita.
-¿A dónde piensas ir, zíngara del demonio? –le preguntó, avanzando amenazadoramente hacia ella. La chiquilla retrocedió, con los ojos abiertos de par en par, y murmuró algunas cosas incomprensibles. -¡No empieces con tu jerga de vagabunda y contéstame!
-Yo… yo… -repuso con voz temblorosa en un alemán un poco chapurrado.
-Como imaginé… ¡eh, ustedes! –dijo al notar la presencia de los oficiales. –Vengan acá y llévense a esta escoria a la prisión.
Pero ese momento de distracción le salió caro, porque rápidamente la niña se escabulló deslizándose por su lado, casi pegada al muro de la pared y la oscuridad se la tragó. Los oficiales silbaron e hicieron señas de desconcierto.
-¡Ah! Mala suerte, capitán, se ha escapado el ave.
-¿Cuál ave? ¡Maldito pajarraco! Lárguense, idiotas, y dejen de mirarme así. –los muchachos se retiraron, temerosos de las miradas rabiosas del capitán que seguía todavía el oscuro corredor por donde perdiera a su presa. –Ya te encontraré, maldita zíngara… -musitó.
…
Hola y bienvenidos a un fanfic experimental que seguro odiarán (?). Bueno, como notaron es un AU ubicado en los últimos tiempos de la WWII que basé (por raro que suene) en cierto librito de Víctor Hugo que no diré su nombre pero coffcoffnotredamedepariscoff.
Si, le atinaron, la "gitana" es María, y antes de que me sacrifiquen a Huitzilopochtli por poner a une mexicana en la Alemania nazi déjenme contarles que en ese tiempo había cierta afluencia de mexicanos en la capital alemana, y que (uuuh~) algunos paisanos terminaron en campos de concentración así que n.n no es tan raro.
Ah, también les advierto que como es un fanfic experimental no será muy largo. Planeo despacharlo e capítulos por cuestiones de… falta de inspiración :'( pero prometo hacerlo lo mejor posible para que sea de su disfrute n.n
Ahora sí, ¿comentarios, dudas, jitomatazos? ¡Nos leemos!
