.

.

Capítulo XXXVI

Candy almorzó ese mediodía con Rous, Ona y Rob, y después salió al exterior de la casa a fumar un cigarrillo. Rob, antes de marcharse a dormir la siesta, se había empeñado en que se pusiera un chaquetón suyo, le quedaba enorme, pero con una sonrisa Candy lo aceptó.

Como hacía un precioso día decidió dar un paseo por los alrededores.

Subió una pequeña colina y ante ella apareció un valle de ensueño salpicado de multitud de tonalidades. Las colinas lejanas se veían tapizadas por un castaño cobrizo impresionante, mientras las copas de los árboles se tornaban entre colores bronce y dorado. Aquello nada tenía que ver con el bullicio de Madrid; coches, gente, atascos. Allí todo era diferente.

Pensó en su madre. ¿Quién sería su misterioso pretendiente?

Miró hacia la casona y se imaginó a su madre allí. Sonrió al pensar en lo bien que se llevarían Ona y ella, y lo mucho que se reiría Rob con las divertidas historias que contaba. Si alguna vez volvía de visita a Escocia regresaría con su madre. Estaba segura de que en un «pis pas», como decía ella, prepararía una enorme paella para todos.

Abrigada con el chaquetón de Rob, se agachó sin hacer ruido para mirar con curiosidad a un par de ardillas rojas. Se las veía atareadas acumulando alimento para pasar el frío invierno.

«Qué bonitas, son igualitas a Chip y Chop las ardillas rescatadoras», pensó.

—Hola —saludó Albert que apareció de pronto—. Ona me dijo que estabas por aquí.

—Psssss —le indicó que callara— Asustarás a Chip y Chop.

Albert llegó hasta ella. Le gustaba sentirla cerca, por lo que se agachó sin hacer ruido y se dedicó a mirar también cómo trabajaban las ardillas.

—Nunca había visto ardillas de verdad, excepto cuando era pequeña en el Zoo de Madrid —explicó Candy emocionada—. Lo más increíble de todo es que se mueven exactamente igual que Chip y Chop.

—Querrás decir que Chip y Chop se mueven como las ardillas de verdad. —Se moría por decirle que había conocido a Neall, y por confesarle lo que sentía por ella.

—Bueno, sí —asintió sonriendo—. Tienes razón. ¿Sabes? Mi hermana y yo teníamos un juego para la Nintendo, de Chip y Chop. Era divertidísimo. Lo compré una Navidad y nos pasábamos las horas muertas jugando Tom, mi hermana y yo.

—¿Quién es Tom? —preguntó frunciendo el ceño.

—Es el mejor hermano del mundo.

—¿Pero no dijisteis que sólo erais vosotras dos?

—Sí —se levantó con cuidado de no asustar a las ardillas—. Pero Karen, Tom y yo somos hermanos de corazón. En casa Tom es uno más, incluso ahora es quien cuida a mamá mientras nosotros estamos aquí. Estoy segura de que te caería bien si le conocieras.

—Me encantaría conocerle —habían comenzado a andar por un camino rodeado de altos robles— al igual que me encantaría conocer más cosas de ti. Lo sabes ¿verdad?

—Buff-suspiró Candy—. Soy muy aburrida, te lo aseguro.

—Déjame decirte que lo dudo —le respondió con una sonrisa.

Caminaron en silencio durante un tramo. Candy estaba tan nerviosa que apenas podía hablar, mientras Albert la observaba con curiosidad, y sonreía al ver cómo ella se sorprendía a cada paso, como si fuera la primera vez que se adentraba en la naturaleza.

—Ven —dijo tomándole la mano—. Quiero enseñarte algo.

—¿Dónde vamos? —pero él ya la había llevado hasta donde estaba aparcada la moto—. Yo en ese trasto no me subo. Me dan pánico.

—Vamos a ver, señorita española —sonrió ladeando la cabeza—. ¿Te fías de mí?

—Mmmm —susurró divertida—. ¿Crees que debo fiarme de ti?

—Creo que sí —y le puso el casco sin que ella protestara.

—Tú ¿no te pones casco?

—Sólo tengo uno —dijo abrochándose la cazadora—. Y no voy a discutir. El único que tengo es para ti.

—Discutir tú y yo ¿cuándo? —bromeó ella.

Aquellas palabras le llenaron de felicidad y subiéndose a la moto la hizo encaramarse tras él. Con cuidado arrancó la motocicleta sintiendo cómo Candy se agarraba con fuerza a su cintura. Sentirla tan cerca era todo lo que quería y necesitaba, y debía conseguirlo.

Circularon por unas intransitadas carreteras hasta llegar a un sitio en el que Albert se detuvo.

—Te voy a enseñar algo que sólo se ve en esta época del año.

—¿El qué?

—Ahora lo veras.

Subieron una pequeña colina agarrados de la mano, hasta que Csndy le dio un tirón.

—¿Qué es eso? —preguntó al ver enormes ciervos con grandes cornamentas.

—Psssss —susurró poniéndole un dedo en su boca—. Dijiste que te fiabas de mí. Sígueme.

Temblando de miedo, lo siguió hasta una gran roca. Una vez allí Albert la alzó para que subiera y él lo hizo detrás hasta quedar casi ocultos entre las plantas.

—¿Ves los ciervos? —Candy asintió—. Se pelean enredando sus cornamentas por conseguir el amor de alguna fémina de su especie.

—Pero bueno —protestó—. ¿Por qué piensas eso?

—Porque es la época de apareamiento —respondió deseando besarla—. Escucha.

En silencio escucharon el sonido de los golpes secos y devastadores de las cornamentas al chocar, mientras extraños bramidos procedentes de otro ciervo llenaban el aire.

—Ohhhh…, pobrecillo —susurró Candy apenada—. Es igualito que Bambi cuando se hace adulto. Míralo, está angustiado, seguro que se ha perdido.

—Jajaja ¿Bambi? ¿Chip y Chop? Mucho Disney has visto tú —se carcajeó Albert al escucharla, haciéndola sonreír—. Discúlpame, Princesita pero no lo he podido evitar. El ruido que hace tu supuesto Bambi, se llama «berrea». Es otoño, la época de celo de los ciervos, y aunque no lo creas es su manera de decir. ¡Eh nena yo soy el más guapo y fuerte!

—Woooooooo —exclamó arrugando la nariz al ver cómo aquellos se peleaban—. Ay… ay… ay… ¡Que se rompen el cuerno!

—Tranquila. Es lo normal —asintió Albert sin dejar de observar a los ciervos—. Sólo uno de los dos será el ganador.

—No quiero mirar —Candy cerró los ojos—. Me están poniendo enferma. Ay… ay… ¡Ay… que se sacan un ojo!

—Anda, vamos —se mofó Albert que de un salto bajó de la piedra—. Te enseñaré cosas que ni en Madrid ni en tu mundo Disney podrás ver.

Encantados pasearon cogidos de la mano, aunque a pesar de la aparente tranquilidad de Candy, estaba nerviosa. Verse en medio del bosque cerca de cientos de bichos y animales desconocidos, y de la mano de Albert, no era lo más tranquilizador, aunque le gustara.

Contándole curiosidades del lugar, Albert la llevó hasta lo alto de una colina donde Candy pudo observar pájaros de diversos colores, formas y tamaños. Como un entendido en la materia le fue señalando y hablando de los urogallos, piquituertos, incluso incrédula pudo admirar el vuelo de un par de águilas reales.

—¡Dios, qué bonitas! —susurró Candy mirando sus siluetas en el cielo.

Las aves bailaban una danza elíptica que la tenía embelesada. Pero Albert no las miraba. Sólo la miraba a ella.

—Me estoy enamorando de ti —susurró Albert—. Antes de que digas nada, sé que esto no entraba en tus planes, pero quiero que sepas que tampoco entraba en los míos.

Aquella declaración la había pillado tan de sorpresa que se quedó como una tonta mirándolo con la boca abierta, hasta que Albert, poniéndole la mano en la barbilla, se la cerró.

—Quería que lo supieras —continuó él— porque siento una inagotable necesidad de estar contigo a todas horas. Cada vez que te veo quiero besarte y lo peor de todo es que no puedo soportar que ningún hombre que no sea yo se acerque a ti.

Como vio que Candy no hablaba, sólo lo miraba, continuó hablando.

—Me encantaría conocerte, saber de ti y de tu vida, y que olvidaras las tonterías que te dije la noche de mi marcha, porque para mí no eres diversión y sexo, para mí eres algo más —susurró navegando en su mirada—. Cada vez que pienso que dejaré de verte cuando regreses a España no lo puedo soportar, y por eso, cariño, me gustaría que me dieras la oportunidad de enamorarte y de contarte quién soy, y pedirte perdón por…

Ya no pudo continuar, Candy, incrédula de que algo tan de película de Hollywood le estuviera pasando a ella, dando un paso hacia él, lo besó.

El impacto que sintió Albert al recibir aquel beso le dejó conmocionado durante unos segundos. Candy la mujer que más deseaba en el mundo, lo estaba besando. Con delicadeza, mientras la besaba, subió la mano hasta su mejilla y la acarició, para después enredar sus dedos en aquel oscuro rubio y rozar su sien.

En ese momento Candy se sintió arrastrada por la pasión, y sintió que toda ella ardía de deseo y lujuria por él. Sin poder reprimir aquel acto, Candy bajó sus manos con lentitud de la cintura de Albert a su trasero.

«¡Dios, es de acero!» pensó mientras sentía cómo él bajaba su mano de su cintura a sus propios glúteos.

Albert, a punto de estallar, se apartó unos segundos para mirarla y dijo con voz ronca:

—Te deseo tanto que si continuamos así te voy a hacer el amor aquí y ahora.

Candy, suspirando, se lamió los labios dando a entender su conformidad, pero de pronto, por el rabillo del ojo, sintió que algo se movía a su derecha y tras dar un chillido gritó.

—Ah… ¡Vacas peludas!

Sin darle tiempo a Albert a reaccionar se lanzó como una loca cuesta abajo, y al perder el equilibrio comenzó a rodar como una albóndiga. Albert, impotente sin poder hacer nada, veía cómo Candy rodaba y rodaba a una velocidad imposible de controlar golpeándose contra todo lo que encontraba a su paso, hasta que llegó abajo. Asustado por lo que le hubiera podido ocurrir se agachó junto a ella encontrándola mareada y magullada.

—¡Por todos los santos! —gritó al ver la sangre que le corría por la frente—. ¿Cómo se te ocurre hacer algo así?

—¡Corre! —gritó ella— ¡corre, que vienen las vacas! —intentó levantarse, pero Albert la sujetó.

—Como te muevas —masculló con gesto serió—. Te juro que quién te mata soy yo.

—¡Odio las vacas escocesas! —gritó al sentir cómo Albert la cogía en brazos—. Qué haces ¡suéltame!

—Ni lo sueñes —respondió andando con prisa hacia la moto—. Te has golpeado en la cabeza y voy a llevarte al médico ahora mismo.

—¡Oh, Dios! Qué ganas tengo de volver a la civilización.

—Ni que estuvieras en la Edad Media —murmuró Albert mientras caminaba con paso firme.

—¡Más o menos! —protestó mirándolo—. Estoy harta de no tener intimidad en el baño, de estar rodeada por bichos continuamente. Quiero darme un baño largo y relajante en mi preciosa bañera con esencias de rosas. Deseo tumbarme en mi cómodo sofá, ver una película de estreno y tomarme un té «Earl Grey» del Starbucks.

—No te preocupes. Pronto todo esto acabará.

—¡Maldito conde! Maldito contrato y maldito castillo —gimió horrorizada al verse la sangre—. Es la primera vez en mi vida que para conseguir un contrato tenga que costarme sangre, sudor y lágrimas.

Cuando llegaron donde estaba aparcada la moto, la sentó con cuidado.

—¿Te mareas?

—No —y retirándose el pañuelo chilló—. ¡Ay, Dios! Cuánta sangre.

—Tranquila, preciosa —susurró al ver sus manos temblar—. No será nada. Ya lo verás.

—¿Por qué me llamas preciosa?

—Porque lo eres —respondió con una cariñosa sonrisa—. Eres un encanto y estoy loco por ti.

—¡Voy a quedar desfigurada! —gritó al verse en el espejo retrovisor.

—No va a ser para tanto —sonrió Albert y levantándole la barbilla, le dio un breve beso en los labios que la calló—. Eres la mujer más preciosa que he conocido en mi vida, y un par de puntos en la frente no lo van a estropear.

—¿Tu crees? —preguntó haciendo un mohín que le enterneció.

—Estoy seguro —sonrió volviéndola a besar—. Ahora te voy a sentar delante de mí en la moto, y vas a estar muy quietecita pegada a mi pecho para que yo pueda conducir y antes de que te des cuenta estaremos en la consulta del médico ¿vale?

—Vale —asintió, pero antes de arrancar volvió a preguntar—. Albertl ¿Qué horóscopo eres?

—¿Para qué quieres saber eso ahora?

—¡Dímelo! —chilló sorprendiéndole.

—Cancer —respondió arrancando la moto.

—¡Ay, Dios mío! No puede ser —susurró Csndy al pensar en lo que la señora Paulina le contó.

Cuando entraron en la consulta del médico, las dos enfermeras avisaron rápidamente a Greg, quién al verles tomó a Candy por el brazo.

—Espera aquí, Albert.

—Voy a entrar con ella —Albert no iba a dejarla sola con él.

—Si quieres que la atienda, debes esperar aquí —contestó con decisión Greg—. Este es mi terreno Albert, aquí mando yo.

—¿Vosotros dos sois idiotas o qué? —protestó Candy con malas pulgas—. Haced el favor de dejar la berrear como los parientes de Bambi y atenderme. La que está sangrando soy yo.

Tras mirarse desconcertados por la parrafada que acababa de soltar, Albertl, a regañadientes, la soltó.

—Oye, Albert —llamó Candy y tras besarle susurró—. No te vayas sin mí ¿vale?

—Por supuesto —sonrió al sentirla tan cerca—. De aquí no me moveré.

CONTINUARA