Hola!
Bueno, ahora ya sí que puedo decir que he terminado del todo de escribir el fanfic, ya sólo me queda corregir, seguir publicando y rezar a las diosas para que no me dé por cambiar nada, que ya he dictado sentencia, jajajaja. Espero que esto alegre a las personas que, en contra de sus costumbres de leer sólo historias completadas, se hayan animado a asumir el riesgo de seguir ésta.
Espero que estéis bien y tengáis feliz semana,
-Juliet
Laguna negra
¿Un chasquido? No, debía estar soñando. O a lo mejor era sólo lluvia. Me acurruqué un poco más con Zelda, ella dormía como un bebé y yo pensaba hacer lo mismo. Hundí la nariz en su pelo y no me movería de ahí hasta que ella me obligase a levantarme.
No, diablos. Sí había un chasquido.
Me froté los ojos porque era incapaz de abrirlos y me senté en el interior de nuestra tienda. Mi puñal debía estar por algún sitio, rebusqué entre mantas y ropas revueltas y lo encontré. Bien, el tercer chasquido sonó nítido contra la lona de nuestra tienda. Eché un último vistazo a Zelda, que no se había inmutado, me calcé las botas y salí afuera.
Aún no había luz, todo el campamento estaba en calma, todos durmiendo en sus tiendas. Ordené a los demás que no hicieran guardias, estábamos más que rodeados por la guardia de Kahen, era una buena oportunidad para descansar bien toda la noche. Bostecé e intenté estirarme un poco, todavía me dolía el hombro, y la pierna, y me apetecía dormir una noche entera bajo un techo seco y en una cama de plumas. Con mi mujer. Y por supuesto, después de lo que había pasado, pensaba hacer otras muchas cosas con mi mujer aparte de dormir. El Nido seguía estando lejísimos de nosotros, maldita sea.
Di unos cuantos pasos alrededor del campamento. Se oía el ruido de arroyos, de pájaros raros y otros animales nocturnos, y el canto de miles de insectos, ranas y... diosas, parecía que había un millón de vidas en la oscuridad de ese extraño bosque. Ni siquiera lo llamaría bosque, era el bosque más raro que había visto nunca, papá y mis hermanos se sorprenderían al ver un lugar así.
—¿Otra vez con esa arma ridícula? No aprendes la lección, Maestro Link...
Me giré y vi al lobo, dócil y sentado sobre las patas traseras, como si fuese un perro. A su lado estaba uno de los tipos, el del parche en el ojo. Enfundé el puñal y me acerqué a ellos con cautela. Estaban un poco apartados, no había nadie alrededor.
—Pensé que no volvería a veros nunca más.
—Y nosotros pensamos que tomarías parte, como prometiste. En lugar de eso te he encontrado durmiendo y perdiendo el tiempo.
—Iba a tomar parte. Al alba, teníamos un plan.
—Tienes que ser tú solo, ya te lo dijimos. Además de perezoso eres sordo, he tenido que lanzar al menos diez piedras contra tu tienda —protestó, cruzándose de brazos.
—Dormía con mi mujer, no os he oído, pero estoy aquí y es lo que importa, ¿no?
—¿Has oído, lobo? "Con su mujer". Supongo que hay unos con más suerte que otros —sonrió, de medio lado. El lobo le lamió los dedos.
De todos los maestros de la Espada el que más me desagradaba (y el que más se había ensañado conmigo) era el tipo del parche. Miré por si veía a los demás.
—¿Dónde están tus amiguitos?
—Sólo hemos venido nosotros dos —sonrió, a sabiendas de que no me caía demasiado bien —¿listo para partir?
—Sí, por supuesto.
—Farore, dame paciencia. Anda, ve a buscar un arma más decente si no quieres que siga pasando vergüenza —resopló.
Con cuidado de no despertar a nadie busqué la espada y también mis protectores de cuero de los antebrazos. Hacía mucho calor en ese bosque, pero el idiota del parche tenía razón, algo de protección no venía mal.
Mientras nos alejábamos di un último vistazo al campamento. Estarían bien protegidos, ¿no? Si Kahen movía un dedo contra alguno de ellos...
—Tu mujercita estará bien, no sufras —dijo el tipo, con su tono burlón —créeme si te digo que ella sola podría defenderse mucho mejor de lo que imaginas.
—Como si la conocieras de algo.
—En el fondo todas son iguales, ¿verdad, lobo? —soltó una carcajada.
Avanzamos por el bosque y dejé de ver el suelo. Una especie de neblina lo iba cubriendo, y se volvía más espesa conforme avanzábamos. Me detuve un instante.
—¿Qué pasa?
—No deberíamos seguir. Kahen está al mando, nos prohibió que viniésemos. Una cosa es que mi mujer desobedezca, después de todo es su hermana y es princesa de Hyrule, pero yo-
—¿Confías en ese Kahen?
—No.
Entornó su único ojo y siguió avanzando, con el lobo a la cabeza. Después ambos se detuvieron, justo cuando la niebla se volvía casi una pared de humo en la que no se veía nada, ni árboles, ni sendero... nada.
—La prueba es obvia. La vista no sirve de nada. Siempre nos enfrentamos a nuestros miedos a ciegas, porque la ceguera es el origen y fin de muchos miedos. Por eso el mal se refugia en la oscuridad, se envuelve en ella. ¿Te atreves a enfrentarte a este enemigo en la oscuridad?
—No puedo avanzar si no veo nada.
—No utilices tus ojos, si lo haces, este enemigo te atrapará.
Me tendió un trozo de tela y se hizo a un lado. Bien, de todas formas con la niebla no iba a ver gran cosa. Vendé mis ojos con la tela y desenvainé la espada para seguir avanzando yo solo hasta el final.
Era curioso, porque conseguí avanzar con bastante habilidad a pesar de no conocer el camino, de estar a ciegas. Sólo dejé que la intuición me arrastrase, como si un hilo invisible estuviera tirando de mí. Sin embargo, con cada paso una especie de desazón pesaba más y más en mi estómago. Y en mi mente. ¿Qué pasaría si esta misión me llevaba por delante? ¿Cómo iba a proteger a Zelda y a mi familia? A lo mejor yo no era digno de intentarlo. Era un extranjero, un tipo con la mejor y la peor suerte.
Me detuve cuando mis pies empezaron a hundirse en una ciénaga, una superficie encharcada y lodosa. La Fuente del Valor. No podía ser de otra manera. Oí un ruido, como si algo se removiese en el barro, y había una peste que me removió las tripas. El corazón me latía igual que un tambor y al primer ruido di un tajo en el aire con la espada. Había más de un enemigo, podía oír y oler su carne putrefacta, rodeándome. No podía imaginar qué sería, por el olor sólo podía imaginarlo como muerte. Olía como cuando herían en las vísceras a un ciervo o un jabalí en una cacería, olía a entrañas desparramadas, a carne putrefacta. Una de las criaturas me rozó la espalda y me revolví tan rápido como pude. Esta vez mi tajo se clavó en algo duro, más mezcla de piel y hueso que carne. Con el pie hice palanca y conseguí arrancar la espada. La criatura gimió, pero siguió moviéndose. Empezaron a picarme las piernas, seguramente era la ponzoña de la fuente, estaba mareado y entumecido y mi fortaleza empezó a flaquear. Diosas, ¿cómo podía haber hecho caso de esas visiones? ¿Y si me estaba volviendo loco y sólo estaban en mi cabeza? Oí un grito en la lejanía. Era un grito de mujer.
—¡Zelda!
—¡No te distraigas! O la ponzoña llegará también hasta ella.
Me aferré a la empuñadura de la espada y grité, las criaturas me respondieron con gritos horrendos, a su manera. Lancé tajos a un lado y otro, encontré carne y hueso, si se trataba de animales o monstruos yo debía estar organizando una auténtica carnicería. Pero no podía permitir que alcanzasen a Zelda ni al campamento, había que ponerle fin, a ciegas, como fuese.
—¡Basta! ¡Basta!
Seguí cortando monstruos, hasta que empecé a sentir que la tensión desaparecía.
—¿Se han ido? —pregunté al maestro —¿estás ahí?
Chapoteé por la fuente y sobre los restos de mi masacre. Tomé aire, pero diosas, era un aire repugnante, asfixiante... sólo deseé subir a una montaña para respirar aire limpio, que refrescase mi nariz y mis pulmones. Levanté sólo el borde de la venda que cubría mis ojos y vi a mis pies un agua tan negra como la noche.
—Por Or y por todas las diosas...
Me descubrí del todo y sólo vi trozos de cadáver, huesos, piel y carne podrida. ¿Qué clase de criaturas habían corrompido las aguas? No pude aguantar más el asco y vomité a un lado. Luego usé el mismo pañuelo de los ojos para cubrir mi nariz y boca y comencé a retirar los restos de... diablos, de aquellos muertos en vida, para poder permitir que las aguas empezasen a limpiarse de nuevo. Tuve que frotarme los ojos un par de veces, pues me parecía como si de la estatua de piedra que había en el centro del manantial surgiese una especie de luz. Justo a los pies de la estatua el agua manaba transparente y clara, y allí me lavé las manos y la cara una vez aparté todos los cadáveres. Ya había amanecido casi del todo cuando terminé, y volví a oír tambores y gritos.
Corrí hacia el campamento, ignoraba el camino de vuelta ya que hice el de ida con los ojos tapados, pero sabía que el campamento estaba al sur, así que corrí bosque a través intentado llegar lo antes posible.
Cuando llegué al campamento, encontré una batalla campal. Una horda de monstruos y de espectros como los que habíamos enfrentado en la frontera nos había invadido. Ardren e Impa escudaban a Zelda, que también se defendía como le era posible, había centenares de bokoblins y otros monstruos asediando el campamento. Desenvainé y me uní a la batalla, abriéndome paso a cuchillazos para llegar hasta donde estaban mis amigos.
—¡Capitán! Ya era hora —exclamó Ardren.
—¿Estáis todos bien? ¿Zelda?
—¿Dónde diablos te habías metido?
Cuando pensamos que la presión desaparecía, aparecieron moblins oscuros portando armas pesadas, antorchas... mierda, eran cientos, puede que miles. Poco a poco nos fueron cercando en un círculo, a nosotros y a todos los hombres de Kahen.
—La cosa se pone fea, capitán —murmuró Fridd a mi espalda.
—Maldita sea, ¿dónde se escondían?
La presión cada vez era mayor, y aunque conseguíamos matar enemigos, estábamos atrapados dentro de una ratonera. Una tormenta de agua caliente descargó sobre nuestras cabezas, los hombres estaban cansados y sus golpes eran cada vez más débiles y torpes. Los veía caer como moscas a nuestro lado. Yo sentía que me ardía todo el cuerpo, su tensión a punto de estallar después de casi haber perecido en la Fuente del Valor.
—Link... —la espalda de Zelda chocó con la mía, estábamos acorralados.
Miré por encima del hombro y en sus ojos sólo vi terror e impotencia.
—Aún no te rindas, tenemos que salir de aquí.
Los maestros podrían aparecer para ayudarnos, podrían darme una señal. ¿De qué servía enfrentarse a pruebas si una horda de monstruos iba a terminar con todo allí mismo?
En medio del bosque se oyó retumbar un cuerno. Y como si un remolino de viento hubiera agitado las hojas del verde frondoso que nos rodeaba, oí el silbido de lanzas y espadas, y los monstruos se revolvieron contra lo que los estaba atacando por la espalda.
—¡Un ejército gerudo! —exclamó Zelda.
Miles de amazonas aparecieron de la nada, con lanzas largas y espadas curvadas. Ensartaron monstruos, los aplastaron. Se movían con una agilidad que les hacía parecer que danzaban más que luchar, no había visto nada parecido en toda mi vida. Poco a poco fueron minando la fuerza enemiga, hasta que los monstruos empezaron a huir. Ratas cobardes. El príncipe gerudo apareció también, con una espada larga, liderando a su ejército para salvarnos del asedio.
—Capitán Link, ¿estáis todos bien? —preguntó, acercándose a nosotros.
—Estamos bien, pero no sabemos nada del príncipe Kahen, su tienda está más lejos.
—Voy a buscarle, no os mováis de aquí, esta zona ya es segura.
Asentí y lo vimos alejarse con dos de sus capitanas, que seguían ensartando los pocos monstruos que aún seguían por los alrededores.
Respiré por primera vez. No sé el aspecto que debía tener, porque Zelda me miró casi con temor al principio, justo antes de suspirar y abrazarse a mí. Temblaba por completo y se apretó a mí con fuerza, aunque esperaba su reproche de un momento a otro.
—¿Dónde está Fridd? —preguntó Ardren.
—Estaba aquí al lado, lo he visto —dijo Impa.
Empezamos a buscarlo con desesperación, bajo la lluvia pesada y entre la montaña de cadáveres que había por todas partes.
—¡Capitán!
Estaba en el suelo, con un enorme moblin negro decapitado a sus pies.
—Nos habías asustado, cabeza de piedra —dije, arrodillándome junto a él.
Zelda le levantó el brazo y bajo el costado...
—No, por Or...
—Es grave, lo sé —susurró. Le lloraban los ojos, nunca había visto llorar a Fridd.
—No, se curará —mentí. En el agujero del costado asomaban costillas rotas, vísceras y... Agarré la mano de Fridd, me sorprendió lo fría que estaba, su debilidad.
—No me dejéis aquí, tengo que volver a casa.
—Nadie va a dejarte aquí, maldita sea —dije, sintiendo que las lágrimas también rodaban por mi cara.
—Llevadme con mi madre, no me dejéis aquí.
—Volveremos a casa todos juntos, tú con nosotros —le apreté la mano. Eso pareció calmarle un poco y echó la cabeza atrás.
—Sólo quiero descansar un poco...
—Te curarás.
—Link... —susurró Zelda a mi lado.
—Se va a curar —insistí, mirándola a los ojos. Eran de otro verde distinto al del bosque y la compasión que había en ellos sólo me hizo sentir aún más dolor.
—¡Maldito imbécil cabeza dura! Le dije que no se apartase del círculo —dijo Ardren, dando una patada al aire.
Poco a poco noté la mano de Fridd yéndose con él, la tensión de sus dedos aflojándose, como quien se queda dormido. Le salía sangre de la boca y lágrimas por los ojos. Murió mirando el techo de hojas del bosque de Farone.
Me eché a llorar sobre su pecho. Era culpa mía, si no hubiera ido detrás de los espíritus... Intenté tapar su herida, devolver la sangre a su cuerpo. Él jamás habría querido morir en Hyrule, la tierra de sus enemigos, lejos de sus montañas y de su madre. No podía soportarlo. Ni siquiera podía respirar. Fue Zelda, quien tirando de mí me hizo volver un poco en sí.
—Tranquilo, respira —susurró, y me rodeó. Permitió que llorase encima de ella sin decir nada.
Todo fue un poco confuso después. La lluvia cesó y Ardren y yo nos sentamos en silencio, alrededor de un pequeño fuego. Sé que Impa y Zelda estaban haciéndose cargo de Fridd. Yo no podía ni pensarlo, no podía mirarlo ni tocarlo, y ambas terminaron por enviarnos al campamento. No era verdad, en mi cabeza Fridd aún estaba vivo y nos cocinaría algo para cenar, para recuperarnos de la batalla. No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero cuando levanté los ojos del fuego, vi al príncipe gerudo acercarse.
—Capitán Link —saludó, y me ofreció un trago de su pellejo de licor. Lo acepte y le hice un gesto para que se sentase con nosotros.
—Nos has salvado. Gracias por acudir con tu ejército —dije, dejando atrás toda formalidad.
—Cuando volvía de la expedición por el cañón Gerudo oímos algo, como un temblor. Miles de monstruos salieron de la nada, del suelo. Parecía que brotaban como si hubiera un volcán de oscuridad bajo tierra. Vi una horda adentrarse hacia Farone, sabía que el príncipe estaba aquí.
—¿Está bien? —pregunté por cortesía. Me importaba poco si había sido atravesado por una lanza o no.
—Estoy bien.
Levanté la vista y vi al príncipe Kahen, con el rostro tan pálido como el de sus soldados.
—¿Y mi hermana?
—A salvo.
—Avísala. Me gustaría que más tarde todos hablásemos.
Caía la noche en el campamento cuando alcanzó algo de normalidad, por llamarlo de alguna manera. Normalidad porque volvían a arder las hogueras, algunos probaban bocado y otros terminaban de vendarse las heridas. Habíamos apilado los cadáveres de los monstruos en varios túmulos con la intención de quemarlos en cuanto se hubieran secado un poco, ya no llovía, pero había llovido durante casi todo el día y no íbamos a conseguir que las llamas prendiesen bien. Lo mismo pasaba con Fridd. No podíamos llevarlo con nosotros al Oeste, pero ese era su único deseo, así que lo quemaríamos según la tradición de nuestro pueblo y guardaríamos sus cenizas para entregárselas a su madre.
Pero antes de eso, había que poner toda la verdad en el fuego.
Como si se tratase de un kandar, alrededor de la hoguera nos vimos todos las caras: Kahen, Zelda, Impa, Ardren, Ganondorf y yo.
—¿Y bien? —preguntó Ganondorf a Kahen. Había desaparecido durante casi todo el día, una vez acordamos hablar. Volvió con la tez más mortecina y empapado de agua hasta la cintura.
—Nada —dijo, agitando la cabeza —las diosas no me escuchan. Tendremos que hablar con padre.
—¿Hablar de qué? —resopló Zelda.
—De utilizar el Poder Sagrado para acabar con todo esto de una vez. Sabes que ese poder concede un deseo a quien lo posee.
—Podríamos despertarlo y aplacar al enemigo —dijo Ganondorf —utilizar ese enorme poder para encerrar a los monstruos en su tierra para siempre. El ejército gerudo necesitará un reconocimiento del rey por semejante hazaña, espero...
—Ya te dije que sí. Siempre pensando en lo mismo. Tú y tu estúpida libertad que no importa a nadie —protestó Kahen.
—Espera —Zelda se puso en pie —¿has hecho una promesa a Ganondorf sin contar con padre?
—Ha salvado nuestra maldita vida, ¿qué más quieres? —protestó él.
—¿Cuál es el origen de todo esto? —intervino Impa —es el momento de hablar claro.
—No pensamos que se descontrolaría tanto... —dijo Kahen, dando una patada al aire —sólo pretendíamos establecer límites con los enemigos para asegurar la paz. Mi padre lleva años envejeciendo en ese trono sin mover un dedo, no podía quedarme quieto y ver cómo...
—Ver cómo... —repitió Zelda, acercándose peligrosamente para encarar a su hermano.
—Ver cómo entrega el poder a otros. O lo reparte o comete alguna estupidez.
—Diosas... no tiene ningún sentido... —suspiró ella, dejándose caer para sentarse a plomo en el suelo.
—Ya le dije al capitán Link que el pueblo gerudo sólo persigue una cosa —intervino Ganondorf —y nunca descansará hasta conseguirlo. Una vez hayamos controlado al enemigo-
—No se puede controlar —intervine. Todos se giraron para mirarme.
—¿Qué sabe un extranjero de todo esto? —dijo Kahen, con todo su desdén.
—No mucho —me puse en pie —sé que la guerra lo alimenta, a esa oscuridad, y la ambición. Y sé que, si no fuera por esos errores, ahora mismo estaría en mi casa calentándome los pies en la chimenea con mi mujer y mi familia. Y mis amigos.
—Lamento lo de tu amigo, pero estamos discutiendo otras cosas más importantes.
—Link, no —Zelda se interpuso justo a tiempo entre su hermano y yo.
Tuve que respirar antes de poder seguir hablando.
—Sea como sea que ha empezado esto, no podemos pararlo, está escrito. Siempre ocurre, cada cientos de miles de años. Pero hay algo que puede vencer a la oscuridad, no sólo el poder de vuestra familia, sino que hay un arma mágica. Sin eso, no será posible volver a sellarlo.
—¿Cómo sabes eso, extranjero? —Kahen volvió a lanzar su desdén contra mí.
Yo me mantuve en silencio y decidí sentarme, apretando los puños.
—Hay que viajar hasta la Fuente del Poder —dije, sin más.
Hubo silencio por parte de todos.
—Opino que debemos ir a esa fuente, como propone el capitán Link —dijo Ganondorf —allí también es posible despertar la Trifuerza de las diosas. Mi ejército viajará hasta allí.
—Sería más fácil decir a mi padre que nos lo entregue de una vez por todas —refunfuñó Kahen.
Miré a Zelda. Sus ojos estaban clavados en el fuego, pero su espíritu estaba lejos. Estaba meditando sus propias ideas, sus propios planes. Dimos el kandar por finalizado, y acordamos no decidir nada hasta el día siguiente.
Por nuestra parte, preparamos la pira para despedir a Fridd.
La pusimos en lo alto de una colina, en una zona despejada de árboles. Ardren chascó un par de piedras y prendió mi antorcha. Fui yo quien encendió con el fuego el pico de su capa, y vi cómo se propagaba por la madera y prendía el óleo de candiles que habíamos puesto en su cuerpo. Cuando vi que prendía con fuerza, me alejé de allí, para verlo arder en la distancia, junto a los demás.
Zelda lloraba en silencio, Ardren no tanto. Yo no era capaz de derramar más lágrimas, sentía un enorme enfado, mezcla de impotencia y resignación. Sólo quería golpear algo hasta que me sangrasen los puños. Mi amigo ardía con Or porque un príncipe mimado y otro consumido por la ambición, habían jugado a querer controlar lo incontrolable.
Pero siempre termina despertando por un motivo u otro.
Dijo la voz de uno de los maestros en mi cabeza.
—Capitán Link —susurró Impa a mi lado.
—Impa de los sheikah.
—Sólo confío en las personas de este círculo.
—Lo mismo digo.
—Te ayudaré. Pero sólo a tu causa y a la de su alteza real. Sois mis únicas lealtades.
—Te lo agradezco.
Una ráfaga de viento movió las llamas de la pira hacia el Norte.
Or, lleva a Fridd contigo. Invítalo a beber en tus salones, en un gran cuerno de rinoceronte, no en una copa de metal del rey Rhoam, eso no le gustaría. Deja que cuide de su madre desde la distancia, que proteja a su padre bajo el mando de tu hacha de hierro. Es un hombre bueno, un hermano. Y cuando llegue mi día, si quieres descargar tu enfado con alguien, si él no ha cumplido tus designios, entonces, págalo conmigo. Estaré dispuesto a darte todo lo que me pidas.
