En algún momento de la madrugada, el festejo debe darse por acabado. Luego, escucho la puerta ser abierta y el ahogado compás de un par de pasos. Finjo dormir, bajo sus mantas, con el propósito de que se vaya sólo de asegurarse. Se mueve por la habitación y se sienta en el sofá, al lado de la cama. Estoy siendo torturada por su cercanía, por una almohada que retiene su olor.

—Sé que estás despierta.

Nos consiente al encender la lámpara. Shawn, quien sentado en el sofá, me devuelve apesadumbrado la mirada. La trigueña iluminación broncea su piel, así como sus atractivos rasgos, dominados por el carácter psicoactivo del alcohol, posiblemente en sus venas, y la desdicha de un corazón roto; la luz no alcanza a ser suficiente para devolver a sus mieles ojos la ilusión, yacen oscurecidos, maltratados por una mala experiencia. Se ha deshecho del saco; la elegante camisa blanca que ha optado por vestir transparenta la lobreguez del nuevo tatuaje en su brazo izquierdo.

Me pregunto cómo ha sido para él fingir que la ama, o si, de hecho, no ha tenido que hacerlo.

—Lo siento —digo— si he arruinado tu noche.

Niega.

—No puedo creer que cortaras tu cabello. Lo amabas.

—Amaba que tú lo amaras.

Es justo que, ahora que no te tengo, tampoco mantenga algo digno de tu amor.

Ninguno dice nada por un buen rato.

En medio del silencio, tenso e indestructible, su voz se hace oír, prodigiosa. —Lo has descubierto, ¿no es cierto?

—Lo he descubierto todo —digo. O, ciertamente, todo lo que tenía por descubrir.

—Lo siento —susurra.

—Yo sólo... no lo entiendo...

Desde el principio, lo que apenas conocía estuvo destinado a romperme. Ahora no sé quién soy, no sé quién es mi familia, ni siquiera sé quién es el hombre frente a mí. Me he convertido en una peregrina sin identidad.

Busco el dije pendiendo del brazalete, entornado en mi muñeca, costumbre que he adquirido... sólo que no está. Shawn persigue el movimiento, ve lo que hago, lo que hace falta. Se oscurece, y me odio, aún peor, por traer a su mente recuerdos, hasta ahora intactos, y mancillarlos.

¿Es justo albergar la ilusión de que él atesore todavía mi cortesía?

—¿Te arrepientes?

Cierro los ojos, aterrorizada; es como enfrentar mi peor miedo.

—No —confieso, en voz baja.

El agarrotado sonido que oigo de Shawn rompe nuevamente mi corazón.

—¿Cómo puedes...?

—Nunca lo haré —digo—. ¿Cómo podría arrepentirme de algo que te trajo tanto bien? Estás en la cima, Shawn, un lugar al que perteneces. Un lugar que, a mi lado, no habrías podido alcanzar. Si pretendes que me arrepienta de mi acto más jodidamente humilde, estás equivocado.

El golpe de la puerta, uniéndose al marco, coaccionada, es la respuesta que obtengo de Shawn, cuando al irse me devuelve a la soledad. Desearía arrepentirme, sólo así te hubiera conservado a mi lado. Pero creo en tu bien más que en el mío, incluso cuando no éramos más que niños. Una vez ya te he abandonado en un parque... ¿no es irónico que se repitiese?

Aquella mañana de junio no debe volver a recordarse, no si significa la destrucción de la última pieza en pie en mí; la convicción por sobrevivir. Sin esperanza, es cierto, pero sobrevivir, al fin y al cabo.

Cuando el alba ilumina azulinamente la alcoba y el reloj en la mesita de noche anuncia la primera hora del día, me encomiendo al filo de la cama, donde calzo las botas y demoro en atar las cuerdas, azuzando el oído a los ruidos exteriores. La casa está dormida, o esta es mi pretensión, por lo menos. Tiendo celosamente la camiseta –sin usar, de Shawn sobre la almohada, y me pongo la chaqueta. Debo darme prisa y abandonar Pickering antes de que el sol se alce y se lleve consigo toda discreción.

Deslizo la puerta de cristal, pautando el menor rumor posible, y cruzo a la estancia de música. No hay sonido plausible sino el de mi cesada respiración. A centímetros de enganchar el pomo de la puerta, éste empieza a sacudirse, como si alguien estuviese intentando girarlo desde el otro lado. Reprendo la mano y retrocedo un paso, preventiva. Voz femenina, –desconocida, pero expeditamente reconocible–, se alza desconcertada.

Shawn pronuncia su nombre, como un creyente orando a un dios, y sencillamente, rompo a llorar. Mi decisión, mi decisión, puramente mía. El dolor más inhumano es el causado por uno mismo. Tirito; mis manos, mis piernas, mi pecho... tiemblan y se sacuden, atormentados por el llanto de mi corazón.

Momentos después, Shawn se adentra en la alcoba y se detiene a mi espalda.

—Estás en pie.

Me finjo distraída al observar entre el cortinaje del balcón.

Sé que, de hablar, romperé nuevamente en llanto.

—Le he pedido a Aaliyah que suba para ti el desayuno —dice Shawn.

Asiento y ruego por que sea lo que necesite. —Tú has... ¿has escuchado lo anterior?

Entonces, comienzo a llorar. Con fuerza. Me doblo sobre mí misma ante el cruce de cítrico dolor, a herida abierta, e intento mantenerme unida, pero las piezas rotas ya están perforando mi piel. Perdóname, digo a mi corazón, perdóname por no poder protegerte.

—África —susurra él.

—No deseo hacer esto más difícil para ti —digo, con la garganta a carne viva—. ¿Puedes...? ¿Puedes salir de la habitación?

Se acerca a mi espalda, tambaleante, y sus dedos rozan mis brazos. Sollozo, desconsolada. Me abraza y me une a su pecho. Cuánto debe dolerle a él, no sólo a mí, sostener a quien lo abandonó. Las lágrimas gotean por mi barbilla y se arrastran por mi cuello. Shawn besa mi cabello, su corazón concierta un vigoroso latido a mi espalda, adolorido, como si hubiese buscado el mío, y al no encontrarlo, así se lamentara.

—Estarás bien —susurra—. Confía en mí, volverás a estar bien. Y no me necesitarás para ello.

—Lo siento, lo siento tanto. Nunca quise...

—Lo sé, amor.

Ahogo un grito de agonía al quebranto de mi corazón, que cae de mi pecho y se disuelve en polvo, se mezcla con la sangre en mis venas y desaparece. Tropiezo fuera de sus brazos y me alejo cuánto nos es posible. Golpeo la pared con el hombro, y me rezago, macerada, dispersa en nada.

Shawn entreabre los labios y suelta un suspiro desgarrado.

Me despido de él, y esta vez, pretendo cumplir mi palabra.

Desciendo las escaleras y salgo por la puerta trasera. El crudo frío de inicios de día no significa nada. No presumo de un teléfono celular para comunicarme con un medio de transporte, debo encontrarlo por mi cuenta. El patio está atestado por los restos de una fiesta consumada. La caprichosa vegetación se ha adueñado del cerco y su puertecilla está camuflajeada entre el ramaje. Eludo las latas de cerveza y me dirijo ahí.

—África, pero ¿adónde vas?

Me detengo y miro sobre el hombro. Su hermana menor, Aaliyah, me contempla inquietada a la distancia. Shawn se acerca lentamente por detrás, y al verme, y entender lo que hacía, lo que pretendía... la amargura se adueña de su expresión. Da media vuelta, sin decir nada, y se pierde en el interior.

Aaliyah niega, entristecida, y camina hasta tomar gentilmente mi mano. Jala de mí y me devuelve a la calidez del hogar.

—Tienes que esperar un poco —murmura, y me lleva a la cocina, agradablemente caliente—. Quiere él llevarte a Toronto.

—No es necesario.

—Lo es para Shawn.

Me explica que ella, su novia, está durmiendo en la habitación de invitados; no quiere preocuparla desapareciendo de pronto.

—Ella pudo hacerlo feliz —dice Aaliyah.

—¿Qué dices?

—En otro tiempo, por supuesto, cuando Shawn era un adolescente deslumbrado por las chicas bonitas de la industria musical, donde apenas comenzaba, pero eso nunca fue una certeza.

—Él siempre la ha querido.

—Ella no. Lo veía como un niño desgarbado, tímido, que posiblemente cantaba bien. Pero creció, conquistó el mundo, la superó en cuanto a fama, y ése niño ante sus ojos desapareció para convertirse en el prototipo del hombre que ella quería. Shawn la hace sentir orgullosa —dice Aaliyah—, y ganar más dinero... es ésta toda su química.

—Ha encontrado que lo quiere —confieso—. Sé que, cuando descubra el hombre que Shawn es, la persona adorable que tiene a su lado, le amará. Y él a ella.

—Es posible.

Suspira y sonríe con ánimo; ahora más que nunca veo los rasgos de Shawn en ella, y el parecido es encantador. —Una historia como la suya —dice— ni siquiera ella la conseguirá, incluso si pasa el resto de su vida con él.