¡Hola! Vengo aquí con una historia de temática Little!Emma. Los sucesos ocurren en esas semanas de tranquilidad que transcurren en mitad de la cuarta temporada. No hay villanos. Gold está fuera de Storybrooke. Los Charming viven felizmente. Regina y Henry buscan al Autor. Emma y Hook han empezado una relación.
CAPÍTULO 1.
—¿Emma? —el leve chirrido de la puerta de entrada avisó a Mary Margaret de que su hija acababa de llegar a casa.
Era pasada la medianoche, y tanto David como Henry llevaban rato dormidos. Ella también lo estaría de no ser porque el pequeño Neal, de casi dos meses, se había despertado con la firme intención de dar guerra. Por supuesto, un biberón tibio y los brazos de su madre lo habían calmado lo suficiente como para que sus lloros no levantasen a toda la casa.
—Yo —susurró la voz de la mujer.
Mary Margaret estaba de espaldas a la puerta, en la mecedora. Giró un poco la cabeza sobre su hombro justo para ver como Emma se deshacía del abrigo y lo colgaba casi de cualquier manera en el perchero. Su hija se acercó a darle un peso en la sien, y luego se inclinó para darle otro a su hermano en la frente. Mary Margaret no pudo evitar esbozar una sonrisa al verlo. Adoraba esos gestos de Emma hacia Neal, eran tan naturales, tan propios de una hermana mayor, que incluso el abismo de edad que los separaba se hacía nimio.
—¿Todo bien con Regina? —Mary Margaret sabía que las dos mujeres habían pasado la tarde en una de esas lecciones de magia que Emma le había pedido semanas ha. Aunque todavía una parte de ella desconfiaba de la magia (no en vano más de una desgracia había traído a su familia) se alegraba de que Regina se tomase su tiempo para ayudar a Emma a controlar la suya.
—Sí, todo bien —Emma se dejó caer en el sofá junto a la mecedora y se quitó las botas para poder acurrucarse entre los cojines. A Mary Margaret no se le pasó el leve gesto de dolor que cruzó su cara al moverse.
—¿Segura?
—Digamos que la clase de hoy ha sido un poco… dura —reconoció Emma con un suspiro; rápidamente añadió: —pero productiva.
—No lo dudo —Mary Margaret puso los ojos en blanco y acunó un poco a Neal. Aunque tenía ganas de regañar a Emma por excederse con las lecciones de Regina, sabía que al final su hija haría oídos sordos y seguiría haciendo lo mismo. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja, nada la hacía cambiar de opinión. Como le ocurría a ella. Como le ocurría a David. Incluso Henry era igual de terco. Esperaba casi anhelante que Neal fuese algo más dócil. —¡Emma! —siseó al ver como la mujer había cerrado los ojos. Los abrió en el acto y la miró casi con recelo: —Creo que será mejor que te fueses directamente a la cama.
—Sí, por supuesto, es lo que iba a hacer —farfulló Emma, incorporándose.
—Buenas noches, Emma.
—Buenas noches, mamá.
Fue Henry el primero en darse cuenta del cambio.
Aquella mañana de domingo, la noche después de que Emma llegase exhausta al pequeño apartamento, despertó como de costumbre a las nueve. Los domingos era posiblemente su día preferido. Ni su madre ni su abuelo trabajaban, así que podían pasar el día todos juntos. Normalmente acababan comiendo en la Abuelita con su otra madre y con Garfio –Killian, tenía que acostumbrarse a llamarlo por su nombre –o daban un paseo y hacían un picnic. También cabía la posibilidad de quedarse en casa viendo una película si hacía mal tiempo o si Neal había tenido una de sus noches.
Ese domingo en cuestión empezaba como todos los demás. Desde la cocina ascendía el olor a tortitas recién hechas y Henry casi pudo saborear las suyas con una generosa cantidad de sirope de chocolate. Se levantó de buen humor y fue hasta la cama de Emma para despertarla, sabiendo que jamás le perdonaría el no haberle avisado que había tortitas para desayunar.
—¡Mamá, arriba!
Y todo habría seguido el orden normal de no ser porque allí no estaba su madre. Cuando Henry retiró el edredón, lo que se encontró fue un cuerpecito menudo liado entre un revoltijo de sábanas. Una mata de pelo dorado sobre un rostro redondo y pálido, unas extremidades larguiruchas y encogidas que sobresalían de entre lo que, sin lugar a dudas, era el pijama de Emma Swan.
Henry ni siquiera pensó bien lo que estaba haciendo cuando zarandeó a aquella niña por el hombro. Apenas sintió el roce, la pequeña abrió los ojos de par en par y se incorporó como ayudaba por un resorte. Quedó de rodillas sobre el colchón, el pelo aún sobre el rostro y una expresión de auténtico pavor. Estaba a punto de llamar a sus abuelos cuando la niña comenzó a gritar.
—¡Henry! ¡Emma! —David apenas tardó en aparecer en la habitación. Era fácil adivinar que el grito de la niña lo había pillado cambiándose de ropa. Llevaba unos vaqueros desabrochados y todavía la camiseta del pijama.
—¡Abuelo! ¡Apareció de la nada! —Henry se acercó a él y dejó que le rodease con uno de sus musculosos brazos. Con David allí seguro que pronto encontrarían una explicación razonable a lo que había pasado.
—¿Cómo? ¿Quién es? ¿Dónde está tu madre? —David escrutó a la niña, intentado saber si la había visto antes en Storybrooke. El pueblo tampoco era excesivamente grande, y teniendo en cuenta que Mary Margaret había vuelto a su puesto de profesora en la Escuela Primaria, conocía de vista a la mayoría los de los niños de allí. Pero aquella chiquilla escuálida parecía demasiado pequeña para ir todavía a primaria.
—No lo sé, cuando me he despertado ella estaba durmiendo en su cama. Y lleva su ropa —apuntó Henry con desconfianza.
—Hola, hola, pequeña —David decidió que la única persona que en ese momento podía darles una explicación era la propia niña. Retiró el brazo de los hombros de Henry y se acercó hasta la cama. Hizo el intento de apoyarse en el colchón, pero la niña realizó un movimiento brusco y casi de un salto bajó de la cama por el otro lado. —Ey, está bien. Puedo quedarme aquí —se alejó un paso de la cama. —¿Mejor? —se dijo a si mismo que posiblemente Emma la habría encontrado en la calle. La pequeña tenía una expresión de auténtico miedo y sus ojos verdes, de un verde intenso y extrañamente familiares, tenían un brillo de tristeza que le sobrecogió. David se dio cuenta de que tenía un moratón en la barbilla, aunque ya tenía un tono amarillento, señal de que estaba desapareciendo. —¿Te ha traído Emma a casa? —al darse cuenta del desconcierto de la pequeña, decidió probar de otra manera. —La sheriff Swan, ¿te ha traído ella?
La niña estaba a punto de contestar, pero los pasos de Mary Margaret subiendo las escaleras la callaron.
—¿Qué está pasando aquí? —entró con el pequeño Neal en brazos. —¿David? ¿Quién es…? ¡Oh!
—Esperaba que tú pudieras decírnoslo —suspiró David sin apartar la vista de la niña. —¿Sabes si Emma la trajo anoche? ¿Sabes dónde está Emma?
—¡David! —Mary Margaret se apresuró a dejar a Neal entre los brazos de Henry y rodeó la cama de Emma para ponerse junto a la niña, que la miró con desconfianza y se alejó todavía un poco más hasta pegar la espalda contra la pared. Mary Margaret tomó aire profundamente y se puso de cuclillas para poder mirarla directamente a los ojos.
—Te llamas Emma, ¿no es así? —le preguntó suavemente, usando el mismo tono que empleaba cuando le hablaba a Neal.
Y muy lentamente, la niña asintió con la cabeza.
Habían dejado a Neal en su cunita. Por fortuna el bebé nunca tenía problemas para dormir y durante un par de horas no iba a dar mayores problemas. Por otra parte, Mary Margaret había convencido a la pequeña Emma para que bajase a la cocina y tras varias palabras amables había conseguido que comiese un par de tortitas. La niña las devoró con ansia, aunque estuvo un buen rato mirándolas con desconfianza, como si no pudiese creer que aquello fuese para ella.
—Entonces, ¿no recuerdas como llegaste hasta aquí? —preguntó Mary Margaret, nerviosa. Estaba de pie al otro lado de la barra observando como Emma se limpiaba con la lengua los restos de sirope de los dedos. David estaba apoyado a su lado, igual de sorprendido. Henry, en el sofá, hojeaba vigorosamente su libro de cuentos en busca de una respuesta coherente.
—Estaba en el cuarto oscuro, y luego me quedé dormida. Y después él me despertó —señaló a Henry casi con enfadado, como si él fuese el culpable. —¿Vosotros sois los nuevos padres de acogida? Papá Pickles me dijo que me iban a devolver.
David y Mary Margaret intercambiaron una mirada de desconcierto. Por muy increíble que pareciese, aquella chiquilla era Emma. Su Emma. Por alguna razón había vuelto a convertirse en su versión infantil, con todos los recuerdos de esa época. Y aunque sabían que lo primordial en ese momento era que volviese a ser la de siempre, ninguno de los dos pudo evitar sentir que aquella era una oportunidad única. A pesar de estar bastante delgada, de los golpes que tenía en la cara, del pelo revuelto y mal cuidado, la pequeña Emma era una criatura bonita. David se sintió culpable al no haber reconocido al instante aquella mirada verde, tan similar a la de su mujer.
—¿Te gustaría quedarte aquí una temporada? —le preguntó Mary Margaret mientras le retiraba el plato vacío y lo dejaba en el fregadero.
—Lo que diga Mindy —la niña se encogió de hombros. —¿Mindy ha hablado con vosotros?
Los adultos volvieron a mirarse. Mindy posiblemente sería la asistencia social que había llevado el caso de Emma. Mary Margaret intentó hacer memoria, recordar si alguna vez la Emma adulta le había hablado de esa tal Mindy, pero no lograba acordarse de ninguna conversación en la que hubiera salido. Tampoco es que hablase mucho de su infancia, y menos de sus primeros años. A parte de aquella familia que la devolvió cuando tuvieron un hijo propio, poco más sabía.
—Claro, ¿cómo ibas a estar aquí si no? —repuso David de forma jovial, pero la niña le clavó una mirada de desconfianza. Apenas minutos antes aquel hombre le había preguntado qué hacía allí.
—¿Él también se va a quedar un temporada? —la pequeña Emma señaló de nuevo a Henry, que había dejado el libro a un lado y miraba la escena con desconcierto.
—Oh, no —Mary Margaret pensó bien en lo que diría a continuación. No sabían si esta versión de Emma había sido traída del pasado, o si recordaría algo cuando volviese a ser la Emma de siempre. Si es que volvía. —Él es Henry, es el hijo de una amiga —de momento bastaría con nombrar a una de las madres de Henry. —Pero pasaba tiempo con nosotros, es un amigo.
No muy conforme con aquella respuesta, la pequeña volvió la cabeza hacia la cuna.
—¿Y el bebé?
—Se llama Neal —explicó Mary Margaret con cautela, insegura ante lo que decir a continuación. Miró a David en busca de apoyo y él asintió levemente con la cabeza. —Es nuestro hijo. —Y entonces se dio cuenta de que no se había presentado. Durante todo aquel tiempo, Emma había estado sentada delante de dos auténticos desconocidos. —Yo me llamo Mary Margaret, y él es mi marido David. Neal es nuestro bebé.
—Oh —Emma se mordió el labio inferior y desvió la mirada hasta el bajo de la camiseta que llevaba puesto.
—Abu… Mary Margaret, deberíamos llamar a mi madre —opinó Henry.
—Sí, buena idea, Henry —David chasqueó los dedos y fue hasta la zona de estar para coger el teléfono.
—Bueno, Emma, ¿qué te parece darte un baño mientras esperamos a que llegue la mamá de Henry? —propuso Mary Margaret intentando mantener un tono alegre. El pelo revuelto de Emma, los churretes de su cara, las uñas llenas de mugre, todo pedía a gritos agua y jabón. Mary Margaret no podía concebir como los adultos que supuestamente estaban a cargo de su pequeña la habían descuidado hasta ese punto.
—No tengo mi ropa —musitó la pequeña sin mirarla a los ojos.
—No te preocupes, ya nos las apañaremos —le prometió Mary Margaret, pasando una mano por los hombros para ayudarla a bajar del taburete. Miró a David, que ya estaba llamando a Regina y una mirada bastó para que ambos se entendiesen. David tenía que pedirle a Regina ropa vieja de Henry.
Emma pronto se deshizo del roce de la mujer y Mary Margaret tomó nota mentalmente de que, al igual que su versión adulta, a la pequeña Emma tampoco le gustaba el contacto físico.
Mary Margaret llenó la bañera de agua caliente (así es como le gustaba a Emma, caliente hasta que se le enrojeciese la piel) y decidió que a cualquier niño pequeño le apasionarían las burbujas, así que no se cortó a la hora de echar jabón. Luego se sentó en el váter y fingió estar concentrada en su reloj de muñeca mientras la pequeña Emma se desnudaba. Sin embargo, no pasó por alto los moratones de sus bracitos, como si alguien la hubiese agarrado con demasiada fuerza, ni lo que parecían arañazos en su espalda.
—Yo puedo sola —dijo la niña firmemente cuando vio que Mary Margaret se arrodillaba junto a la bañera.
—¿Estás segura? —Mary Margaret llevaba en la mano el champú de vainilla favorito de Emma, segura de que a la versión infantil de su hija le gustaría igual. —Puedo enjabonarte la cabeza si quieres.
La niña la miró dubitativa y volvió a morderse el labio inferior. Acabó por encogerse de hombros en lo que Mary Margaret entendió como una aceptación a su ofrecimiento. Intentó disimular la alegría que poder hacer aquel gesto tan simple le producía, procedió a enjabonar bien la cabeza de su hija. Su hija. Así debería haber sido siempre, pensaba mientras sus dedos frotaban el cuero cabelludo de la niña. Emma jugando con el agua mientras ella le lavaba la cabeza. Tendría que haber sido capaz de disfrutar de aquello durante muchos años.
—Emma, ¿cuántos años tienes? —por su peso y altura, había calculado que cuatro. Cinco como mucho. Pero había algo en su forma de moverse, de hablar, que la hacía parecer más madura. Mary Margaret lo había achacado al tipo de vida que había soportado, aunque no estaba de más asegurarse.
—Seis.
Seis. Seis años. Aquella criatura pequeña tenía seis años. Mary Margaret sintió como si le hubiesen tirado un jarro de agua fría. Ella no había sido una niña frágil, y sabía que David había sido también un zagal sano, grandote. Incluso recordaba que Henry a esa edad había sido un chiquillo más bien robusto. ¿Por qué entonces su hija era tan pequeña? ¿Es que acaso no la alimentaban bien?
—Mira, te estás convirtiendo en una pasita —bromeó al cabo de un rato, cuando el cabello de Emma estuvo aclarado. Le había dejado juguetear un rato en el agua, pero ya las manitas de la niña empezaban a arrugar. —Vamos a secarte.
Cogió la toalla de Emma y la abrió para que la niña se envolviese en ella. Durante unos instantes la pequeña se quedó sentada en la bañera, desconfiada. Pero acabó por incorporarse y dejar que la mujer tapase. Mary Margaret la alzó para sacarla de la bañera (apenas pesaba, y eso la asustó) y le secó un poco la cabeza con la punta de la toalla. Emma ni siquiera protestó.
—¿Qué te parece si te seco el pelo mientras esperamos a que llegue la mamá de Henry con ropa?
Emma asintió con la cabeza. Mary Margaret volvió a sentarse en el váter, esta vez con Emma envuelta en la toalla sobre su regazo. Con el peine de la versión adulta de su hija, le deshizo los enredos. Al principio le costó un poco, parecía que hacía tiempo que nadie se molestaba en pasarle un cepillo. Emma contrajo el rostro un par de veces, pero no se quejó. Mary Margaret no supo decir si era porque realmente no le dolía tanto o porque tenía miedo de decir algo. Por fin, cuando las cerdas del peine pasaron con facilidad sobre sus mechones rubios se decidió a coger el secador. Por suerte Emma tenía el pelo corto, ni siquiera le llegaba a la altura de los hombros. Se percató de que no era un corte muy cuidadoso.
—¿Quién te ha cortado el pelo, Emma? —le preguntó, casi terminando.
—Mamá Pickles —musitó la niña. —Dijo que no le gustaban mis trenzas. Me llegaban hasta aquí —puso una mano a la mitad del pecho. —Sally siempre me hacía trenzas. Sally era mi otra mamá, antes de mamá Pickles.
—Yo creía que tendrías que estar muy guapa con trenzas —afirmó Mary Margaret, intentando imaginársela. Emma entristeció el gesto y se llevó una mano a sus cortos mechones. —Aunque ahora también estás muy guapa —le aseguró la mujer rápidamente. —Mira, yo también llevo el pelo corto.
—¡Mary Margaret, Regina ha llegado! —le avisó la voz de David desde el otro lado de la puerta.
—¡Ya salimos! —terminó de peinar a Emma y la dejó en el suelo, aún bien envuelta en la toalla. —Vamos, voy a presentarte a una amiga.
