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Capitulo XXXVII
Quince minutos después llegaban Archie, Karen y Lexie.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Karen desencajada al entrar en la clínica.
—Tranquila —murmuró Albert—. Ella está bien. Pero creo que tendrán que darle un par de puntos en la frente.
—¿Puntos en la cara? —Karen se alarmó al escucharle—. ¡Oh, Dios mío! No quiero ni imaginarme lo que debe estar pensando.
—Ve dentro —animó Albert—. El idiota de Greg no me ha dejado entrar. A ti seguro que no te lo prohíbe.
Albert acertó. Greg, sin oponer resistencia, la dejó pasar.
Archie, al ver lo nervioso que estaba Albert, lo sacó fuera de la consulta. Lexie al verles salir salió del coche y se tiró a los brazos de Albert.
—Hola, tío —saludó Lexie—. ¿Has visto a la novia de papi? ¿A que es guapa? Se llama Karen. ¿Y a que no sabes qué? —susurró bajando la voz.
—No, cariño dime —sonrió dándole un beso.
—Esta noche ha dormido con papi y estaban desnudos en la cama.
—¡Lexie! —regañó Archie al escucharla.
—¿Qué me dices? —se rió Albert y mirando a Archie preguntó—. ¿Novia de papi?
—Lexie, cariño —dijo Archie—. Espéranos en el coche, tengo que hablar con el tío.
Una vez que se quedaron solos, Archie se preocupó por la sangre que su primo tenía en la camiseta.
—¿Qué ha pasado?
—Estábamos en las colinas, viendo el paisaje —comenzó a contar Albert— y estaba a punto de contarle nuestro secreto, cuando ha visto unas vacas acercarse y sin darme tiempo a sujetarla se ha lanzado colina abajo. ¡Imagínate cómo ha bajado! No te rías o te parto la cara.
—Vale —intentó aguantarse—. Es cierto. No tiene gracia.
Pero la tenía.
—¡Joder! —comenzó a reír Albert sin poder evitarlo.
—Lo siento. Lo siento —lloró Archie de la risa— Pero si no me río reviento.
Les llevó un buen rato parar ante aquella situación que a los dos les parecía ridícula. Pero Albert tenía cosas que preguntar.
—¿Qué ha querido decir Lexie sobre Karen?
—Lo que has oído.
—¿Pero estás loco? —dijo señalando a la niña que esperaba en el coche—. ¿Qué vas a decirle a Lexie cuando ella decida volver a su país?
—No lo sé —respondió cabizbajo—. He seguido el consejo de Rob y sólo espero que decida quedarse aquí.
—¡No me jodas, Archie! ¿Karen sabe la verdad? —se angustió Albert, pensando que en ese momento estaba a solas con su hermana.
—No tío, tranquilo —negó preocupado—. Después de ver su reacción al conocer la existencia de Lexie he preferido contarle ese pequeño matiz en otro momento. ¿Y tú?, ¿qué me dices de ti? ¿Has pensado en lo que Rob nos dijo ayer?
—Claro que lo he pensado —asintió preocupado— acabo de decirte que estaba a punto de contarle la verdad cuando esa loca se ha tirado colina abajo.
—¿Cómo crees que reaccionará esa fiera española cuando se entere de quién eres realmente?
—No lo sé —respondió confundido—. Temo lo que pueda hacer.
—El juego se nos ha ido de las manos —señaló Archie—. Debemos asumir que hemos pasado de ser los cazadores a ser los cazadores cazados.
Ensimismados en su conversación no se percataron de que Karen, algo mareada por la visión de la sangre, era sacada por una de las enfermeras y por Greg.
—Estoy bien, de verdad —se disculpó Karen.
—Enseguida vuelvo —dijo el médico que caminó hacia Archie y Albert.
Karen se quedó a solas con la enfermera.
—¿Le traigo un vasito de agua? —preguntó la asistenta con la clara intención de ser amable.
—No…-sonrió— no hace falta.
—¿Ha venido sola?
—No. Estoy con ellos —dijo señalando a Archie y a Albert, que en ese momento hablaban con Greg.
—¿Quiere que avise a los McArdley?, así no estará sola mientras sale su hermana.
—¿McArdley? —preguntó extrañada Karen al escuchar aquel apellido.
—Sí, ellos. Los McArdley —volvió a repetir la enfermera sin entenderla.
—¿Ellos se apellidan McArdley?
—Señorita —sonrió la enfermera— El hombre que trajo a su hermana es el conde William Albert McArdley, el otro es el señor Archibald Patrick McArdley, y nuestro médico es Greg Anthony Wells McArdley.
Karen, al escuchar aquello, se quedó sin palabras mientras sentía cómo la sangre le bullía revolucionada. Apenas sí podía respirar. Aquellos tres sinvergüenzas les habían mentido desde el principio y nadie les había advertido.
—Señorita —dijo la enfermera—. ¿Está bien?
—Sí —asintió, consciente de la gravedad de lo que acababa de conocer—. Ahora sí que le agradecería el vaso de agua.
—Espere aquí —sonrió la mujer—. Ahora mismo se lo traigo.
Sin quitarles los ojos de encima, vio cómo aquellos tres farsantes hablaban mientras compartían confidencias. ¿Qué hacer? Aquella noticia iba a ser un jarro de agua fría para su hermana ahora que comenzaba a abrirse y a confiar en las personas.
—Tome, bébala despacio. Estaré en recepción por si quiere algo.
—¿Estás mejor? —preguntó Greg entrando de nuevo en la consulta.
—Sí —asintió a punto de tirarle el vaso a la cabeza.
Al quedarse sola, notó cómo el abrigo de Candy comenzaba a vibrar ¡El móvil! Con premura lo sacó, y cuando vio el nombre de «Neall» en la pantalla suspiró. Pero en un arranque de mala leche, decidió atender la llamada.
—Sí, dígame.
—¿Peluche? —preguntó Neall.
—No, chato —respondió Karen malhumorada—. Soy tu víbora preferida.
—Karen —siseó con amargura—. ¿Qué haces con el móvil de Candy?
—¿Qué haces tú llamando al móvil de mi hermana, gilipollas?
—Oye. No tengo por qué hablar contigo. Pásame con ella.
—¡Ja! —se mofó al escucharle—. Lo llevas claro, relamido.
—¡Eres insoportablemente barriobajera!
—Mira quién habla ¡el tonto del culo de su barrio! —soltó enfadada—. Quieres hacer el favor de dejarla en paz. Ella no te necesita —y en un ataque de maldad dijo—. Además, Candy ha conocido a alguien que le conviene mucho más que tú, por lo tanto ¡olvídate de ella, porque ella ya se ha olvidado de ti!
—No puede ser —gritó Neall enfurecido.
—Lo que has oído, soplagaitas. Ahora, si eres tan amable de dejar de llamar, todos te lo agradeceríamos.
—Dile que me llame —bufó enfadado— y dile que estoy en Ed…
Aguantándose un borderío típico de los suyos, cortó la comunicación. Odiaba a aquel hombre más de lo que él nunca podría imaginar. Con mano firme bebió el vaso de agua, y cuando lo dejó encima de una mesita, vio que Archie y Albert se acercaban.
—¿Qué ocurre? —preguntó Albert. Seguía nervioso—. ¿Candy está bien?
—Dímelo tú, señor conde William Albert McArdley —respondió Karen dejándolos con la boca abierta—. O tú, señor Archibald Patrick McArdley.
El mosqueo y la desconfianza que había en los ojos y en la cara de Karen era difícil de explicar. Albert y Archie, tras mirarse desconcertados, no supieron qué decir.
—Así que otra mentira —gritó Karen mirando a Archie—. ¿O quizás me vas a decir que no ha habido momento para decirme que este idiota es el conde, y que tanto tú cómo Greg sois los tres unos McArdley?
—Yo… —susurró Archie mesándose el pelo— Mira, cielo, te juro que…
—¡No me jures! —siseó Karen encarándose— o te juro yo que te mato.
Al escuchar aquello Archie y Albert se miraron. La situación se pondría mucho peor cuando la otra fiera se enterara.
—Escucha, Karen. Todo es culpa mía —dijo Albert sentándose junto a ella—. Le hice prometer a Archie y a todo el mundo que no dirían nada hasta que yo en persona se lo contara a Candy.
—¿Cómo crees que se sentirá cuando lo sepa? ¿Acaso crees que lo asumirá con facilidad? ¡Joder! —gritó levantándose—. Justo ahora que parecía que las cosas le podían ir bien le haces tú esta jugada. ¡Madre mía! —se desesperó— Esto acabará con ella. No volverá a confiar en nadie, y todo gracias a ti y al gilipollas de Neall.
Archie y Albert, al oír ese nombre, se volvieron a mirar. ¿Debían decir que ese gilipollas había estado en la granja?
—Escucha —intervino Albert intentando apaciguarla—. Sé que no hice bien metiéndoos en un juego de este tipo, pero ahora ya no podemos hacer nada. Sólo te pido un favor. Déjame que sea yo quién se lo explique. ¡Por favor! Ella me importa mucho.
—¡Y un cuerno! —gritó Karen.
—Por favor, no grites. Si tu hermana te escucha se pondrá más nerviosa —indicó Archie tomándola por la cintura.
—¡Tú cállate! Y aleja tus manazas de mí si no quieres que te patee los huevos —siseó acercando su cara a la de él—. Mentiroso. ¿Cuándo ibas a dejar de mentirme?
Sin poder responder, Archie la miró. ¿Dónde estaba la mujer dulce que conocía? Aquella que tenía delante era otra fiera española como la que estaba aún por salir.
—Aunque no lo creas, hablábamos de esto ahora mismo —indicó Albert.
—Sí, chato. ¡Oh perdón! señor conde —se mofó Karen—. Y voy yo, y me lo creo.
—¡Te lo juro cielo! —se inquietó Archie—. Hablábamos de contaros la verdad, pero de pronto tú nos has descubierto y…
—Oh, Dios… dame paciencia, porque si no me la das te juro que hoy me convierto en una asesina en serie —bufó ella.
—Karen, por favor —insistió Albert—. Deja que…
—Mira, condesito —dijo señalándole con el dedo—. En cuanto mi hermana salga por esa puerta, y le vea la cara de susto y terror por lo que le acaban de hacer ¡se acabó! —indicó andando de un lado para otro—. No pienso consentir que otro idiota como su ex la engañe. Ni por supuesto que siga sufriendo el horror de seguir aquí con vosotros, cuando sé que desea regresar a España para descansar de este horroroso viaje. ¡Joder! —pateó el suelo—. Que le están dando puntos en la cara. ¡Nada menos que en la cara! Ay, Dios, no quiero ni pensar en cómo va a salir.
Karen, temblando de rabia, se alejó de Archie. No quería ni mirarlo ni hablar con él. La había vuelto a engañar.
En ese momento se abrió la puerta y Candy, con un gran apósito en la frente, apareció junto a Greg.
—¿Todo bien? —preguntó Karen.
—Perfecto —respondió Greg dándole un papel a Candy—. Los puntos en cinco o siete días vienes a que te los quite. ¿Vale? Recuerda que mañana tendrás el cuerpo como si te hubieran dado una paliza, por lo que nada de trabajos en el campo —dijo mirando a Albert.
—No te preocupes —respondió éste con seriedad—. Eso acabó.
—Por supuesto que acabó —ratificó Karen.
—Muy bien-se despidió Greg—. Tengo más pacientes. Qué tengáis un buen día, y ya sabes Candy, para cualquier cosa, llámame.
—De acuerdo. Gracias.
Cuando los cuatro quedaron solos, Archie, martirizado por la actitud de Karen, se volvió a acercar a ella. Necesitaba que le escuchara, pero ésta le dio la espalda.
—¿Dime que estás bien, Candy? —volvió a preguntar Karen abrazándola—. ¿Te duele?
—No. No me duele. Y sí estoy bien —sonrió besándola—. Y a ti ¿cómo se te ocurre entrar sabiendo que te mareas con la sangre?
—No lo sé. Fue instintivo —respondió muy seria.
—¿Qué te pasa? —preguntó Candy mirándola—. A ti te pasa algo.
Sin poder aguantar un segundo más Archie la agarró de la mano y se la llevó al exterior de la clínica, dejando a Candy sorprendida.
—¡Suéltame, bestia! —gritó Karen.
—No —siseó enfadado—. No voy a soltarte hasta que me escuches.
—No voy a escucharte —respondió poniéndose en jarras—. No quiero escucharte.
Candy, apartada de ellos les observaba, mientras Albert la observaba a ella. ¿Cómo explicarle a la mujer que amaba que todo excepto su amor era falso? Aturdido por sus pensamientos no se dio cuenta de que Candy lo miraba hasta que le habló.
—Albert, ¿estás más tranquilo?
—Buf… —suspiró con el corazón en un puño—. Ahora que te veo y sé que estás bien, sí, estoy más tranquilo, pero escucha Candy yo…
—¿Sabes? me encontraría un poco mejor —dijo acercándose a él— si me dieras un beso aquí —indicó señalándose los labios.
Sin poder resistirse a aquella petición Albert la besó. Apenas fue un roce, pero lo suficiente para que ambos volvieran a sentir la pasión.
—No vuelvas a hacer lo que has hecho hoy —la abrazó Albert aspirando su perfume, aquel aroma que tantas noches en vela le había provocado—. A partir de ahora tienes que prometerme que antes de hacer algo tan imprudente lo pensarás dos veces.
—Vale… vale… —sonrió dejándose abrazar.
Aquella sensación era nueva para ella. Neall odiaba las demostraciones de afecto, tanto en la intimidad como en público. Sentirse abrazada a plena luz del día con tanto cariño por aquel gigante, le gustó.
—Oye ¿qué les pasa a éstos? —señaló Candy al ver a su hermana y Archie.
—Creo que están discutiendo —respondió Albert cada vez más confundido.
—¿No me digas? —se mofó mirándolo—. No me había dado cuenta.
Separándose de Albert, se encaminó hacia Archie y Karen quienes tan pronto discutían, como se besaban, como volvían a discutir.
—Vamos a ver chicos —murmuró Candy plantándose ante ellos—. ¿Cuál es el problema?
Karen, malhumorada, se calló, llegado el momento no supo cómo contarle aquella mentira, y menos teniendo aquella expresión tan dulce de su cara.
—Sea lo que sea —sonrió Candy—, seguro que se puede arreglar.
—No —respondió Karen—. No se puede arreglar. Te aseguro que no, Candy.
—¡Joder! —masculló Archie al intuir lo que iba a hacer.
Al escuchar aquello Albert cerró los ojos. El dulce momento vivido con Candy iba a desvanecerse en cuestión de segundos.
—Escucha, Candy —indicó Albert interponiéndose—. Tengo que hablar contigo y es urgente.
—¡Y una chorra! —protestó Karen empujándole—. No quiero que hables con él.
—¡Madre mía! —gruñó Candy cambiando su humor—. Me estáis asustando. ¿Qué narices pasa aquí?
En ese momento Greg salió por la puerta con su maletín en la mano, pero al ver a Albert y Archie se acercó a ellos.
—Acabo de recibir una llamada de Doug —les comunicó Greg con gesto apenado—. Rob…
—¡No! —susurró Albert que corrió hacia su moto y enloquecido se marchó.
—¿Qué pasa? —preguntó Candy asustada—. ¿Qué ocurre?
—Archie, tenemos que ir a la granja —indicó Greg asiéndole por los hombros.
—Archie—murmuró Karen tocándole la cara—. Cariño ¿qué pasa?
A diferencia de Albert, Archie al escuchar las palabras de Greg se había quedado paralizado. Aquello sólo podía significar una cosa.
Rob había muerto.
CONTINUARA
