.
.
Capítulo XXXIII
Los dos días siguientes Candy intentó esconderse de Albert. Estaba avergonzada por lo ocurrido y nerviosa por lo que intuía que podía ocurrir. Lo deseaba tanto, y más tras sus últimas palabras, que tenía miedo de verlo y tirarse a su yugular directamente.
Albert, molesto, necesitaba hablar con ella y aclarar de una maldita vez todo aquel juego que se estaba volviendo contra él, pero Ona se había atrincherado en la puerta de la habitación de Candy y no le permitió entrar.
El segundo día por la tarde, mientras los hombres ayudaban a O'Brien a arreglar su granero, Karen, aburrida y cansada del teatro de su hermana, propuso a Ona ir a Dornie de compras. Seguro que los encargos que había hecho la última vez que fueron al pueblo ya estaban allí. Aquello emocionó a Rous, que comenzó a aplaudir como una loca porque la mayoría iban destinados a ella. Una hora después las cuatro mujeres marchaban para Dornie en la furgoneta azul.
Al salir de la tienda de Dornie escucharon una voz que a Ona le puso la carne de gallina.
—¡Yayita! ¡Yayita Ona!
Y allí estaba Lexie, su pequeña biznieta de cinco años. Las últimas semanas había echado en falta su corretear por la granja.
—Pero cariño mío ¿qué haces aquí? —preguntó la anciana abrazándola.
—Voy al cumple de Sarah —contestó la niña. Después se dedicó a mirar a las dos desconocidas—. ¿Quién son esas mujeres, yayita?
—Unas amigas —respondió Rous.
Lexie pareció que en aquel instante por fin la reconocía.
—¡Tita Rous, qué guapa estás! —le gritó saltando a sus brazos.
La niña, indiscutiblemente, era de la familia. Tenía el mismo pelo cobrizo que Archie y los labios carnosos de Rob.
—Hola —saludó Karen—. ¿Quién eres?
—Soy Lexie —dijo con cautela, para luego dirigirse a Ona— y ella es mi yayita.
—¿Es tu nieta? —preguntó Candy sorprendida.
—Sí— Ona les guiñó el ojo—. Es hija de Patrick.
Una mujer de mediana edad se unió al grupo.
—Buenas tardes —saludó.
—Hola, Joana —le sonrió Ona—, dice Lexie que vais de cumpleaños.
—Sí —y viendo la cara de desconcierto de la anciana, dijo—. Venga, Lexie, llegaremos tarde.
—¿Cuándo puedo volver a la granja? —la niña no deseaba marcharse—. Quiero estar con el yayo y con los animales.
—No te preocupes, mi amor —susurró Ona, besándola—. Seguro que tu padre pronto te traerá de vuelta.
—¡Qué bien! ¡Yupi! —gritó la cría y tras darle un beso a todas, incluida Candy que no se apartó, se marchó saltando hacia el cumpleaños de la mano de Joana.
—Qué rica es —sonrió Karen—. Es una monada de niña.
—¿Quién es Patrick? —preguntó Candy.
—Es un muchacho al que todos queremos mucho en casa—mintió Ona, haciendo sonreír a Rous—. Oh… ahí está Amanda, voy a saludarla —dijo la anciana dando por zanjado el tema.
Cuando regresaron los hombres a la granja, extrañados por no encontrarse a Ona trasteando en la cocina, subieron a ver a Rob.
El anciano estaba emocionado escuchando música en el MP3 que Karen le regalo para su cumpleaños mientras jugaba en el portátil que Candy también le regaló.
—¡Vaya, abuelo, qué moderno! —sonrió Archie al entrar en la habitación.
—Abuelo —añadió Albert divertido—, eres un auténtico hombre del siglo XXI.
Nunca hubiera imaginado que con su edad le atrajeran tanto las nuevas tecnologías. Pero desde que habían llegado Candy y Karen con todo su arsenal informático, Rob había rejuvenecido diez años. Al igual que antes se pasaba el día entero atontado, ahora estaba siempre jugando con el portátil o escuchando música.
—Oh… me encanta esta música española —sonrió el anciano quitándose los cascos.
—Abuelo —dijo Albert pasándole con cariño la mano por el pelo—. Te estás volviendo todo un experto informático.
—La pena es que no tengamos línea ADSL —el comentario los dejó alucinados.
—¿Pero tú sabes lo que es eso? —sonrió Archie.
—Por lo que me ha explicado Candy, es algo parecido al teléfono, con la diferencia de que tienes ante ti el mundo en imágenes—asintió el anciano—. Me ha comentado Candy que con esa cosa se pueden ver películas, documentales, partidos, e incluso se puede jugar o hablar con otras personas aunque estén en Australia. ¡Qué maravilla!
—Tendré que hablar con Candy —se mofó Albert—. Está creando un monstruo.
—Por cierto, Albert ¿Sería muy caro conseguir una de esas líneas ADSL? —preguntó el anciano.
—¡Por todos los santos, abuelo! —exclamó al escucharlo—. ¿Lo dices en serio?
—Por supuesto —asintió—. Quisiera poder hablar con Candy y con Karen cuando regresen a España. Ellas tienen ese tipo de línea en sus casas.
—Hablando de mujeres —preguntó Archie—. ¿Dónde están?
—Han ido de compras a Dornie. Creo que iban al pueblo a recoger un aparato parecido al horno, pero para calentar la leche.
—¿Un microondas? —exclamó Albert.
—Sí, sí, eso, y un par de cosas más.
—Me dejas de piedra —susurró Archie mirando a su primo.
—Y yo no me lo puedo creer —protestó Albert—. Llevo años intentando traer uno a la granja y Ona siempre me amenaza con que ese trasto no entra en su casa y ahora, en menos de un mes, estás españolas lo meten en su cocina.
—Cosas de mujeres, Albert —respondió Rob—. En eso, si no quieres salir escaldado, te aconsejo que no te metas.
En ese momento el ruido extraño de un motor y los ladridos de Puppet, hicieron que Archie y Albert se asomaran a la ventana.
Un coche en color rojo se acercaba.
—¿Quién es? —preguntó Rob con curiosidad.
—No lo sé —Albert salió de la habitación junto a Archie para recibir a la visita.
Una vez en el porche de la granja, Albert observó cómo el vehículo estaba cada vez más cerca. No le sonaba de nada, y cuando paró el motor y de él sé bajo un tipo moreno, vestido con ropas caras y un abrigo azul hasta los pies, un extraño presentimiento lo alertó.
—Hola, buenos días —saludó el hombre en perfecto inglés.
—Buenos días —respondió Albert sin moverse—. ¿Qué se le ofrece, amigo?
—Busco la granja de los Buttler —dijo nervioso, mirando un papel mientras un perro le gruñía—. Concretamente la de Robert Buttler.
— Puppet —llamó Albert—. Ven aquí.
El animal, sin dejar de mirar al extraño, le obedeció.
—¿Para qué busca a Robert Buttler? —preguntó Archie con curiosidad.
—Me han informado que tiene alojadas a dos señoritas. Españolas. Candice y Karen White —informó el hombre.
—El caso es que me suena haber escuchado algo —asintió Archie mirando a Albert.
—¿Por qué busca a esas mujeres? —preguntó Albert.
—Es un tema personal —el hombre parecía incomodo—. Pero digamos que a quien busco es a mi novia Candice. Tenemos pendientes unos asuntos que no se pueden demorar.
Al escuchar aquello Albert se quedó sin habla. ¿Su novio? Creía recordar que ella le había dicho que estaba soltera y sin compromiso. Iba a contestar cuando la puerta de la granja se abrió y Rob salió.
—Buenos días, caballero —saludó con su fuerte voz—. He oído que está buscando a mi buen amigo Robert Buttler. ¿Es así?
Archie y Albert se miraron para dirigir después sus ojos sobre su abuelo.
—Así es, señor.
—¿Con quién tengo el placer de hablar?
—Disculpe —y quitándose el impoluto guante de cuero dijo—. Mi nombre es Daniel Leagan de Jerez, aunque puede llamarme Neall.
—Neall —repitió Rob percatándose de que aquel era el patán que había jugado con los sentimientos de Candy, mientras Albert y Archie, callados, lo observaban.
—Sí señor. Neall.
—Abuelo, deberías volver a la cama —señaló Albert confuso—. Hace frío. Yo me encargaré de esto.
—Oh… no te preocupes —sonrió sin apartar su mirada del extraño, y dándole un par de palmaditas en la espalda dijo—. Creo que has equivocado el camino, amigo Neall.
Al escuchar aquello, Albert y Archie se miraron. ¿Qué hacía Rob?
—¿En serio? —protestó cogiendo un mapa—. Me dijeron que la granja de Robert Buttler estaba por aquí.
—Pues quién te informó te informó mal. Yo soy Robert Bucker. Creo que de ahí viene el error. Mi amigo Robert Butler, se mudó hace menos de un mes, y ahora que lo pienso, dos muchachas muy bonitas se marcharon con él.
—¡Maldita sea! —gruñó Neall contrariado—. ¿Sabría decirme cómo encontrar esa granja?
—Por supuesto —asintió Rob y volvió el mapa—. La granja de mi amigo Robert Buttler está aquí —dijo señalando en el mapa.
—¿En Durham? —gritó Neall—. Pero si eso está…
—Cuánto lo siento muchacho —interrumpió Rob, dándole nuevos golpecitos en la espalda—. Pero creo que quien te ha informado te ha tomado el pelo.
La cara de desconcierto de Neall poco se diferenciaba de la de incredulidad que mostraban las de Albert y Archie, que sin despegar la boca observaban y escuchaban el desparpajo de Rob mientras mentía como un bellaco.
—Por cierto, muchacho —añadió Rob—. ¿Quieres pasar a tomar algo? Hoy hace frío. Tenemos whisky y café.
—No, gracias —respondió aquél—. Tengo prisa.
«Antes muerto que quedarme en esta pocilga», había pensado Neall.
—Creo que deberías parar en algún pueblo a dormir, y mañana continuar hacia Edimburgo —advirtió Rob andando hacia sus nietos—. Esta noche parece que habrá ventisca.
El hombre asintió de mala gana, y tras montarse en el coche, con gesto huraño, se despidió y desapareció en pocos segundos por el mismo sitio por el que había venido.
Incrédulos por el montón de mentiras que había soltado su abuelo, los dos le siguieron hasta la cocina, donde Rob sirvió tres cafés mientras se sentaban a la mesa.
—Abuelo —sonrió Archie—. Eres mi ídolo. Yo de mayor quiero ser como tú.
—Abuelo —Albert no estaba tan sereno—. Has mandado a ese idiota al otro lado de Escocia para que te busque… ¿Por qué?
—Para que un idiota como tú tenga tiempo para conseguir lo que un idiota como ése perdió —lo dijo con tanta serenidad y firmeza que no admitía réplica—. A ver si espabilamos, Albert, y esto va también por ti, Archie. ¿O acaso vais a permitir que dos preciosas mujeres como Candy y Karen se os escapen?
Sin decir nada más, el anciano se marchó a su habitación, donde se volvió a colocar los cascos y pulsó el botón del play mientras empezaba a silbar.
Aquella noche, cuando Ona y las muchachas llegaron a la granja, Albert y Archie estaban sentados en los escalones de entrada.
Candy, al ver a Albert, maldijo en silencio. No quería hablar con él, necesitaba aclarar sus sentimientos y sabía que con él delante era imposible. Por lo que pasando por su lado lo más rápido que pudo se escabulló hasta su habitación, donde se desvistió y se puso el calentito pijama de tomatitos cherry e inmediatamente se metió en la cama y se durmió.
Los dos hombres ayudaron a meter las cajas en el interior de la cocina de Ona, después Albert, malhumorado, cogió su moto y se marchó. Por su parte, Archie agarró a Karen por la mano y tras besarla con dulzura, la sorprendió invitándola a tomar algo en Keppoch y ella accedió.
CONTINUARA
