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Capítulo XXXV

Aquella mañana, sin que nadie pusiera a Candy al corriente de la visita de Neall, se levantó con la cabeza como un bombo. Parecía como si un trolebús le hubiera pasado por encima sin piedad. Con cuidado se incorporó y sonrió al ver su pijama de franela de tomatitos Cherry. ¡Qué calentito!

Miró hacia la cama donde dormía su hermana, la encontró vacía y por lo estirada que estaba, o bien Karen ya se había levantado, o había pasado la noche fuera. La última opción le pareció más creíble.

Con cuidado se acercó hasta la ventana, y tras abrir la persiana dejó entrar el sol de noviembre. Al mirar a su alrededor vio que la moto de Albert no estaba allí. ¿Se habría marchado de nuevo?

Desconcertada cerró los ojos y llevándose la mano a los labios recordó los besos de Albert días atrás. «Adoro tu sabor» escuchó su sensual voz haciéndola estremecer al recordar sus besos.

Más despejada, decidió ducharse. Apestaba a tabaco, y eso no le gustó, por lo que cogió unas toallas limpias y se metió en el baño.

Mientras disfrutaba de la ducha, escuchó cómo la puerta del baño se abría.

«Maldita sea, aquí no conocen la palabra intimidad» pensó Candy.

—¡Estoy yo! —gritó para avisar.

—Será un segundo, Candy —señaló Rous—. Si me aguanto un poco más me meo en los calzones.

—Rous ¡por Dios! —regañó Candy al escucharla—. Tienes que comenzar a ser un poco más refinada con tu vocabulario.

—Vale… vale —asintió la muchacha.

—Oye, cierra la puerta cuando salgas —recordó Candy enjabonándose el pelo tras las cortinas.

—De acuerdo.

Dos minutos después, Rous salió y cerró la puerta.

Cuando terminó, Candy salió con cuidado de la ducha, muerta de frío. La calefacción de aquel sitio no daba la misma sensación de calor que en su casa de Madrid, así que se enrolló con rapidez el albornoz y a pesar de eso comenzó a tiritar, momento en que la puerta se volvió a abrir.

—Uissss, perdón —susurró Rob, cerrando la puerta.

—Rob ¿qué pasa? —preguntó Candy a gritos.

—Necesito cambiar el agua al piquituerto, muchacha.

«Es imposible ducharse con tranquilidad en esta casa» pensó Candy suspirando. Cuando salió del baño muerta de frío, encontró a Rob esperando, apoyado contra la pared.

—Anda, pasa —dijo dejándole el baño libre—. Iré a cambiarme a mi habitación.

—Gracias, muchacha —y pasó por su lado como una flecha.

Segundos después Candy tuvo que sonreír al escuchar una exclamación de alivió por parte de Rob procedente del baño.

Después de vestirse decidió bajar a la cocina. Tenía que enfrentarse a Albert tarde o temprano. Pero se sorprendió y en cierto modo se molestó cuando comprobó que no estaba.

Allí Ona trajinaba como todos los días y al verla le sonrió.

—Buenos días, Candy. ¿Te encuentras mejor?

—Sí, pero estoy avergonzada, Ona. Debí haber hablado con Albert ¿verdad?

—Oh, cariño —sonrió la anciana—. Cuando uno es joven, por amor se hacen muchas tonterías.

—¿Por amor? —se sorprendió al escucharla—. No creo que sea eso.

—Ven aquí, tesoro —le indicó la mujer, sentándose junto a ella en una vieja butaca—. Desde el primer momento que Albert me explicó por qué traía a unas chicas a casa, supe que ahí había alguien especial. Entre tú y yo —dijo haciéndola sonreír—. Ese nieto mío es tan galante, cabezón y buen mozo como mi Rob. Vuestras miradas y discusiones me recuerdan a mi juventud. ¡Por todos los santos, Candy! Soy vieja pero no tonta.

—¿Quién osa decir que tú eres vieja? —preguntó Rob entrando en la cocina con el portátil bajo el brazo—. Para mí siempre serás esa mocita que se subía a los árboles para tirarme piedras cuando me veía pasar.

—¿Le tirabas piedras? —se carcajeó Candy al escucharle—. ¿Por qué?

—Oh… Ona siempre ha sido muy celosona —rió Rob, dándole un cariñoso beso en la frente a su mujer.

—Y tú siempre has sido un casanova —respondió con una sonrisa—. ¿Te puedes creer que este sinvergüenza le tiraba los tejos a todas las mozas menos a mí?

—Vamos a ver —intermedió Rob en la conversación—. Yo por aquel entonces tenía veintitrés años y ella quince. Lo normal es que me gustaran las mujeres con más curvas ¿no crees, Candy?

—En eso, Ona —respondió ella divertida— tengo que darle la razón. Creo que eras demasiado joven para él.

—Era tan bonita como lo es ahora —señaló el anciano.

—Eres un adulador —susurró Ona besándolo en la mejilla.

—¿Sabes, Candy? La primera vez que vi a Ona, estaba enfadada y tras besarla con la mirada, supe que algún día sería mi mujer.

Candy, al escuchar «la besé con la mirada», pensó en Albert.

Aquella extraña frase la hizo sonreír.

—Cuando cumplí dieciocho —prosiguió Ona mientras abría la caja del microondas—. Recuerdo que mis padres hicieron una gran fiesta a la que invitaron a todo el mundo. Su hija pequeña ya era toda una mujer. ¡Todo un acontecimiento! Por la noche la prima de Rob me llevó hasta los establos. Allí varios trabajadores de mi padre celebraban su particular fiesta. Nunca olvidaré cómo Rob me miró. ¡Oh Dios! —rió al recordarlo—. Me ponía tan nerviosa ver cómo me seguía con su mirada que apenas sí podía andar. Pero lo más gracioso fue cuando las ancianas me emparejaron para bailar con Jimmy O'Hara —al recordarlo Candy sonrió. Se refería al mismo ritual por el que habían hecho pasar a Albert y a ella—. Pero mi Rob no lo permitió. De un empujón quitó al pobre Jimmy, y mirándome a los ojos dijo que él bailaría conmigo esa preciosa pieza musical.

—Mmmmm, vaya… vaya. ¿Te pusiste celoso? —rió Candy.

—Sí —asintió Rob con cara de pilluelo—. Ella era mi mujer ¿Por qué iba a permitir que Jimmy pusiera sus manazas en mi Propiedad?

—Por Dios, Rob —se quejó Candy al escucharle—. Parece que hablas de un caballo cuando dices eso de mi propiedad.

—Antes se hablaba así, cariño —aclaró Ona—. Y ¿sabes?—confirmó abrazándolo—. Este mozo enorme también es de mi propiedad.

—Qué historia más bonita —dijo Candy con una sonrisa.

Aquello que unos meses antes le habría parecido una tontería escuchar, en aquel momento, sentada en la cocina con los dos ancianos, le hizo sentir la mujer más afortunada del mundo.

Un rato después, tras haber leído las instrucciones del microondas y dejar sin palabras a Ona por la rapidez y limpieza del aparato, la anciana la abrazó agradecida por aquel regalo.

—Ahora, cariño, os toca a Albert y a ti. Tenéis que tejer una bonita historia para que el día de mañana se la contéis a vuestros nietos.

—Ufff… lo dudo —suspiró Candy al escucharla—. No creo que entre Albert y yo haya algo más que una amistad, además, siento deciros que no me gustan los niños.

—Te gustarán —asintió Rob con una picara sonrisa, y encendiendo el portátil dijo—: Candy, ¿podrías decirle una vez más a este viejo tonto cómo se juega al Backgammon?

—Una y todas las que quieras, guapetón —respondió recordando aquella palabra de su madre, mientras se sentaba encantada junto a él.

CONTINUARA