En el caos

Crowley prefiere a Bukowski antes que a Joyce. Le ha dicho que es porque detesta los detalles del segundo. Escribe para maricones. En el mejor de los casos, ángeles maricones, pero maricones al fin y al cabo. El día que lo dijo, a mediados posteriores de ese siglo XX que marcaría el fin de la humanidad, la silla en la que estaba sentado, frente a un café parisiense se rompió y él cayó de boca contra la mesa, rompiendo el vaso en el que bebía su espíritu (que Azirafel no compartía, naturalmente). Esperan a contarse un poco de todo lo que les ha pasado durante las últimas décadas en las que dejaron de verse, pero es un poco inútil porque Crowley siempre sabe en qué andan los ángeles y Azirafel también confiesa estar preparado para los avances de los demonios, así que ambos están más o menos a mano y si se siguen reuniendo es más que nada por gusto, con la excusa de intercambiar información por el mero hecho de verse y sentirse un poco más cerca en ese caos que se llama "humanidad".