Disclaimer: No me pertenece ninguno de los personajes que aparecen en este fragmento de historia.
CAPÍTULO 1. Despertar.
La lluvia caía incesantemente y una fría brisa de viento hacía que Marie se estremeciera. La chica corría por las calles oscuras, huyendo del que había sido su hogar durante toda su vida. Las lágrimas hacían que su visión se volviera borrosa, provocando que la chica tropezara.
Al besar a su mejor amigo, Cody, éste había entrado en coma. Hacía tres semanas que había sucedido y el joven aún no despertaba. Sin poder aguantar más el rechazo de su padre, Marie se había escapado de casa.
Los rumores se habían propagado, rápidos como la pólvora, y ahora los vecinos no se amilanaban ni se sentían cohibidos al afirmar que Marie quiso asesinar a Cody pero no lo logró.
Durante esas tres semanas, ella ya había tenido oportunidad de sentirse lo suficientemente culpable sin que nadie tomara parte en ello. No comprendía lo que había pasado. Jamás había experimentado una sensación tan horrible como la que tuvo cuando sus labios rozaron los de su amigo.
Al principio, ambos disfrutaban del beso, como cualquier otra pareja de enamorados. Sin embargo, poco después, cuando ella sostuvo el rostro de él entre sus manos, lo sintió anormalmente frío. Marie abrió los ojos, y observó, con terror y angustia, cómo el tono de la piel de Cody había tornado a un pálido mortal. Percibió el rostro flácido al tacto, y fue entonces, cuando los ojos de él se abrieron y se volvieron al cielo, dejándose caer al suelo de la habitación de Marie.
A partir de entonces, su tía, quien nunca había sentido especial interés en tener ningún tipo de contacto físico con ella, apoyándose en lo que había pasado con Cody, se mostraba reacia a compartir espacio con ella. Poco a poco, como en un silencioso pacto, a Marie le pareció que su tía convenció a su padre para que hiciera lo mismo, y paulatinamente, sus dos únicos familiares se fueron alejando de ella.
No podía ni tan siquiera salir de casa, sin que la gente la mirara como si fuera un bicho raro. Vivía en un pueblo y no era extraño que todo el mundo supiera quién era y lo que había ocurrido con Cody.
Sin poder aguantar más la situación, la muchacha había tomado la decisión de marcharse. No estaba dispuesta a permanecer en un sitio donde no era querida. Dudaba siquiera de que algún día alguien pudiera volver a quererla. Solamente dos personas lo habían hecho: su padre y su mejor amigo. El primero la despreciaba y el segundo estaba en coma por su culpa.
Sumida en la desesperanza, Marie sólo sabía que no quería volver a tocar a nadie nunca más. Antes de besar a Cody, apenas había tenido roce con nadie, al menos, no un roce que implicara su piel desnuda durante tanto tiempo como para que pasara lo que había acontecido con su amigo.
Corriendo, casi sin percatarse, desapareció entre la espesura del bosque que circundaba el pueblo. Sin importarle que el ramaje le arañara las piernas desnudas y le rompiera el vestido, siguió avanzando entre la hojarasca, encogiéndose dentro de su abrigo.
Caminaba lentamente, consciente de que nadie iría a buscarla. Si incluso las autoridades sanitarias la habían interrogado al enterarse de que Marie era la única persona que estaba con Cody cuando entró en coma, y lo habían achacado a algún problema de salud que debía tener él, pero que aún no eran capaces de dilucidar. Por tanto, la policía no iría tras ella, porque consideraban que no tenía nada que ver con el coma del chico. No obstante, Marie sabía la verdad.
Sabía que había algo que no era bueno en ella, y que no le permitía acercarse a otras personas. En realidad, siempre lo había sabido pero se lo había negado a sí misma. Quizá, por eso, su tía, nunca se acercaba a ella y la trataba a distancia. Hubiera preferido no empezar a ser consciente de ello de una forma tan violenta.
Paso tras paso. Gota tras gota de lluvia. Lágrima tras lágrima. Marie comenzaba a entender que jamás volvería a casa, a pesar de no tener idea de adonde ir. Solamente tenía quince años, una bolsita con sus míseros ahorros y una maldición que la perseguiría hasta la muerte. Solamente debía esperar a que llegara el momento, tras una vida llena de soledad. Una vida que nadie jamás soñaría para sí mismo ni para su peor enemigo. Tal vez, lo más sensato sería vivir alejada de la civilización para no hacer daño a nadie nunca más.
El sonido de un búho ululando, hizo que alzara los ojos. Marie se quedó muy quieta, contemplando cómo el ave abandonaba el árbol que había sobre su cabeza, dejando el lugar demasiado silencioso.
El hecho de estar sola en un bosque por la noche, la asustaba y la tranquilizaba a partes iguales. Pese a que el cielo adoptaba el color típico oscuro nocturno, la luna llena era enorme, y gracias a ello, Marie podía ver lo que la rodeaba. Por eso, detenida junto al árbol del que se había ido el búho, no se atrevió a mover ni un músculo.
El corazón le palpitaba fuertemente en el pecho, haciendo vibrar su cuerpo al ritmo que marcaban sus latidos. Apretó los puños en el interior de los bolsillos del abrigo, un sudor frío recorriéndole la espalda. El silencio resultaba ahora ensordecedor y Marie sólo era capaz de mantener fija la mirada al frente.
La luz de la luna llena incidía proyectando unas sombras frente a ella, que no eran precisamente de árboles. Poco a poco, se acercaban a la chica, lenta pero inexorablemente.
A pesar de que Marie tenía claro que no iba a resultar herida si aquellos encapuchados pretendían hacerle daño, debido a su maldición, no pudo evitar sentir miedo. No obstante, no podía moverse. Era como si una fuerza invisible se lo impidiera.
Los recién llegados, vestidos de negro, no tardaron en descubrir sus rostros. Se trataba de dos chicos jóvenes y una mujer, quien se encontraba en medio de ambos.
El de la izquierda tenía una constitución fuerte, rizos rubios que le caían sobre la frente y apariencia inofensiva. Sus ojos estaban fijos en ella, hundidos en un rostro inexpresivo.
La mujer, en cambio, parecía más afable, su rostro de piel asombrosamente clara, enmarcado por una cabellera corta de un color negro brillante. A diferencia de los otros, le sonreía.
El de la derecha, era más esbelto que el otro chico y su cabello era de un atractivo tono plateado. Una de las comisuras de sus labios estaba levemente elevada, mirándola como si supiera algo que ella no.
Marie se encogió sobre sí misma, retrocediendo. Se había quedado sin habla, cayendo sobre el tronco del árbol, pendiente de las personas que acababan de aparecer de la nada y que se acercaban hacia ella.
-Tranquila, no te haremos daño- dijo la mujer, tratando de calmarla.
-No pasa nada, no vamos a morderte- se burló el chico con aquel tono de cabello tan estrafalario.
-Estamos aquí para ayudarte, querida- le aseguró ella, agachándose junto a la chica- Sabemos perfectamente quién eres y por lo que estás pasando.
Marie estaba tan impresionada, que no era capaz de responder.
-Sola, sin casa. Abandonada por tu familia por algo que no entienden- prosiguió la mujer, con seriedad- No comprenden tu naturaleza. A nosotros no hace mucho también nos pasó lo mismo. No has de temer más, querida. Puedes tener una nueva familia y mejor.
-¿Se te ha comido la lengua el gato?- se mofó el único chico que se había dirigido hacia ella hasta entonces.
La mujer le dedicó una mirada severa al muchacho.
-Cállate de una vez, Pietro.
Él se encogió de hombros, sin borrar su sonrisa pícara hacia la chica.
La mujer volvió a prestar atención a Marie, quien la miraba ahora de forma diferente. El temor había desaparecido de sus ojos, reemplazado por una chispa de esperanza.
-Puedes venir con nosotros. Te enseñaremos quién eres, te protegeremos. No eres la única a la que los humanos discriminan por ser diferente.
-¿Humanos?- reiteró ella, con un hilo de voz- ¿Qué quieres decir con eso?
-Lo que has oído, amor- terció de nuevo Pietro- Tú, yo, todos nosotros- dijo, señalándola a ella, a él mismo y a sus acompañantes- no somos como los demás. Todos los que estamos aquí tenemos nuestro encanto especial. Muéstranos el tuyo.
Los ojos de Marie se clavaron en los de él, como puñales. Su rostro había adoptado un semblante lleno de amargura y las lágrimas volvían a agolparse amenazando con escapar de sus órbitas.
-Lo mío no es ningún encanto, es una maldición- a continuación, Marie se volvió hacia la mujer- Si tanto me conocéis, ya deberíais saberlo.
-Ningún don que tengamos puede ser considerado como maldición, a no ser que no seas capaz de controlarlo- objetó la mujer, tendiéndole la mano- Ven con nosotros, querida. Te enseñaremos a manejarlo.
Marie miró la mano de ella como si fuera una pistola que la estuviera apuntando. Quiso alejarse, pero le fue imposible, ya que su espalda estaba pegada al árbol sobre el que se apoyaba.
Sin embargo, la mujer no parecía sorprendida ante la reacción de la chica.
-Tenemos algo para ti- anunció el joven de cabello rubio, hablando por primera vez. Su voz era áspera y ruda, en contraste con su rostro angelical.
Extrajo una bolsa de cuero de uno de sus bolsillos y se la tendió a Marie, quien se mostró reacia a tomarla entre sus manos.
-¿Qué es eso?- preguntó, con desconfianza.
-Nada que te vaya a hacer daño- repuso Pietro, arrebatándole la bolsa al otro muchacho, y sacando de ella unos guantes, que dejó que Marie cogiera.
-Póntelos si no te sientes segura, querida- le aconsejó la mujer.
Marie dirigió sus ojos verdes a aquellos guantes, finos como la seda. A través de ellos, podía vislumbrar su piel de un tono ligeramente bronceado, y se amoldaban a sus manos a la perfección. Se los colocó, algo contenta por haber encontrado un remedio temporal a su situación.
-Ven con nosotros- insistió la mujer-, y en poco tiempo, ya no tendrás que depender de los guantes, sino tan solo del control que ejerzas sobre ti misma.
-No sé quiénes sois- replicó Marie, ceñuda- Ni siquiera me sé vuestros nombres.
-Warren- susurró el rubio, de forma casi inaudible.
-El mío ya lo sabes- dijo Pietro, encogiéndose de hombros.
La mujer esbozó una sonrisa que no presagiaba nada bueno. No obstante, Marie, abrumada como estaba, no lo percibió.
-Raven- dijo ella, finalmente, con un deje de desdén- Ese era mi nombre humano.
-¿Acaso... no somos todos humanos?- cuestionó la muchacha, confusa.
Raven rió, de una manera que casi resultó espeluznante.
-Humanos...- bufó ella- ¿los humanos pueden hacer esto?
El rostro de Raven se transformó en el de Marie, dejando a la verdadera demasiado impresionada como para articular palabra. Poco después, volvió a adoptar el mismo aspecto de antes, pero sin mostrarle su rostro de verdad.
-¿Qué eres?- preguntó Marie, fascinada.
Pietro soltó una risita mal disimulada, expectante a lo que pudiera contestarle su líder. Warren entornó los ojos.
-Qué somos, querida- la corrigió Raven, con una sonrisa torcida- Mutantes, con una modificación genética determinante que hace que dejemos de ser simples humanos. No se trata de cualquier alteración, como puedes ver.
-¿Vosotros también sois mutantes?- dijo la chica, dirigiéndose a los acompañantes de Raven.
Warren elevó una ceja, sin decir nada. Sin embargo, Pietro esbozó una sonrisa engreída.
-Mutante, pero no un simple mutante- rió él, orgulloso.
Al segundo después, Marie se vio aceptando una rosa que le había traído Pietro. Lo más extraño era que en aquellos alrededores no había rosales y que en menos de un parpadeo, tenía a Pietro casi encima de ella.
-¿Te tele-transportas?- pudo decir Marie, apretando la rosa contra su pecho.
Pietro fingió estar ofendido.
-No exactamente, prueba otra vez- respondió, resoplando.
-No tenemos tiempo para esto, Pietro- terció Raven, aferrando el brazo de Marie y forzándola a levantarse- Tú decides, querida. ¿Te unes o no te unes a la Hermandad?
-¿Qué es eso de la Hermandad?- preguntó la chica, tratando de asimilar toda aquella información.
-Ya lo comprenderás a su debido tiempo- contestó Raven, con impaciencia- Hay muchos tipos de mutantes. Algunos se afilian a ciertos grupos. El mejor sitio donde puedes estar es con nosotros.
-¿Lo tomas o lo dejas, amor?- intervino Pietro, un brillo en sus ojos azules.
Marie lo pensó un momento. No tenía adonde ir. Nadie la quería. Aquellos desconocidos eran tan raros como ella. Lo mejor que podría hacer es irse con sus semejantes. Quizá Raven la ayudara, quizá ellos supieran como deshacer su maldición... Desechó esa última idea. Si en verdad era una mutante, no tenía arreglo. Sin embargo, tampoco podía dejar pasar la oportunidad. No tenía muchas opciones.
-Me uniré a la Hermandad- concluyó, con una sonrisa tímida.
Warren asintió, Pietro le dio la espalda y Raven la rodeó con los brazos, con cuidado de no tocar ninguna traza de su piel que quedara al descubierto.
-Has hecho bien, querida- sentenció ella, devolviéndole la sonrisa.
N/A: Me gustaría que me comentarais qué tal os ha parecido. No cuesta nada, solo sería un minutillo. Había pensado en actualizar una vez por semana, pero depende de vosotros y los reviews que enviéis. Un saludo!
