Gwen Galleani llegó como todas las mañanas a su oficina en el piso diez del Ministerio de la Magia. Llevaba tiempo como empleada del Wizengamot y era una mujer satisfecha con su vida: le gustaba su trabajo y le permitía vivir bastante bien.

Saludó a sus compañeros y se dirigió a su oficina. Apenas ingresó en ella se produjo un suave sonido y un poco de humo color morado, y entonces una taza de café y el ejemplar de ése día de "El Profeta" aparecieron sobre el escritorio de la abogada.

Gwen se quitó el abrigo color fucsia y se sentó. Con un movimiento de varita dobló la cantidad de crema del café y lo coronó con una cereza. Abrió el diario y entonces comprendió que ni toda la crema del mundo endulzaría lo suficiente para poder digerir la información que venía en la portada.

"Fuga en Azkaban: El peligroso mortífago Sirius Black se ha fugado de la prisión mágica…"

Gwen leyó toda la información, pero no retuvo una palabra de lo leído. Estaba demasiado conmovida por la fotografía, donde Sirius Black gritaba como un poseso sosteniendo su letrero de condenado.

Los ojos del tipo de la foto eran dementes, llenos de pura locura. La piel estaba pegada a los huesos y si no fuera por ese brillo enfermo de sus ojos, habría creído que se trataba de un inferus; más aún viendo esas manos, huesudas y carcomidas. El cabello era una maraña muerta y a través de la camisa abierta se insinuaba un pecho cadavérico, surcado por tatuajes de prisión.

Ése…eso…no era el Sirius que ella recordaba. El Sirius que conoció en Hogwarts era hermoso, lleno de vida, loco en el sentido positivo de la palabra. Y jamás, jamás mientras el mundo fuese mundo, se habría convertido en mortífago.

Ésa mañana Gwen no trabajó bien; dejó que su mente vagara hacia sus recuerdos, hacia sus quince años, hacia su primera vez…hacia Sirius Black…

Gwen había sido una chica estudiosa, alegre y soñadora. A sus quince años su pasatiempo favorito era cotorrear con sus amigas, comentando los chismes y romances de Hogwarts y, por supuesto, enumerar una y otra vez las características del príncipe azul que todas esperaban, como si a fuerza de crearlo y recrearlo en sus conversaciones, algún día pudiese presentarse en sus vidas.

Físicamente era un chica del montón, de estatura promedio, de cabello largo promedio, color castaño promedio, ojos cafés promedio y cuerpo promedio. Hermosa, pero no espectacularmente llamativa. Tenía bonitas piernas y una perfecta proporción entre las caderas y la cintura, pero ella no lo notaba, obsesionada como estaba entonces con el tamaño de sus pechos…también promedio…ni mucho ni poco…con lo que tenía no lograría jamás que sus compañeritos se quedaran con la boca abierta como hacían frente a otras brujas.

Como toda adolescente Gwen estaba peleada con su cuerpo. Aunque cada mañana se preocupaba de tomarse su tiempo para aplicar poción alisadora en su cabello, murmurar el hechizo que encrespaba y engrosaba sus pestañas y poner brillo labial muggle en su boca, jamás se hubiese descrito a sí misma como bonita…menos como deseable…

Pero eso no cambiaba el hecho de que las hormonas adolescentes bullían en ella como en todas las demás chicas de su edad y eso, sumado a uno que otro libro, no relacionado con sus estudios, que había devorado en la biblioteca disimulándolo bien entre sus textos escolares, la dotaban de una imaginación febril que la obligaba a satisfacerse sola, poniendo sus manos al servicio de fantasías donde muchos de sus compañeros desfilaban convertidos en dioses sexuales, pese a que en la realidad no eran más que muchachitos con la cabeza llena de Quidditch. Sin embargo, para el caso que se dignara aparecer en su existencia, ella pedía poco del príncipe azul que esperaba con ansiedad: una invitación a Hogsmeade para pasearse de la mano a la vista de todos, un helado en el salón de madame Pudipié y unos besitos dulces al atardecer…quizá un osito de peluche encantado, que dijera "te amo" cuando ella lo abrazara para dormir. Sabía que quería ser amada, pero no sabía por quién, de hecho, su corazoncito indeciso latía hoy por uno, y mañana por otro alumno del colegio.

Así, voluble, ansiosa y entusiasta, acompañó a sus compañeras a un partido de Quidditch entre Griffindor y Slytherin. Aunque su casa era Ravenclaw y no entendía nada del juego, le gustaba ir a mirar a los chicos hacer deporte. Su amiga Marlene Jar estaba prendada del capitán del equipo de Griffindor y por tanto todo el grupo de amigas debía acompañarla para comentar las cualidades físicas del objeto de deseo de Marlene.

Fue en ése juego cuando se fijó por primera vez en Sirius Black. Sin ninguna razón en especial, se le antojó demasiado atlético, arrojado y valiente para seguir pasándolo por alto. Le miró fijamente todo el partido y cuando éste terminó, corrió junto con sus amigas cerca de los vestuarios, supuestamente para que Marlene mirase a Potter, pero ella estaba demasiado ocupada mirando a Black, calculando su estatura, el ancho de sus espaldas, la firmeza de su trasero y…claro, el tamaño de su miembro. Lo observó reír y pasarse una mano por el pelo y allí quedó prendada de él. Cuando vio sus ojos grises a la luz del sol, le parecieron preciosos, unas pupilas de plata incrustadas en un rostro de estatua griega, enmarcado por un sedoso cabello negro, haciendo contraste con su blanquísima piel. Un ángel oscuro enviado desde el mismísimo infierno para llenar de pensamientos pecaminosos las mentes de pobres niñas como ella.

A partir de entonces se obsesionó con Sirius Black y valiéndose de sus infaltables contactos de chismes averiguó todo lo que pudo sobre él. Supo así que estaba en último año, que tenía 17 años, que se había fugado de su casa, que pertenecía a una de las más nobles y antiguas familias de magos. Habían también sospechas sobre que su familia practicaba la magia oscura, que él tenía una motocicleta y que no era nada de santo: fumaba, bebía, se metía en problemas con sus amigos, no era muy responsable con sus estudios y…no era virgen, sino todo lo contrario, se decía que había estado con varias chicas de Hogwarts y que era experto en el arte del placer.

Esa información terminó de trastornarla. Lo negativo de todo lo averiguado fue que pudo notar que todas las chicas que se mencionaban como conquistas de Black compartían una misma característica: unas tetas descomunales. Eso sería una dificultad para Gwen, que se volvió loca pensando en una estrategia para lograr probar de manos de él, todo lo que decían sus libros.

Fueron semanas siguiéndolo, mirándolo, soñando con él. Fueron días en que se encendía cuando él aparecía en el Gran Comedor, mientras cada detalle le parecía increíblemente sexy: su sonrisa ladeada, la nuez de su cuello, los huesos de la clavícula que se dejaban ver a través de su camisa eternamente desabrochada. Los cambios de ese cuerpo que pasaba de niño a hombre, se le antojaban irresistiblemente masculinos. Fueron noches en que se masturbó hasta el agotamiento imaginándolo en su moto, en los vestidores, desnudo, apasionado, caliente. Se tocaba todo el cuerpo inmersa en las miles de variables de una misma fantasía: Sirius Black poseyéndola, acariciándola, penetrándola, haciéndola sentir cosas que ni sabía que podía sentir. Sirius Black gimiendo, jadeando sobre ella; porque en su exaltada inocencia ni siquiera se le ocurría otra forma en que podía hacerse aquello que deseaba tanto, ni conocía todas las posibilidades del juego previo. Finalmente, el Sirius creado por su mente le decía que la amaba, abría sus brazos y mientras abrazaba a su almohada se acomodaba imaginariamente en su pecho y se dormía satisfecha, para retomar al día siguiente su distante cacería.

Siguió así, hasta que supo por el correo del cotilleo que Los Merodeadores planeaban una fiesta secreta, en la cual su rebelde favorito estaría presente. Gwen había decidido que quería jugar a ser mujer y Él sería su hombre. Puso especial cuidado en la ropa elegida para tal ocasión, apocada por el eterno problema de sus pechos, y partió, asustada pero decidida a realizar la actuación de su vida, para que Sirius de fijara en ella y no notase su falta de experiencia. Con suerte, si todo salía bien, perdería su virginidad con él y, estaba segura, le encantaría.