notas: este es un capítulo meramente introductorio, así que perdonen que sea tan escueto y las notas tan largas.
Cronológicamente, nos encontramos en 1921, justo después del final de la serie. La locación es Berlín. Ed acaba de atravesar la Puerta y, aunque sé que no es 100% canon (recordé demasiado tarde que Ed y Alfons se conocían desde antes de vivir juntos), ignoren ese pequeño detalle a favor de la historia. Dentro de la trama de Fullmetal Alchemist, se trata de un punto medio entre el final de la serie y Conqueror of Shamballa: si no han visto alguno de los dos, absténganse por spoilers.
EdxAlfons más adelante, advertidos. Prometo que el tono dejará de ser tan serio al avanzar con la historia.
1
No estaba poniéndole atención, pensó Alfons resignado. De nuevo. Sentado del otro lado de la pequeña mesa de la cocina, la taza de café frío entre sus manos y mirando ausentemente por la ventana, Ed se abstraía del mundo, probablemente sumido en fantasías de esa vida que no existía pero que era tan real para él. Suspiró. Con el paso del tiempo había aprendido a ignorar esos momentos, a olvidar por unos minutos que, para Edward, él no era real –y todo lo que ello implicaba- y a esperar pacientemente a que el otro volviera a él.
Era difícil, a veces. Cuando lo escuchó hablar por primera vez del otro mundo, del mundo real, pensó que estaba loco. Qué otra cosa podía pensar cuando Edward le hablaba de almas contenidas en armaduras vacías y personas que jamás morían; no tenía ningún sentido entonces y no lo tenía ahora. Pero a pesar de lo que él pudiera pensar sobre esos mundos (mundos fantásticos), el dolor de Edward era real, tan real que se le estrujaba el corazón de impotencia y frustración cada vez que el rubio se sumía en esos tercos silencios en los que rememoraba compulsivamente aquella vida perdida. Había dejado de preguntarle hacía bastante tiempo por ella; no podía soportar la mirada de profunda tristeza que el otro hacía suya antes de hablar de otra cosa, de cualquier cosa mundana, que alejase la conversación de ese tema vedado.
Lo único que sabía era sobre la existencia de la alquimia –cosa fantástica e irreal fundada en principios químicos imposibles- y sobre la Puerta. La Puerta le provocaba escalofríos cada vez que pensaba en ella, además de una fascinación que Edward no dejó ir muy lejos: lo único que le dijo fue que era el único modo de regresar, y que la Puerta siempre requería el pago de algo con el mismo valor que lo que se deseaba: era la Ley del Intercambio Equivalente. Por más que preguntase, Edward no decía más sobre ese otro mundo y, cuando la insistencia de Alfons se hacía demasiada pesada de ignorar, tomaba su saco y abandonaba el apartamento sin decir palabra, regresando horas después y actuando como si nada hubiera ocurrido. Así que Alfons había aprendido a no preguntar más.
Era una mañana fría de noviembre. El invierno llevaba poco de haber comenzado y el aire, helado, estaba inundado de las hojas secas que arrastraba consigo a donde quiera que iba, producto de árboles atrasados del otoño. Edward había llegado a su puerta dos meses atrás, valija en mano y apenas pudiéndose sostener sobre la descuidada pierna de metal que se entreveía por una rotura del pantalón. En cuanto le puso la vista encima palideció terriblemente y por un segundo Alfons pensó que se iba a desmayar ahí mismo, en su puerta, y sin quererlo dio un paso hacia él, tratando de sostenerle para evitar que cayera (sus piernas no parecían poder resistirlo), pero Edward había retrocedido de inmediato, la pierna de metal chillando en descontento. Susurró su nombre tan bajo que Alfons estuvo a punto de no escucharlo, en un tono de voz cargado de incredulidad que chocaba enormemente con sus ojos, tan felices, que comenzaban a empañarse.
Alfons no entendía lo que pasaba, mucho menos quién era ese extraño en su puerta, así que ni se movió ni dijo nada hasta que el otro pareció salir de su estupor. Edward repitió su nombre con cautela y, cuando Alfons respondió tentativamente con un "¿sí…?" vacilante, toda la emoción de su rostro se evaporó como por arte de magia. No dijo nada más por unos minutos y Alfons tampoco, esperando.
Al fin el otro, metiendo las manos en el bolsillo de su saco, le había extendido una carta dirigida a él sin decir nada, aguardando en silencio mientras Alfons leía cómo Hohenheim le pedía que acogiera a su hijo bajo su techo mientras él estaba fuera; que los conocimientos del rubio le serían útiles para su investigación con los cohetes. A decir verdad, en los primeros momentos estuvo a punto de negar el pedido. El tal Edward, apoyado en el umbral de su puerta a duras penas y con una expresión iracunda en el rostro, no auguraba nada bueno ni parecía tener los conocimientos sobre mecánica y combustión que la carta le adjudicaba, a juzgar por su apariencia descuidada.
Sin embargo, confiaba en Hohenheim, y el chico necesitaba ayuda. Sin más, se guardó la carta en el bolsillo del pantalón, agachándose a recoger la valija el otro (casi vacía a juzgar por su peso) y, dando media vuelta, entró al departamento. Sintió a Edward vacilar en la puerta hasta finalmente entrar, cerrándola tras de sí. Caminaron a la cocina, uno detrás del otro. Alfons depositó la maleta en el suelo antes de sentarse en la mesa. Esperó pacientemente a que el otro hiciera lo mismo antes de comenzar a hablar.
"Edward Elric, gusto en conocerte. Mi nombre es Alfons Heiderich, aunque creo que tú ya me conoces", dijo con una sonrisa, tratando de que el rubio se relajara y abandonase esa expresión sombría que le plagara la cara. Logró justamente lo contrario. No bien terminó de hablar, Edward se levantó de la mesa, dio media vuelta y se alejó cojeando un poco, hasta salir por la puerta delantera, dejando la valija olvidada a los pies de Alfons, quien lo observó salir totalmente sorprendido.
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No volvió hasta entrada la noche, la ropa hecha un desastre de lodo que una lluvia vespertina había traído consigo. Se detuvo en el umbral de la puerta sin atreverse a entrar, mirando a Alfons fijamente entre mechones suelos de cabello rubio. No supo qué hacer. Le desconcertaban sus humores cambiantes y esa sensación de que estaba siendo examinado hasta los huesos por unos ojos miel que no se despegaban de los suyos ni por un momento.
"Perdona", fue lo único que dijo al fin sin desviar la vista de él, hurgando en sus pensamientos más profundos. "Me iré si quieres."
Alfons, sin saber muy bien el porqué, había decidido, en un segundo e irrevocablemente, que Edward se quedaría. Tenía curiosidad de saber qué era lo que el otro veía cuando lo miraba y, más importante aún, tenía lástima de ese adolescente que, de lejos, se adivinaba tan pedido.
Sus opiniones siempre son bienvenidas :).
