08 de agosto de 2019

Mi nuevo apartamento es atemporal, como mejor lo describiría, o en palabras de Leonie Lyon: «neoclásico francés». Supongo que sabe lo que dice, puesto que vive cruzando la calle. Si la sociedad canadiense deseaba conocer el paradero de la célebre Lyon, debía sencillamente haber buscado en un conjunto de residencias, en el centro de Toronto, reservado para personas de la tercera edad.

Aceptar la propuesta de Leonie sobre mudarme al apartamento vacío de enfrente ha sido una de las mejores decisiones que he tomado en mucho tiempo.

Es bastante contemporáneo, a decir verdad, y sus ornamentos están muy bien detallados. En el salón residen sofás curvilíneos, y los suelos son de madera natural. Es una casa algo antigua, posiblemente remontada a los últimos estragos de la colonización francesa. El apartamento está polvoriento y mis pocas pertenencias –ropa, mayormente, y cajas– descansan en la habitación de invitados que, con toda libertad, he convertido en la recámara principal.

El arrendatario, el señor Juvertson, es uno de los adultos residentes de la colonia. Leonie actuó como mediadora y lo persuadió de venderme el apartamento; él no se encontraba muy seguro –seguramente porque no tengo cabellos blancos, mi postura es recta y aún conservo todos mis dientes. Lo cierto es que mis vecinos me superan por décadas.

Después de que Leonie le asegurase que me trato de una estudiante prontamente universitaria en busca de alojamiento, y que mi compañía es la soledad –y no los temidos ruidosos adolescentes del siglo XXI–, el señor Juvertson accedió con la condición de que asistiese a la «tarde de juego anterior al polvo», cada domingo, a las 4:30 p.m., después de su penúltima medicina del día. Leonie me garantiza que no juegan al bingo.

Se conjetura que no llegaré a Canadá sino dentro de dos semanas. El señor Juvertson –anciano hipocondriaco– se escandalizará de saber que he llegado antes de lo previsto, pues no ha preparado el apartamento para mi bienvenida.

La pintura beige en las paredes se está cayendo; creo que es a lo que Leonie se refiere con «estilo romántico».

Durante las primeras horas de la tarde, intento limpiar el lugar. No consigo gran cosa sino desordenar un poco más. Quizá debí mudarme a un piso departamental; sus estilos minimalistas adoran la imperfección en lugar de blasfemarla, o como Kyandi –la japonesa que reside en el barrio oriental– me hubiese unido al vecindario procedente de mi cultura. Sólo si tuviese en claro cuál es.

Miro la hora en el reloj análogo. La manecilla más larga está a punto de anunciar la medianoche y la corta no hace más que avanzar, parsimoniosa, como si supiese de qué va mi martirio interno, me atormenta con el repetitivo tic-tac.

El vecindario está iluminado por los faroles en las aceras; sus habitantes probablemente están dedicándose al sueño desde las nueve. Me aseguro de apagar las luces del apartamento antes de salir. Cabeceo atentamente al guardia de seguridad que custodia las residencias desde la caseta de servicio y continúo por las calles arboladas. Ya hemos sido presentados y esclarecidos, referente a la situación... especial, a mi consideración. El clima en la avenida es helado para tratarse de inicios de agosto. Echo sobre mi cabeza el gorro de la chaqueta y tiemblo, sin diferenciar la verdadera procedencia.

El último autobús del día está por salir. En la estación, el vehículo ronronea con apresto, sus puertas metálicas están por cerrarse. Corro el sobrante tramo y pongo un pie en el primer escalón, advirtiendo al conductor.

—¿Pickering?

Respuesta afirmativa. Me apresuro a subir. Está casi vacío; dos o tres personas se dispersan en los asientos. Ignoro los vistazos intrigados y me conduzco por el estrecho pasillo, iluminado neón por las luces intermitentes en los comportamientos superiores. Escojo una vacante al fondo. Al abrazarme a la cintura, me alerta descubrir cuánto he adelgazado. Poso la cabeza en la ventana, parcialmente descubierta por la gruesa cortina, y por el resto del camino me dedico a consumir los minutos restantes en la mente.

En algún momento de la noche, el autobús se detiene en la región de Durham. Agradezco al conductor y bajo del vehículo. El frío se ha acentuado. En Pickering he estado solamente una vez, en abril. Tomo un último automóvil, un taxi que me lleva específicamente a mi destino. Pretendo resolver, más adelante, cómo volver a Toronto por mi cuenta.

Al arribar, y detenerme frente a la hogareña construcción, reflexiono sobre mis pasos. Estoy a tiempo de volver. Sólo si pudiese hacerlo. Dar media vuelta y alejarme. Él estaría bien.

Pero he llegado a Pickering con un único propósito.

Las luces del piso superior están encendidas; las concernientes a la planta baja, pertinentes a la recámara de sus padres, no. Y la música –un sonsonete de moda– parece provenir del patio trasero. Ahueco la puertecilla del cerco de madera, al frente de la propiedad, y avanzo por el jardín. El olmo y el arce, árboles custodios del hogar, bailan remisamente sus oscuras, rojas y dentadas hojas, respectivamente, embelesados por el vaivén de la brisa nocturna. Si cerrase los ojos... podría rememorar aquellos días de abril. Sería feliz de nuevo –sabiéndome dichosa y enamorada. Él estaría a mi lado y sonreiría al mirarme. Ese día conocería a su familia, a su afamada hermana menor... volveríamos a ser los mismos, compañeros de risas, de disparidades, cómplices del todo. Puedo recordarlo, conduciéndome por el camino principal, su mano atrapada en la mía, rozando la falda de mi vestido al andar. Nos pondríamos al encuentro de sus padres, al ojo de su hermana... y la pena no existiría.

Dios, estoy tan triste.

Divago distraída entre los abetos y palmeras, entre las plantas silvestres. Recién plantados, claveles rosados enaltecen el jardín. Logro una pequeña sonrisa, incrédula, nostálgica. Elevo la mirada –actitud siempre inconsciente que me ha llevado, reiteradamente, a coincidir con la suya. Ésta no es la excepción. Él está del otro lado del jardín.

—África —respira Shawn.

Cuánto ha cambiado. Está más alto, si le fuese posible. Más guapo y, por ende, inalcanzable. Para mí, por lo menos. Siempre lo ha sido. Qué extraño es darme cuenta ahora. Y no puedo culparle, porque yo lo he obligado, porque yo he cambiado también. Ahora lloro cada vez que río.

Shawn marca un tenue paso en mi dirección –sobresaltando a mi corazón–, y se detiene, como si no hubiese notado lo que hacía, lo que nos hacía.

—¿Qué haces aquí?

—Vine a encontrarte.

—Es pasada de la medianoche —dice él, y otea, muy nervioso, sobre mi hombro; se resiste a mirarme—. ¿Has venido hasta aquí sola?

—¿Me odias?

—¿Odiarte? —repite Shawn, perplejo—. ¿Cómo podría alguna vez odiarte, África?

Respiro hondamente y aparto la mirada. No quiero llorar. Estoy cansada de llorar. Me es inconcebible romperme nuevamente y ante sus ojos. Sería hipócrita, después de lo que he hecho. Saber lo que yo sé, lo que me fue dicho, es un peso difícil de soportar. Mamá dijo que todo se volvería más fácil, cierto; de manera lenta y acerba, pero los meses han pasado y sigo llorando al despertar. Las mañanas son las más difíciles, pues tratan de un permanente recordatorio de lo ocurrido ese lumínico día de junio.

—Tenía que verte —digo a Shawn—. Desearte un feliz cumpleaños.

En otra alternativa, yo te tendría. Hubiese sido más valiente, menos temerosa. Sostendría esta noche tu mano, sin serme prohibido. Te amaría, sin morir en cada latido. Sería tuya –eternamente complacida–, y tú seguirías siendo mío. Culpo al destino, que se ha comportado como un cobarde, deliberadamente, pues yo he trazado sus decisiones. La cobarde soy yo.

Camino hacia él, como siempre he hecho; como hice esa noche de enero, y los consiguientes momentos, como pauté, sin saberlo, por los corredores de una noble hacienda y me dirigí directamente a sus brazos. Mayo y junio... protegidos en mi memoria.

Lo suficientemente cerca, Shawn roza el filo de mi cabello con la punta de sus dedos; éste no está más allá de mis hombros.

—Tu cabello —susurra.

—Es lo menos valioso que he perdido en la vida.

Deslizo esos dedos suyos entre los míos, aseverando el amoroso contacto para los días venideros, cuando sea más trastorno que persona. Shawn se impresiona, pero no se aparta. Encuentro su otra mano y las atraigo a mi pecho, como solía hacer antes de irnos a dormir y él depositaba un casto beso en mi hombro. Me obligo a olvidar quién está en la fiesta llevándose a cabo en el patio. En mi pensamiento, siempre hemos sido él y yo, hasta la fecha.

—Esto no es correcto —dice Shawn; su voz apenas un aliento.

—No —coincido de vuelta—. Cierra tus ojos.

Shawn cierra sus ojos y me inclino hacia él; hace meses forjé misma acción frente a la puerta de su casa, aquél nuestro inmortal primer beso. Al besarle –tratándose de meses sin probar sus labios– la vida torna a su dueña, tanto lo hago. Vivificada, gimo dulcemente en su boca. Shawn jadea e intenta corresponderme, dominado fugazmente por la concepción de sus deseos más profundos. Se retrae, sin embargo, al fin del momento. Los vítores de una fiesta en curso se alzan, pero resultan irrelevantes ante nuestra ambición. Beso su boca, tan suave como la seda, tan dulce como el tequila, y, cautivada, lo adoro sinigual en cada pequeño acto de mis labios. Aunque ya no estemos juntos. Aunque él tenga a alguien más en su vida.

Aunque lo haya dejado ir.

—Feliz cumpleaños, Shawn.