Capítulo 33

El inconveniente de las recurrentes visitas de Elsa a la oficina de Hans era que el joven rey consorte había debido esperar a que ella partiera para poder envolver su obsequio de Navidad. Solo eso, puesto que la rubia no era entrometida como su hermana o su gato y todos los artículos estaban a salvo a pesar de que a él no le suponía tanta molestia que se enterase —como habría pensado.

A consecuencia de ese detalle, Hans estaba alistando su regalo minutos antes de la cena, precavido de la puerta. Tenía una brillante tela plateada y un listón de rayas azules y blancas como envoltorio que no harían nada para ocultar el interior, pero se verían bien.

La tarea le tomó menos de lo que había previsto y se vio con tiempo que matar para la llegada de la cena, aunque lo único que pudo hacer fue observar el moño que acababa de hacer, absorto en ningún pensamiento… Hasta que su mente creyó ideal imaginar la sonrisa que Elsa pondría con su nueva posesión, lo cual también le hizo pensar en la escena del día anterior.

Necesitó inspirar y espirar al repetir el ameno —cautivador— sonido de la risa de su esposa… una melodía fresca, agradable, genuina y nueva para sus oídos que lo había concentrado al punto de que había tardado unos momentos en notar la vacía estancia.

Ya se había acostumbrado a su falta de carcajadas; ella tenía un humor cínico y una expresión contenida, de manera que esa clase de reacciones no existían; por supuesto le había causado sorpresa.

(Había sido esplendorosa riendo sin contenerse.)

Hans parpadeó perplejo, guardando el regalo en un cajón para luego rascar su mentón pensativo.

Deteniéndose a analizar esa respuesta natural de Elsa y lo que le había precedido, era evidente que había una menor tirantez en la reina desde un poco antes. De hecho, últimamente había gestos más amistosos en su trato, no de un modo exagerado, sino acorde a su personalidad…

Apenas tenía plena conciencia de ellos; existía un abismo entre su interacción al principio de su matrimonio y la actual.

Se sentía bien ser receptor de eso.

¿Ella también había analizado que sería lo mejor para sus hijos?

Tuvo un repentino rumor en el pecho y posó su palma arriba de su esternón. —¿Por qué? —formuló casi sin ruido, preocupado de tener un problema.

Exhaló ante la falta de otro quejido, volviendo a lo que estaba.

Sí, una relación amistosa con la futura madre de sus hijos era positivo. Tendría un efecto distinto al que había tenido en él la indiferencia mutua entre sus padres —la única cosa que pudo presenciar por el agotamiento en su madre después de que él naciera, que le había quitado todo interés en ella por parte de su marido, según Lars.

Se sintió contento al creer que sus hijos tendrían una opinión de sus padres diferente a la suya.

Su experiencia no sería la misma que su infancia.

{…}

Hecha su elección de lectura, Elsa abandonó la biblioteca sujetando el libro de poemas y sonetos alemanes y el diccionario contra su pecho. Su conocimiento del idioma era regular y requería de ayuda para entender correctamente las frases.

A unos cuantos pasos se cruzó con Kristoff. No lo había visto en los últimos tiempos y tuvo la oportunidad de apreciarlo brevemente; parecía delgado, así como más taciturno de lo habitual. Su desacuerdo con Anna —del que se mantenía en la oscuridad— estaba teniendo un impacto considerable en él, superior a las bolsas bajo los ojos y mirada triste de su hermana.

Estaba ligeramente agradecida que animarlo de algún modo significara hacer trampa en su acuerdo con Hans. Por esa imagen penosa, obvia de su sufrimiento y nada común en un reservado como él, le habría dicho una o dos palabras amables sobre su hermana y el amor que le tenía; sería raro de su parte, pero cuando una persona solitaria y celosa de su intimidad expresaba su aflicción, denotaba la importancia de lo que ocurría.

Era bueno que la magia de la Navidad sirviera para arreglar su problema.

(Confiaba en ello, o perdería su apuesta.)

La fecha más importante para Anna los ayudaría. La Navidad estaba cerca, tanto que esa semana comenzarían a poner adornos en el castillo.

Sonrió. Tendría que vagar con Hans fuera de la oficina para presenciar su momento de victoria. Los atraparían bajo un muérdago…

En lugar de pensar en su escena de triunfo, Elsa recordó su propio acontecimiento con la ramita, su marido y su gato; no todo, porque solo tenía en su memoria un beso y unas caricias infames de parte de él, olvidadas las palabras intercambiadas.

Dio un respingo al oír un chasquido y sentir una mano en su brazo izquierdo. El corazón le emprendió una carrera con gran potencia.

—Lo sabía.

Pestañeó.

Se abochornó sabiendo que se había perdido en el recuerdo, olvidándose que caminaba. Eso no le sucedía a ella. ¿Por qué había ocurrido?

Y alguien lo había visto.

Hans.

—¿De qué hablas? —cuestionó en correspondencia a sus palabras mientras él la soltaba.

Se distrajo al detectar un olor que le dio cosquillas al estómago, no alzando la mirada para ver el rostro de él.

En la mano izquierda de su esposo descubrió una bolsa de papel, la cual debía desprender ese aroma a pan y canela.

Eran postres de la panadería de los Sinason.

—Me refería a que no ibas atenta y te habrías chocado, por eso me metí en tu camino.

Asintió distraída.

—Estas galletas son recién hechas, están tibias. —Escuchó la diversión en voz de él.

Elsa elevó la mirada curvando su boca en una sonrisa torcida. El año anterior se había perdido de cosas como esa por evitarlo; a él no le gustaba lo dulce, pero los postres de los Sinason eran tan buenos que, desde haberlos probado en su estancia pasada, él no podía evitar su consumo.

Lo sabía porque empezaba a conocer los gustos de él. Estos, a excepción de lo dulzón, no diferían demasiado de los suyos.

—Pretendía buscar un libro, puedes llevarte la bolsa a mi oficina. —Él le tendió la mencionada.

—¿Hablas alemán? —inquirió sin cogerla, sintiendo una emocioncilla en su interior. Podría serle de uso.

Él frunció el ceño y regresó el brazo a su costado.

—Mi pronunciación es elemental, Hildbrand se ríe de ella cuando entabla conversaciones conmigo en la lengua de sus ascendientes, mas la leo y entiendo; es país vecino al mío, después de todo. ¿Por qué el repentino interés?

—¿Cuántos idiomas hablas? —Quiso saber antes de hacerle su petición.

—En esencia, siete; domino tres. —Ella incluía cinco en sus conocimientos, manejando bien el inglés y el francés además de su lengua natal. —El noruego es tan parecido al danés que no lo incluyo. ¿Por qué?

—Tengo esta obra que no he leído, está escrita en alemán.

El bermejo se encogió de hombros pensando que sería suficiente para entretenerse un rato, como tenía intención. Extendió su mano galante, invitándola a su oficina.

Al entrar él depositó la bolsa con galletas en la mesa y se dirigió al estante con bebidas. Sirvió un ponche de manzana y naranja en dos vasos de whisky.

Cuando se dio la vuelta vio que Elsa se había sentado en una de las sillas ante el escritorio, acomodando el asiento para que mirara recto a la superficie de madera.

Fue hacia ella. —He pedido que me lo prepararan sin alcohol —comentó colocando los vasos en el escritorio.

Ella agradeció silenciosamente.

La silla restante estaba en diagonal, así que la colocó con un brazo perpendicular a la mesa. Al sentarse, sus rodillas quedaron cerca de la pierna de Elsa, sintiendo el pequeño calor que emanaba; solo requería moverse un poco para rozar sus cuerpos.

—Por favor —le dijo él sujetando la bolsa de papel para que introdujera su mano y sacara una de las galletas de avena con canela. Ella lo hizo y él le siguió.

Dio un mordisco a su galleta y agarró el libro en el borde de la mesa. Sonrió sucintamente al leer de qué trataba. Varias veces había dado vistazos a sus lecturas y, antes que novelas de género múltiple, ella optaba por poesía, razón de incluir poemas rúnicos antiguos en sus diseños de muebles.

Ella lo detuvo al tratar de devolverlo a su sitio y lo puso en sus rodillas, donde lo abrió. Inclinándose, él apoyó su codo en el escritorio para poder mirar las páginas.

La primera poesía estaba dedicada al invierno y ella no requirió su ayuda, sonriendo conforme leía. Hans reparó, también, en que sus facciones se suavizaban y sus ojos expresaban alborozo.

(Viéndose invitado a sonreír como ella.)

A la tercera hoja, Elsa señaló una palabra con su dedo y él la cambió a su entendimiento, haciéndolo en otras ocasiones de la página hasta reír divertido en una ajena a él.

—La desconozco —admitió moviendo el brazo para tomar el diccionario.

Su consulta se repitió unas veces más, trayendo una risa pequeña a Elsa al reprenderse a sí mismo por no conocer un sencillo término.

—Ah, Goethe, su obra atiende a nuestros idiomas —declaró en el cambio de hoja, desanimado.

Mordió su galleta dulce para borrarse un amargo recuerdo.

—¿Te gusta? —preguntó Elsa enfocando sus interesados orbes cerúleos en él.

—No particularmente —dijo tras masticar, sin apartar la vista de ella.

Bebió de su vaso y suspiró.

—A mi padre sí, o por lo menos sus poesías fueron sus favoritas, si bien no creo que llegara a comprenderlas. —Rió negando. —Yo tampoco, las aprendí en inglés a los diez años para recitárselas una vez que enfermó. Él odiaba que fuesen alemanas, no era partidario de ellos, pero sabía el idioma por obligación.

La manera en que la mirada de Elsa se ablandó le provocó incomodidad y rareza. —¿Qué le pareció? —murmuró ella.

Encogió los hombros recorriendo el borde de su vaso con el dedo. —Nunca me dejó decírselas, interrumpiéndome confundido y otras veces más interesado en quejarse, entonces un sirviente me sacaba de la habitación.

Él se había esforzado horas, sacrificando sus paseos a caballo, para hacerlo perfecto. Y no había conseguido su objetivo.

—¿La recuerdas?

—Lo hice al leerla. —La mente podía ser malvada.

Elsa curveó su boca afablemente. —¿Puedo oírla? —preguntó con un tono cuidadoso.

Él no encontró la voz en un corto lapso de tiempo.

Aquella petición había llegado a lo profundo de su gastada alma. Paz y agradecimiento florecieron en su interior, brotando con delicadas caricias desde el centro de su cuerpo. Todo el que supiera de su práctica no había pedido escucharle y ella era sí.

Asintió y se aclaró la garganta.

—Bienvenida y despedida.

Con sus dedos señaló la página del libro, pero su atención permaneció en el expectante rostro de ella.

Mi corazón latía, ¡pronto, al caballo!

Antes de que lo pensara sucedió,

la tarde acunaba ya la Tierra

y la noche pendía de las montañas.

Ya estaban las encinas de bruma cubiertas

cual enormes gigantes,

y desde los matorrales las tinieblas

con cien ojos negros miraban.

La Luna desde la nubosa colina

miraba lastimera sobre la bruma,

los vientos tendían sus suaves alas,

silbando terribles en mi oído;

la noche creaba mil espantos,

mas firme y alegre era mi ánimo:

¡qué fuego en mis venas,

qué llamas en mi corazón!

De algún modo, el sentimiento en las últimas líneas se traspasó a su piel, albergando calor en su organismo. Debía ser la lastimera y resentida emoción hacia su padre humeando su ser.

Elsa se había reclinado sobre la silla para oírle con más aprecio. Ella le regaló una sonrisa, espiando a su dedo que se había movido apuntando a cada línea en el idioma original, animándole a seguir.

Se humedeció los labios, repentinamente resecos, y continuó:

Te vi y una suave alegría

fluyó de tu dulce mirada,

mi corazón estaba a tu lado

y todos mis suspiros eran para ti.

Una rosada aura primaveral

rodeó tu amable rostro,

y tu ternura hacia mí… ¡oh dioses!

¡la esperaba, pero no la merecía!

Disminuyó el timbre de voz para el último párrafo.

Ay, con el sol de la mañana

la partida me encoge el corazón,

¡en tus besos, cuánta delicia,

en tus ojos cuánto dolor!

Partí, miraste hacia el suelo,

y me viste con húmeda mirada,

¡mas qué felicidad es ser amado!

¡Y amar, oh dioses, cuánta dicha!

Escuchó la respiración calma de ella dominando el ambiente, un milagro ante el latido raudo de su corazón en sus oídos. O solo era que la escasa distancia entre los dos le hacía tenerla como foco de su concentración.

Se quedó atrapado en su rostro iluminado, sus ojos deseosos y sus labios entreabiertos, aguardando la repentina ansía en él de explorar los contornos de esa boca de rosa.

Un soplido dulce y picante de canela lo tocó en el suspiro de Elsa. Su mano femenina, sin querer, se posó sobre la de él al rozar la hoja con la poesía.

Sintió un escalofrío en la boca del estómago.

—Gracias, ha sido precioso —susurró ella batiendo sus pestañas. —Me ha gustado poder escucharlo.

—A ti —murmuró conmovido, buscando su bebida para revivir su boca seca.

Tranquilamente prosiguieron con su actividad.

(Disfrutando de sobremanera en esa tarde privada.)

{…}

El cuello de Elsa se puso más rígido aguardando el movimiento de Hans, quien estaba tomándose su tiempo para prolongar esa extensa y final partida de la noche.

Se acercaba la hora de dormir; habían comenzado tras la cena, por una invitación de ella a jugar en su despacho con el antiguo ajedrez de su padre; empezar una partida más supondría disminuir su tiempo de descanso.

La tensión era muy alta, prácticamente desde el comienzo de su juego; los dos eran competitivos y buenos para ese entretenimiento, creando tal escenario que podía hacer sonar un alfiler al caer, aun en la alfombra.

No obstante, era grato enfrascarse en una cosa así, extrañaba esos raros momentos que había tenido con su padre. Él le había ayudado a usar el control de su ánimo en el ajedrez, para el que su progenitor era grandioso.

Contuvo un suspiro. Habían sido contadas las oportunidades de olvidar su magia, pero después de las insinuaciones y fugaces confesiones de Hans sobre la relación que sostenía con los fallecidos reyes de las Islas del Sur, se sentía afortunada del padre que le había tocado, pese a sus errores.

Si había querido darle un abrazo a su esposo días atrás, cuando, por unos versos, había compartido una historia triste de su infancia. Sus ojos verdes habían brillado acuosos y sombríos.

Pedirle que le recitara ese hermoso poema había sido para respetar su susceptibilidad.

Era agridulce saber que sus hijos tendrían un padre esmerado en ello por la carencia de afecto temprano (en su progenitor).

Molesta, volvió a desear que su fenecido suegro estuviese vivo para dedicarle un sermón furioso.

Apretó los dientes, más tensa.

Ajeno a sus pensamientos, Hans sonrió e hizo la jugada que ella temía; Elsa quiso patearle el tobillo debajo de la mesa porque su movimiento le orilló a sacrificar al último protector de su pieza más importante.

Su juego quedó en el rey y caballo negro de Hans contra su rey blanco.

—Tablas —musitó él ronco.

Ella resopló.

—Todavía te tengo un triunfo de ventaja —celebró él ayudándole a devolver las piezas a la caja.

Él se puso en pie estirándose y ella acomodó el estuche en su lugar. Después fue a la puerta, en la que Hans esperaba sujetándola.

Juntos se retiraron a sus habitaciones. Recorrieron la silenciosa y oscura casa caminando muy cerca, tanto que al subir las escaleras sus hombros se rozaban con cada paso, enviando picoteos a su piel.

No se alejó, porque era una gratificante experiencia corpórea; sus extremidades y órganos internos estaban excitados con ella, aguardando.

Casi enfrente de su dormitorio, él deslizó sus dedos en su muñeca, estremeciéndola. En ese punto, su sangre corría salvaje por su cuerpo, cual animal desesperado por alimento.

Toda la tensión se hallaba acumulada en su carne. Naturalmente, la empujó a poner su mano sobre el hombre de él al alcanzar su puerta.

Su marido rodeó su cintura con un brazo y ella se alzó en puntas para recortar el espacio que faltaba para su cara. Recibió su beso boca abierta, apropiándose de su lengua con fruición, gimiendo por la avidez en que era correspondida.

Jadeó de sorpresa al ser levantada del suelo; se sujetó con sus brazos detrás de su cuello, cerrando los ojos para continuar besándolo. Él gruñó y caminó hacia adelante hasta tantear el pomo de la puerta y darles acceso a sus aposentos.

Combinado al ruido húmedo de sus besos, oyó el momento en que se apartaron del exterior y se encerraron en el privado sitio donde dar rienda a sus deseos.

Él no tardó en depositarla en el suelo a un costado de la cama y se sentó en el colchón. Rápido tiró de su cintura para seguir besándola, maniobrando para ponerla a horcajadas. Elsa sintió que dejaba de tocarla y abrió los ojos, descubriendo que él se desabrochaba los botones cubriendo su entrepierna.

Con un ademán veloz de su mano, su vestido mágico —que sí utilizaba ese día— desapareció.

—Qué envidia —masculló él.

Unió sus labios de nuevo, ignorando su queja. Sin embargo, en un movimiento sorpresivo, Hans les dio la vuelta y Elsa aterrizó en el colchón con él encima de ella.

—Creo que me gusta seguir vestido y tú desnuda —dijo él frotando su apéndice descubierto contra su intimidad. —¿Y a ti? —preguntó pegando sus frentes.

Ardió por su mirada, aunque la habitación estaba casi a oscuras. En su vientre, una burbuja se agrandaba y agrandaba, amenazando con explotar.

—Tu ropa terminará arrugada —aseveró con fingida seriedad, cerrando los ojos por un chispeante toque en sus pliegues ocultos.

—Claro, la ropa —farfulló él irónico.

Ella soltó una risa baja mezclada con un gemido, aprovechado por él para reunir sus labios.

A partir de ahí solo hubo ruidos ininteligibles.

(La reina tendría en cuenta esa noche si en el futuro proponía más ajedrez.)

{…}

Hans volvió de la biblioteca a su oficina con un libro de autoría local titulado "El Bosque Mágico"; no era muy original su nombre, pero sentía curiosidad por un escritor en la zona, que no abundaban. Lucía reciente y estaba seguro que era una adición de su cuñada a la colección del castillo —si ella misma no lo había escrito.

Al ingresar a su oficina, se sorprendió al ver en el escritorio una bandeja con sándwiches, una tetera humeante y una taza disponible. Se fijó en su esposa, quien no tenía alguna bebida cerca.

—Elsa…

Ella hizo un sonido de reconocimiento sin apartar su vista del libro abierto en la otomana.

—¿Y esto? —preguntó acercándose al escritorio, donde percibió el aroma del contenido en la tetera.

Elsa apoyó su mano en la hoja del libro y alzó la mirada.

—Fui a la cocina a buscar chocolate; de regreso calculé el tiempo que tardarías y pedí que te sirvieran.

Una oleada de familiaridad ayudó a que le sentara bien esa acción.

Se limitó a asentir, a sabiendas de que ella había devuelto sus ojos al libro.

Al empezar a servirse se dio cuenta que la tetera tenía demasiado chocolate caliente para él.

Y no había una segunda taza.

Si alguien más no se encargara de tareas tan sencillas, Hans apostaría que había sido Kai el responsable de esa omisión. Otros eran románticos, pero ese hombre ponía más interés que los demás y no disimulaba en sus intentos.

—¿Quieres beber más? —ofreció a ella, que volvió a mirarlo.

Elsa no disimuló su indecisión. Era chocolate y la tentaba.

—Puedes usar mi taza también.

Cogió un pequeño sándwich relleno con un trozo de carne seca mientras ella se ponía en pie acomodando el listón en la página de su libro.

Notó que se llevaba una mano a la espalda baja; no comentó que eso tendía a hacer esa postura.

O serían las consecuencias de la noche.

—Anna pasó un trimestre evitando sándwiches, explicando que le recordaban a ti —le contó ella después de un sorbo a la taza.

Él rió entre dientes.

—Por eso sabes que me gustan.

—Anna no fue muy discreta. Así mismo, tenía que soportar verlos si me visitaba de improviso, a mí me gustan.

No sabía eso. Se imaginaba algo menos ordinario, como su preferencia por el chocolate, un placer que no asequible para todos con regularidad.

Miró el triángulo pequeño en su mano. —Tenía muchas lecciones y a veces no me daba tiempo de tomar el almuerzo o la cena. Los sándwiches eran las comidas más sencillas de comer entre tantas lecciones que tomaba en el día, y la cocinera siempre se preocupaba de hacérmelos llegar.

La señora Nielsen pensaba más en su bienestar que sus padres.

—Me parece razonable que te gusten por eso, yo los prefería por ser pedazos chicos que no ocupaban tanto tiempo en mis manos como para ser congelados, además de no ensuciar mis guantes, si los traía puestos. Y… el chocolate me alegraba los días muy amargos.

Él sonrió irónico tras beber un poco del líquido marrón. —Yo disfruté muy poco de él de niño. Mi padre lo amaba y no era bueno compartiendo.

A raíz de esto, era asombroso que él no adquiriera un gusto por él al crecer y tener el acceso que quisiera.

—Qué suerte para mi padre que solo a mi hermana y a mí nos gustara.

—Quizá él se privaba por ustedes.

Elsa se encogió de hombros.

—¿Seguirás leyendo o te apetece una partida de póker? —invitó para cambiar del tema de sus padres.

Ella simplemente creó a sus snowgies.

{…}

Tras aliviarse en la privacidad de su baño, Elsa suspiró y preparó su remedio mensual para no ensuciar el cambio de ropa interior que acababa de ponerse. Había tenido unas pequeñas manchas rosáceas en la tela de Holanda de sus calzones, señal del sangrado de ese diciembre; aunque le asombraba que fuese poco ese primer día y no tuviera fuertes calambres en el vientre, simplemente unas molestias en la zona acompañadas de su habitual hinchazón en los senos y leve pesadez en la espalda.

Era una lástima que la semilla de su esposo no echara raíz en ella.

Se lo comunicaría, asumiendo que su secreta ilusión de ese obsequio navideño no se cumpliría.

Eso significaba que —hizo sus cuentas mentales— el día de Nochebuena renovarían sus intentos para conseguir un embarazo.

Rió divertida; tampoco era tan terrible que aún no estuviese encinta.

La platinada tosió y terminó su asunto. Inmediatamente después descendió al nivel inferior para regresar a su despacho. En él, se acercó a la chimenea y prendió fuego para aumentar la temperatura dentro, evitándose una afectación por el ambiente helado.

Al incorporarse, una mancha dorada en la periferia de su visión le movió hacia la ventana con el fin de observar lo que ocurría afuera del castillo.

La escena en el patio le trajo una sonrisa al rostro. El caballo de Hans estaba cautivado con la nieve que ya había caído para ese día, en cantidad moderada. Quizá, por su origen sueco —según había compartido el pelirrojo—, la frialdad no era tan perturbadora para Tapp y se enfocaba en pasarla bien con el regalo blanco de la naturaleza.

Lo contempló encantada; contento, el equino de pelaje claro saltaba como un perrito en montones de nieve acumulada. Se sacudía y acostaba con un disfrute de la vida que solo los animales y los niños poseían.

Esa era una muestra invaluable de la felicidad.

Una silueta salió de la nada y ella la reconoció sin dificultad. Era Hans, quien reía con entusiasmo por la alegría de su amigo, que al notarlo acercarse lo espolvoreó con los copos de nieve en sus crines, sin reprimenda del humano.

Atestiguó el gran trato de su esposo hacia el corcel, reflejado en una camaradería genuina.

No lo había visto con su antiguo compañero, Sitron, del que le había hablado en París y que ella había conocido brevemente, mas podía imaginarse la clase de vínculo que hubo entre los dos.

Hans sin duda amaba los caballos.

Como otro ejemplo, su mañana del veinticuatro dando un banquete a su compañero era por deseo propio más que por el deber de una tradición danesa.

Asintió al pensar que había hecho una elección de regalo buena; arriesgada, pero buena.

De repente un minúsculo ser —en comparación al caballo— se unió a la fiesta con la nieve.

Su corazón fue bañado de ternura con esa incorporación de Skygge, queriendo probar la alegría y el afecto del momento.

Hans se dio una palmada en la frente. Elsa se cubrió la boca para no reír a carcajadas por segunda vez en mucho tiempo. Días atrás se había pasmado al haber respondido así, pero había aceptado que expresarse de esa manera había sido liberador.

(Casi como crear un castillo de hielo en la cima de la montaña.)

Esperó a la reacción que tendría su esposo por unos maullidos que no escuchaba de Skygge. Este no se inmutaba por la helada nieve y rodaba en ella atento al pelirrojo.

Le irritó que Hans le diera la espalda. ¿Sonreiría siquiera?

Su minino negro se paró en sus cuatros patas otra vez cuando su reluctante amo se hincó.

—Hazlo, acércate —murmuró colocando sus dedos sobre el cristal frío.

Cerró su mano en celebración e indignación al ver que Hans se limitaba a formar una bola de nieve grande y la lanzaba a Skygge, el cual se apresuró a equilibrarse encima de ella, como si comprendiera que solo obtendría eso de su parte.

Tapp fue más cariñoso y amable, aproximándose para rozar su hocico con su gato, quien aprovechó para saltar a la cabeza del otro animal y adueñarse de él. Debían de haberse vuelto amigos por visitas de Skygge a las caballerizas.

Su esposo agitó la cabeza y se puso en pie. Ella sonrió, apostando que tarde o temprano él cedería al felino. Había demostrado no tener el corazón congelado como ella y Anna creyeran algún día.

Quitó los ojos de su gallarda figura y pasó unos minutos guardándose en la mente la imagen de las dos criaturas tan dispares, con el propósito de dibujarla después.

Satisfecha, se apartó de la ventana y se puso a redactar unos acuerdos pendientes.

{…}

Hans entró a su oficina y se frotó las manos, agradeciendo el calor de la habitación. Los pasillos podían enfriarse bastante en esas fechas de diciembre, con tan poco tiempo de la entrada del invierno.

En realidad, el mes estaba siendo muy gélido y ventoso, más que el diciembre predecesor. Hasta la nieve se había adelantado a la caída de la temporada del año anterior, en la que habían tenido nevada a dos días de Navidad.

Y ese ataque de la naturaleza había sido apreciado por Tapp (como por el insistente gato de su esposa).

Al terminar de mirarse las manos, sus ojos se dirigieron a la mujer sentada en la otomana; la había visto apenas había ingresado, pero ahora le daba más atención, curioso de que estuviese en ese mueble, mostrando una pose laxa para ella. Estaba recostada contra el librero y tenía las piernas recogidas hacia su pecho, usándolas como soporte para su cuaderno.

Puso los ojos en blanco; teniendo en cuenta que generalmente se ubicaba en el suelo, esa posición era menos relajada.

¿Estaría dibujando lo que había fuera?

La observó fijamente unos segundos más y notó un par de cosas. Primero, Elsa estaba muy concentrada en sus trazos, sin reparar en su presencia o espiar por la ventana; segundo, ella no tenía el calzado, utilizaba calcetines azules y el dedo grande del pie derecho se meneaba rítmicamente mientras hacía su dibujo.

Su inspiración debía ser alta.

Por otro lado… se abrigaba a su manera. ¿Tendría frío? ¿o evitaría enfermarse para no crear snowgies?

De cualquier modo, le supo fascinante descubrir tal conducta de la reina. Le hacía suponer si siempre, bajo toda su fachada sería, utilizaba sus pies, o los dedos de este, para desahogar rigidez (tampoco podía olvidar su distracción en la charla del obispo previa a su matrimonio, haciendo círculos en el pasto).

Algunas personas tenían esas costumbres. Recordó con mofa los ceños de su padre a los gemelos, a quienes temblaba una pierna siempre que debían estar quietos —envidiando que él, más joven, podía ser una estatua, sirviendo de ejemplo para el tutor que los corregía en privado… por horas, otorgándole motivos de repudio de los dos.

De Elsa eran interesantes y privadas, porque tenía la certeza que nadie lo habría notado de ella.

—¡Oh! —exclamó ella de un momento a otro, deteniendo su trabajo.

Al parecer la punta del lápiz había disminuido, supuso Hans notando la atención que ella puso a dicho objeto. En la alfombra había un abrecartas que serviría al propósito de arreglar el desperfecto.

Elsa se inclinó de lado al mismo tiempo que su vista lo descubría. Él trató de llegar a ella alertándose por su pérdida de estabilidad, pero estaba muy lejos y la rubia terminó en una pose no muy elegante en el suelo —soltando una interjección clamorosa.

—¿Te encuentras bien?

Más allá de sus atronadores latidos, la joven reina escuchó la pregunta de Hans con los ojos cerrados, abochornada y nauseabunda. Al querer hacerse con el abrecartas se había mareado; antes o después de verlo, no sabía, ni importaba ya; y no quería alzar los párpados para encontrarse con el mundo girando y una diversión callada en su apuesto rostro.

A ciegas su mano izquierda se sostuvo de un hombro conocido para sentarse mejor en el suelo y no seguir soportando su peso con su pierna y brazo izquierdos.

Él la cogió del codo.

—¿Te has cortado con el filo? —Su tono preocupado y no burlesco le dio un pinchazo en su corazón agitado por el accidente.

—Mi cuerpo no lo ha tocado… creo.

¿Ya lo habría sentido, cierto?

Se terminó de acomodar y abrió los ojos al sentir que él se apartaba de su toque y se movía a su derecha. Le alegró que nada se meciera a su alrededor y se centró en él, entendiendo prontamente que, inclinado, la analizaba para hallar alguna herida.

Tuvo la impresión que las náuseas se habían asentado en su estómago, porque sintió un espasmo.

—No hay nada. Cuando tienes un accidente, no sientes el dolor si el susto llega primero, te lo digo por experiencia.

Él se incorporó y le sujetó la mano en que había aterrizado.

—Dime si te duele, caíste sobre él.

Su sonrojo incrementó por la repetición del incidente. No iba a olvidar vivencia como aquella.

¡Qué vergonzoso había sido!

Él presionó varios puntos de su extremidad sin causarle dolor.

Admiró lo cuidadoso que era con su mano. —¿Querías ser médico? —cuestionó intrigada.

Hans rió. —No, me daría asco. Lo de ver el sufrimiento, en cambio…

Viró los ojos.

—Entonces… —Toda la piel le tembló; no fue de escozor, sino del sensible toque en el dorso de su muñeca—. ¿Por qué sabes? Cuando Anna…

—Ah. Con mi tiempo de servidumbre me vi orillado a aprender. Más tarde, la apertura de mis fábricas me animó a adquirir otros conocimientos provechosos.

Lo habían sido.

—Te mantienes sereno en situaciones críticas.

—Me acostumbré a hacerlo.

Su infancia había sido peor que la suya, pues Elsa no había conseguido un control como el de Hans.

O la excepción de ambos era algo emocional, dadas sus acciones nueve años atrás.

—No creo que tengas nada. Tal vez te aparezca un moretón. Convendrá que llames al médico —resolvió Hans serio mirándola a la cara.

A pesar de que lo hacía parecer más grave de lo que era, asintió.

Sin detenerse a pensarlo, ella apretó sus dedos en su mano, impidiendo que la soltara.

El pecho se le estremeció. —Hans, nuestros hijos tendrán infancias más felices que las nuestras, no creo que seas como el rey y la reina de las Islas del Sur que te dieron la vida.

Incluso con esos ejemplos y las actitudes displicentes que comúnmente mostraba mundo, él sería un buen padre. No se equivocaba con ese presentimiento.

Hans depositó su otra mano sobre la de ella, sosteniéndola entre la calidez de las suyas. El sol alumbraba sus orbes esmeralda.

—Eso espero —respondió él con un susurro suave y anhelante.

Ella se quedó muda al sentir una caricia gentil en su mano.

—Lo que sí sé es que… serás una mejor madre que mis dos padres, y mis hijos no podrían ser más afortunados que siendo tuyos.

La emoción hizo que se le humedecieran los ojos y parpadeó repetidamente buscando su cuaderno.

Él la soltó y se levantó en silencio.

Recuperado su cuaderno, Elsa aceptó la mano que le ofrecía.

(Y la sintió diferente a otras veces.)


NA: ¡Hola!

Las bolsas de papel se inventaron en 1852.

El poeta alemán Goethe estaba bastante enamoradito de Christiane Vulpius, a quien le dedicó poesías de amor y quería escoger la elegía de despedida, pero fueron publicados hasta el siglo XX (lleva esta estrofa: Y si del día la amada alguna hora me niega, en cambio de la noche me las concede todas. No todo se va en besos; que también conversamos, y cuando le entra el sueño yo despierto medito. Más de un poema, en sus brazos, he rimado...). La que usé se publicó antes de 1800, esta es una traducción de Saúl Botero, me pareció más íntima que otras. For those who read in English, you can have a better poem looking for 'Welcome and Farewell,' by Goethe.

Obviamente no recuerdan, ni yo lo haría de no anotarlo, pero la panadería Sinason se mencionó el año anterior cuando Elsa le habló de los carpinteros y volvió a mencionarse cuando conocieron a Eir ja,ja. El local de la modista está enfrente de la panadería, como el taller de otro carpintero. Mi idea fue que Hans probara los postres esa vez, invitándole a la niña, pero siempre hay escenas eliminadas y no quería tanta interacción tierna con otra que no fuera su hija XD

Puras bobadas Helsa, pero así quería abrir marzo. Me da mucha gracia escribir a dos inteligentes siendo tontos con cuestiones románticas, ¿a ustedes no les divierte leerlas? ;P

¿Qué se imaginan de regalo navideño este año? El próximo capítulo su segunda temporada de Navidad.

Besos, Karo


Guest: Thanks so much! I'm happy you liked their companionship moments, I'm trying to write simple but significant moments between them. In this chapter you had more. Elsa needs to be happy, and she's looking forward to their baby, forgetting laws and bad things. Hans is so deep with her, right? XD . Also, cat is here again with his dear owner. Take care!