Episodio 76: Apprentice
Cuando Simon despertó al día siguiente, todo a su alrededor en la habitación estaba pulcro y ordenado, extrañándole la ausencia de su hermano, se levantó y salió al salón, donde Elisabeth y François desayunaban tranquilamente mientras Luis continuaba enfrascado entre las páginas del libro del santo.
- ¿Dónde se ha metido Erik?
- Está con mis abuelas – respondió el francés con parsimonia – lo tendrán allí todo el día, así que si lo necesitas para algo…
- Naaaaaah – contestó a ello el Belmont, despreocupadamente – simplemente me extrañaba no verlo.
Se dirigió a la cocina y miró el frigorífico, ahí estaba el pedazo de tarta que sobró la noche anterior, intacto.
- Elise ¿puedo desayunarme el pastel?
- Es tu parte – concedió ella – sírvete.
Ni santa palabra, eso y un vaso de leche con algo de café descafeinado fue el desayuno del muchacho, con ambas cosas en la mano regresó al salón pero no se sentó, permaneciendo apoyado en la pared mientras devoraba la ración.
- ¿Es que tienes prisa por ir a algún lado? – le preguntó el Fernández, sin apartar la vista del libro.
- No – replicó Simon, encogiéndose de hombros – pero la verdad es que no me apetece estar sentado, creo que ya he descansado bastante.
Una sonrisa nació en los labios del español.
- Entonces, cuando hayas desayunado, sígueme.
Sin darle tiempo a reaccionar, Luis se levantó, dejó el libro en el sillón y se dirigió a la puerta principal.
- Estoy en la azotea – indicó.
Intrigado, desayunó con rapidez y, tras dar gracias a los Lecarde por el pastel, se vistió con ropa cómoda – unos pantalones de deporte grises y una camiseta negra de tirantes propiedad de su hermano – y siguió los pasos del español.
Al arribar a la azotea se lo encontró sentado, meditando; sorprendido, observó que apenas llevaría unos minutos y sin embargo su aura, de un brillante azul eléctrico, ya chisporroteaba a su alrededor.
Para sus adentros, debía reconocer que admiraba el enorme poder individual que tanto él como Erik poseían.
- Bueno… - articuló tras un par de minutos de espera – aquí me tienes.
Luis sonrió y disipó su aura antes de levantarse, cruzó las manos a su espalda y juntó los pies.
- ¿No vas a decir nada? – insistió Simon - ¿Qué hacemos aquí?
Antes de mediar palabra, el Fernández se alzó sobre sus puntillas y después pasó a los talones, antes de volver a recuperar la verticalidad.
- Simon – comenzó – anteanoche tu hermano me dijo que, en previsión de que no volvieras a sufrir el mismo daño que en este último combate, iba a entrenarte en serio.
El muchacho asintió.
- Sin embargo – continuó, con un tono algo más marcial – las Lecarde se han puesto pesadas y nos han fastidiado la idea de aprovechar el día de descanso para empezar, así que, dada su ausencia, tendré encargarme yo de tu adiestramiento.
- A… ¿adiestramiento? – preguntó el joven, entre confuso y molesto - ¡lleváis casi diez años adiestrándome! ¡Estamos en mitad de un viaje, no es momento de…!
La autoritaria mirada de Luis lo interrumpió súbitamente.
- Dime Simon ¿Cuántos años tienes? – preguntó el español, sin variar un ápice su expresión.
- ¡Vaya pregunta! ¡Dieciséis!
- Exacto, dieciséis, y también sabes que yo tengo veintitrés y tu hermano dieciocho.
Simon asintió.
- Bien… si nosotros no hemos dejado de entrenar y mejorar ¿Qué te hace pensar que tú debes hacerlo?
- ¿Eh? Yo no pienso que…
- ¡Silencio! – lo interrumpió.
El Belmont se encogió un poco, Luis estaba siendo severo y autoritario, bastaba con escuchar su voz para saber que estaba yendo completamente en serio.
- Dime, Simon ¿Sabes qué son las armas de apoyo? – preguntó súbitamente tras unos segundos de silencio.
- Las armas de apoyo… - el joven vaciló, nunca se le había dado bien la teoría – son… armas lanzables, que como su propio nombre indica sirven de apoyo en combate.
- Exacto – aprobó el Fernández – para utilizarlas hacen falta una buena destreza y visión estratégica, así como concentración, son más de diez, pero vamos a comenzar por las básicas.
Dio un paso atrás y extendió su mano derecha, completamente abierta. De la punta de cada dedo surgió un pequeño rayo cuya energía quedó suspendida en el aire, tomando forma hasta adoptar cada luminaria un aspecto diferente que terminó perdiendo el brillo y solidificándose, transformándose en cinco objetos diferentes.
Uno de ellos era una pequeña botella llena hasta la mitad de agua, con un tapón rematado por una pequeña cruz, el segundo era una sencilla daga de hoja acerada, el tercero un hacha de mano de doble filo de aspecto pesado, el cuarto era un reloj de bolsillo de carcasa plateada y el quinto una extraña cruz de madera, hecha con estacas afiladas a ambos extremos, atadas la una a la otra con una rudimentaria cuerda.
- Agua bendita, daga, hacha, cronómetro y cruz – las enumeró Luis – estas cinco son las que utilizan los cazadores menos expertos.
- Sí, recuerdo aquella lección – comentó Simon – me tuvisteis casi un mes entrenando con estas cosas.
- ¿Y cual dirías que se te dio mejor?
Sin pensarlo dos veces, el Belmont miró directamente a la cruz.
- La cruz – contestó enseguida – es con la que mejor me apaño.
Bajo la sonrisa del Fernández, la cogió y la sujetó perfectamente en su mano izquierda, con una arista por cada dos dedos.
- Sin embargo, nunca lo he comprendido… Puede llegar a ser necesario llevar muchas en batalla ¿no? – preguntó - ¿Cómo os las arregláis para cargar con veinte o treinta armas?
- No lo hacemos – respondió Luis – mira.
Mostró su puño cerrado a Simon, de frente, y un segundo después entre los dedos se materializaron tres dagas, listas para ser lanzadas.
- Las invocamos – explicó – o más bien las materializamos usando nuestra energía espiritual. Si sabes usar el Holy Cross, por fuerza debes dominar muy bien tu energía espiritual ¿no? – repuso - ¿Puedes intentar generar una cruz?
En el momento en que pronunciaba estas palabras, el arma en la mano de Simon se desvanecía y éste, visualizándola, logró generar en el mismo lugar otra, pero apolillada y bastante más desvencijada.
Los dos jóvenes se miraron por un segundo y se echaron a reír, hasta que Luis dio un capón al muchacho.
- ¡Esto es serio, niño! – lo regañó – a estas alturas deberías ser capaz de generar una en condiciones.
Dicho y hecho, incluso con más velocidad que la anterior, el Belmont creó una cruz exactamente igual que la que Luis había invocado.
- Bien – aprobó el Fernández, sonriendo de nuevo – ahora… ¡Vamos a ver si recuerdas tu entrenamiento!
Súbitamente y para sorpresa de Simon, saltó hacia atrás y lanzó una cruz a la que Simon tuvo que responder con la suya propia, las armas chocaron y regresaron a sus manos.
- A… ¿¡A qué cojones ha venido eso!?
- Buena reacción – juzgó Luis – fue una lástima que te hartaras de aquel entrenamiento, eras muy bueno ¡A partir de hoy lo retomaremos!
Los dos guerreros volvieron a la carga, en apenas un segundo la azotea se convirtió en un campo de batalla donde las cruces volaban, chocaban y desaparecían a toda velocidad, había de ser así, ya que eran armas lentas de por sí y no podían esperar a que regresaran a sus manos.
La lucha era frenética, pero Luis no podía evitar mostrarse sorprendido por la destreza de su cuñado, su talento era comparable al que lucía con el látigo, aunque se hacía evidente que le faltaba mucho por aprender.
Dispuesto a enseñarle la lección del día, en lugar de hacer desaparecer la última cruz lanzada la dejó regresar, viéndose obligado a esquivar el siguiente ataque de Simon que, confiado, desvaneció la suya para lanzar otra, no dándose cuenta de que la siguiente cruz del Fernández destrozó la suya en el choque, estallando en un potente relámpago que lo hirió de forma superficial.
- Pero ¿¡Qué cojones…!? – exclamó el Belmont cuando se dio cuenta de lo que había pasado - ¿Cómo coño has hecho eso?
- Esta, Simon – respondió el español, acercándose a tenderle la mano para ayudarlo a levantarse – es la lección del día ¿Quieres saber cómo lo he hecho? – el muchacho asintió – simple: He improvisado. Por sí solas estas armas son útiles, pero… - generó otra cruz en su mano, que inmediatamente imbuyó con una carga eléctrica – como con todo, tienes que ser creativo.
Simon miró su puño, pensativo.
- Ser… creativo.
Asintiendo y dándole una palmada en el hombro como despedida, Luis regresó escaleras abajo a casa de François y Elisabeth, mientras el Belmont permanecía en allí, confuso.
Todo aquello había sido muy extraño y repentino, recordaba haber abandonado aquel entrenamiento porque le resultaba a todas luces inútil, sin embargo, acababa de aprender más de una lección aquella tarde.
No obstante, lo más extraño para él, la pregunta que más le rondaba la cabeza era ¿Por qué Luis? Para él no era difícil adivinar que todavía le guardaba cierto resentimiento por no haber podido impedir el rapto de Alicia, sin embargo, durante aquel pequeño entrenamiento se había parecido más a su hermano, había sido un maestro, y había actuado como tal.
En estas cavilaciones un escalofrío lo sacudió, de repente había tenido un flash de lo visto en la TV la noche anterior, aquella exposición… el cuadro La dèese de la vie qui naît de la mort le daba muy mala espina, algo le decía que debía verlo con sus propios ojos, pero ¿Debía pedir a alguien que fuera con él? Recordaba el estado de François la noche de la batalla, y si se lo pedía a Elisabeth él de buen seguro se querría unir… ¿Erik? No, fuera lo que fuera para lo que lo habían requerido Stella y Loretta, fijo que volvería agotado, y Luis debía continuar con el estudio del libro del santo y la investigación de los niños.
Estaba claro: debía ir en solitario, de todos modos, puede que sus inquietudes fueran sólo eso, inquietudes, y que aquella pintura no fuera más que una obra grotescamente desagradable.
Empezaba a dolerle la cabeza, la sacudió y le dolió aún más, de modo que decidió que necesitaba un paseo y bajó a casa de los Lecarde a ponerse algo más decente, allí estaba de nuevo Luis, enfrascado en el plateado tomo, Elisabeth leía cómodamente una revista y François jugaba alegremente con su hijo, un vistazo al reloj del decodificador de la TV por cable le bastó para ver que habían pasado casi dos horas, gran parte de las cuales se habrían ido seguramente en su entrenamiento con Luis.
Qué corto se le había hecho…
- Has tardado lo tuyo en bajar – comentó el Fernández cuando Simon ya se adentraba en la habitación - ¿Dónde andabas?
- Oh… he estado pensando en lo que me has dicho – mintió – lo de ser "creativo"
- ¿Y bien? ¿Alguna idea?
Pasó un buen rato antes de que el Belmont respondiera, ya que se estaba cambiando.
- ¡Nop! – replicó alegremente desde el cuarto – por eso voy a darme una vuelta a ver si estirando las piernas pienso en algo.
El Fernández sonrió, algo que no se le escapaba a Elise.
- Bueno… - el muchacho salió finalmente, ataviado con unos vaqueros azules anchos y descoloridos, una camisa blanca similar a la que llevó la noche del rapto de Alicia y sus sempiternas zapatillas deportivas – supongo que hoy lo vamos a dedicar todos a descansar, así que no habrá problema en que me vaya un rato ¿no?
- ¡En absoluto! – concedió el español – vía libre, chaval.
- Pues hala – se despidió antes de salir por la puerta – nos vemos.
Tras estas palabras la casa quedó en silencio, a excepción de los juegos del Lecarde con su hijo, hasta que Elisabeth se dirigió al español.
- Así que ahora vas a tutorearle ¿eh? – preguntó con voz curiosa.
- En realidad, no tengo más remedio – respondió el aludido sin levantar la vista del libro sagrado – cuando no esté Erik pues me tocará a mí.
- Se te ve relajado… - insistió ella – creía que Simon era un pésimo alumno.
- Y siempre lo ha sido – sentenció Luis.
- ¿Entonces…?
Suspiró, cerró el libro con ambas manos y, manteniéndolo entre ambas, cerró también los ojos.
- Supongo que ahora que tiene algo por lo que luchar será más obediente… o puede que, sencillamente, nunca hayamos sabido cómo abordarlo.
Terminada su alocución, permaneció en silencio mientras incendiaba su aura, dejando atónita a la pareja, a los pocos segundos pareció sobresaltarse y se levanto del sillón.
- Disculpadme – articuló – voy a la habitación de invitados, necesito meditar.
Al levantarse y darles la espalda, François y Elisabeth quedaron sorprendidos ante algo que, durante apenas un segundo, vieron en la espalda del español.
Tres pequeñas luces azules, emergentes de cada omóplato, formando un total de seis.
¿Había sido su imaginación? Si no lo había sido ¿Aquello tenía la forma de unas extremadamente diminutas alas o sólo se lo había parecido?
Entre tanto, en el jardín de la mansión de las hermanas Lecarde se levantaba una enorme humareda, ellas permanecían frente al origen de esta, sonriendo, mientras una sombra se movía en su interior.
- Vaya… ¡Impresionante! – juzgó Stella con una sonrisa entusiasta.
- Habíamos oído hablar de tu capacidad de análisis y adaptación y de tu enorme habilidad para el aprendizaje – añadió Loretta – pero esto supera nuestras expectativas, Erik.
La sombra que emergió de la columna humeante con la boca y la nariz tapada, respirando con dificultad y tosiendo, vestido con una sencilla camiseta naranja y unos pantalones negros era, en efecto, Erik Belmont.
- Gracias por los halagos – respondió nada más recuperar el aliento - Pero ¿No tenían nada menos peligroso que enseñarme? ¡Me voy a quedar sin manos!
- Lo que ocurre es que te estás arriesgando demasiado – respondió la hermana mayor a esto – parece mentira que a estas alturas no sepas que los conjuros de fuego conllevan un riesgo enorme.
- ¡Claro que lo sé! – contestó él – soy un especialista en magia elemental de fuego ¡conozco todos los peligros!
- Entonces ¿Por qué te acercas tanto a la fuente de ignición? – lo cuestionó la menor - arriesgas demasiado ¡Y debes estar listo antes de esta noche!
El pelirrojo rió entre dientes y, con una confiada sonrisa de oreja a oreja, se dejó caer, quedando sentado en la hierba.
- Mis estimadas señoras ¡El que arriesga, gana!
En otro punto de la ciudad, Simon paseaba despreocupado; tal vez fuera porque el instituto nunca le había dado la oportunidad de salir a la calle a aquellas horas, pero recorrer una ciudad por la mañana siempre le había resultado abrumadoramente tranquilizador, realmente le gustaba.
Se paró en una croissantería para comprar un bollo de azúcar y lo devoró lentamente, disfrutando del calor veraniego francés, ni de lejos tan abrasador como el almeriense, cuando algo le llamó la atención.
Un callejón oscuro, tan anormalmente oscuro que su negrura desafiaba toda física y lógica; rápidamente engulló lo que quedaba del dulce y se adentró en él, aún con la sospecha de que aquello no le traería nada bueno.
Y en efecto, tras unos pocos pasos se sintió como tragado por aquella espesa oscuridad, y una risa siniestra llegó a sus oídos como salida de una profunda tumba o caverna.
- Vaaaaaaya… parece que una mosca ha caído en la tela – articuló la voz, arrastrando cada una de las palabras.
- Joder… ¿Y ahora qué? – murmuró para sí mismo – A ver ¿quién anda ahí? – preguntó al aire con hastío.
Ni siquiera había obtenido respuesta cuando un presentimiento le hizo convocar una Deffensive Cross que, para su suerte y sorpresa, detuvo el ataque de una suerte de tentáculos negros que se desvanecieron al contacto con la sagrada barrera. Justo en ese momento, una inmensa energía maligna y putrefacta se apoderó del lugar, y una figura se materializó a pocos metros de él (o lo que él supuso que eran pocos metros, ya que había perdido todo sentido del tiempo y el espacio)
- Tú debes ser Simon Belmont… - supuso la aparición, con voz sobrenatural, tras una leve y escalofriante risa.
El muchacho lo miró con atención, era un hombre delgado y trajeado, de una altura considerable y su rostro, anormalmente parecido al de Luis, estaba perlado por una demente sonrisa; también su cabello era idéntico en peinado y color, quedando como única diferencia un ojo derecho cerrado por una desagradable cicatriz de arma blanca.
La laceración le dolió de nuevo, exactamente de la misma manera que en el antro vampírico de Almería, sin embargo, esta vez no se abrió.
"Parece que las Lecarde hicieron un buen trabajo…" pensó al apercibirse de esto.
Pero más allá de ello, se dio cuenta de conocía todos aquellos rasgos demasiado bien, incluyendo el particular dolor de la herida, completamente distinto a cualquier otro que hubiera sentido antes.
- Tú eres Kasa Belnades ¿No? – preguntó, adoptando una posición de guardia.
La sonrisa del aludido se acrecentó.
- Así que me conoces…
- ¿¡Qué es lo que quieres!?
- ¿Que qué es lo que quiero? – abrió su ojo sano al máximo, riendo como un loco, mientras una enorme masa oscura emergía de su cuerpo - ¡Muy sencillo, Simon Belmont! ¡HACER DE ESTE LUGAR TU TUMBA!
