Aclaración legal: Fringe y sus personajes pertenecen a sus respectivos propietarios intelectuales. La historia descrita a continuación es un simple entretenimiento y ha sido ideada por pura diversión.
Wappingers Falls, condado de Dutchess (New York)
Después de todos aquellos años, tuvo la sensación de estar cometiendo un error. Había intentado repetir el metódico proceso que siempre la había mantenido a salvo, pero con éste las cosas se habían torcido y estaba improvisando. Y estaba muy nerviosa. Y tenía miedo. Con ese cóctel, nada podía salir bien.
Apretó los dientes y tiró los restos al interior del contenedor.
¡TUCUM!
Demasiado ruido. El enorme cubo estaba vacío y había dejado caer la bolsa sin pensar. Estaba llorando. Siempre le pasaba cuando llegaba el momento de librarse de ellos.
Lo hecho, hecho está. Es lo que soy.
Dejó caer la tapa con cuidado. Era de noche y no quería hacer más ruido. Bastantes cosas había hecho ya mal, desviándose tanto del procedimiento habitual.
No llames la atención. No llames la atención. No llames la atención.
Un ladrido la sobresaltó y dio un respingo. Sus pensamientos se paralizaron y vio a una mujer al otro lado de la calle, mirándola. Contuvo el aliento y huyó. Después de todos aquellos años, tuvo la certeza de haber cometido un error.
La señora Waltman no solía salir de noche casi nunca, pero su marido se encontraba mal y el perro necesitaba hacer algo de ejercicio, así que le tocaba a ella. No es que le diera miedo. Wappingers Falls era una villa pequeña y tranquila. Pero no le gustaba. Caminaba rápido, apremiando a Caspian a no entretenerse olisqueando árboles y esquinas, y mirando de un lado a otro de la calle desconfiadamente. Cuando cruzó por delante de aquel callejón, aligeró el paso un poco más pero Caspian tiró de ella. Se volvió con el ceño fruncido. El golden retriever estaba inmóvil, con las orejas tiesas, el dorado pelo del lomo erizado y la trufa temblorosa, olisqueando el frío aire.
Patricia Waltman miró en la dirección hacia la que miraba su perro -hipnotizado.
– ¿Qué es, Caspian? ¿Qué pasa? –no conseguía ver nada–. Vamos, vamos. Tenemos que volver a casa.
Seguro que era una ardilla. Caspian se volvía loco con ellas. Y entonces, su perro comenzó a gemir y dio unos pasos hacia atrás. La señora Waltman tuvo un mal presentimiento y lamentó no haber elegido otra ruta para pasear. Había escuchado algo, aunque no sabía decir qué. Caspian se puso a ladrar. Era el tipo de ladrido que lanzaba cuando quería advertir a un extraño.
Sea lo que sea, no es una ardilla.
Patricia Waltman quiso salir corriendo. Una sensación rara le golpeaba en la nuca, animándola a dejar aquel lugar bien lejos y tan pronto como fuera posible. Miró a su alrededor. Ni un alma. Estaba sola.
– ¿Caspian?... ¡Vamos! ¡Déjalo!
Tiró de la correa pero su perro no obedeció. Y Patricia vio que parecía haberse tranquilizado. Caspian comenzó a caminar hacia el callejón, con las orejas gachas, y la señora Waltman le siguió confiada. Su mascota era un buen compañero, dócil y dulce, poco dado a causar problemas. Lo que fuese que le había alertado en un primer momento, se había ido.
Cuando estaban llegando al fondo, la señora Waltman volvió a sentir aquella extraña sensación en la nuca. Reconoció el lugar. Era la parte de atrás del restaurante italiano del señor Robertson. Había cajas de madera apiladas junto a la puerta y un contenedor de basura grande. La farola que colgaba de la pared daba una luz muy débil, chisporroteando, pero Patricia podía percibir la humedad y la suciedad en el ambiente. Se le quitaban las ganas de volver a cenar allí o de comprar pizza para llevar.
Caspian se puso sobre sus patas traseras y empezó a arañar el contenedor, lloriqueando nervioso. A la señora Waltman se le hizo un nudo en el estómago.
Tendré que echar un vistazo...
Levantó la tapa con cuidado. A lo mejor un gato se había quedado atrapado... Iba a darle un infarto. Se maldijo a sí misma otra vez por haber elegido aquel camino para pasear. El pecho le iba a estallar. No volvería a sacar a Caspian de noche. Se estaba mareando. Pero del contenedor no salió nada, y no escuchaba ningún ruido raro procedente del interior. No era un gato, no parecía que hubiese ratas... Patricia Waltman se puso de puntillas y se asomó.
Ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá se hubiera quedado en casa junto a su marido. Ojalá hubiera decidido jugar con Caspian a la mañana siguiente un poco más de lo normal. Ojalá hubiera ido en otra dirección. Ojalá nada de aquello hubiera pasado. Nada. Su mente y todos sus músculos se petrificaron -la piel de la cara blanca, los ojos de par en par, el gesto lleno de aversión y terror.
