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Capítulo XLIV

Sobre la una de la madrugada, harta de dar vueltas y que todo le recordara a Albert, se vistió y bajó al garaje. Cogió su coche, y condujo hasta la casa de su madre. A las dos y diez de la madrugada llamó al portero automático.

—Mamá, abre. Soy yo.

María, asustada, bajó en camisón en busca de su hija. La encontró en la escalera hecha un mar de lágrimas, por lo que abrazándola subieron hasta el piso donde Óscar las recibió con cariño.

Una vez pasados los primeros momentos de caos, donde a María le temblaban hasta las pestañas, intentó tranquilizarse. Por lo que tras preparar café, regresó junto a su hija al comedor, encontrándola sentada en el suelo junto a Óscar.

—Tesoro ¿por qué no te sientas en el sillón? Cogerás frío.

— Óscar es un encanto de perro ¿verdad?-susurró Candy tocándole la cabeza.

—Es un amor —sonrió María.

—Mamá, te quiero mucho —dijo apenas con un hilo de voz—, y quiero decirte que siento mucho todo lo que pasó y que… y que estoy enamorada de Albert y no sé qué voy a hacer para poder continuar mi vida sin él.

Al escuchar aquello María se quedó sin palabras. Su hija Candy había acudido a ella en busca de apoyo, cariño y ayuda. Por lo que María, agachándose junto a su hija, la abrazó y dio gracias a Dios porque Candice, su Candy, había vuelto.

Sobre las cinco de la mañana y tras mucho hablar entre ellas como años atrás, el corazón de Candy parecía más tranquilo. Hablar con su madre le había llenado de aquella paz que en su momento Rob le señaló. Cuando su madre la acompañó hasta la habitación de su niñez y con ternura recibió el beso que le dio en la frente al apagar la luz, se sintió arropada y protegida como cuando era pequeña. Esa sensación y el cansancio acumulado le hicieron dormir plácidamente.

María salió de la habitación con gesto de preocupación y entró en la suya, donde el hombre que la había cuidado el último mes la había esperado despierto, consciente de no hacer el menor ruido. Aquella inesperada visita de Candy a su madre, con su posterior charla, era más importante que cualquier otra cosa.

—¿Está mejor?

—Tiene el corazón roto —susurró María— y eso sólo lo cura el tiempo.

—¿Quieres que me vaya?

—Me sabe mal —se incomodó mirándolo—. Pero creo que sería lo mejor.

—No te preocupes, cariño. Lo entiendo.

Con cuidado ambos cruzaron el pasillo sin hacer ruido, hasta la puerta de la calle.

—Ahora que Candy ha vuelto —dijo María—, tengo que hablar con ella. Lo último que quisiera en este mundo es que piense que yo también la engaño.

—Tranquila, cariño. Todo se solucionará.

Se despidió de él y María cerró la puerta. Sus ojos chocaron con los de Óscar.

—No me mires así, bribón —señaló mientras caminaba hacia la cama—. Ya sé que tengo que hablar con ella.

A la mañana siguiente, cuando Candy abrió los ojos, lo primero que vio fue su muñeca Nancy azafata en la repisa que había frente a su cama. Con una sonrisa recordó lo ocurrido la noche anterior. Por fin había saltado la barrera para llegar hasta su madre, y eso le gustó. Tapada hasta las orejas recorrió con la mirada aquella habitación que durante años fue su auténtico refugio. Ahora se veía anticuada, con aquellos edredones floreados a juego con las cortinas.

Durante un buen rato y mientras escuchaba a su madre canturrear coplilla española por la casa, Candy observó uno a uno todos los recuerdos de su niñez, hasta que llegó a una foto de comunión en la que estaban Karen y ella vestidas de monjas.

«Por favor, por favor parecemos las novias de Chucky» pensó mientras con la sábana se tapaba la cara divertida.

En ese momento, sus ojos detectaron algo y sentándose en la cama leyó incrédula el bordado de la sabana A.C. Santo Mauro.

«No puede ser» pensó.

Era imposible que su madre el día que estuvo en el hotel se llevara también un juego de sábanas. Levantándose quitó el edredón de la cama de Karen y casi soltó un chillido al comprobar que había colocado otro juego igual.

—¡Mamá! —gritó sin entender aquello, mientras se sentaba en su cama.

Abriéndose la puerta, apareció María con un delantal blanco y con un plumero en la mano, seguida por Óscar, quien al verla despierta la saludó acercando su hocico.

—Buenos días, cariño —le dijo besándola—. No me digas que he cantado demasiado alto y por eso te has despertado.

—No, mamá.

—Hija, ya sabes que me encanta Radio Olé, y cada vez que ponen a la Piquer es que se me abren las carnes.

—Mamá —señaló el bordado de la sábana—. ¿Por qué tienes sábanas del Hotel Santo Mauro?

Al escuchar aquello a María se le cayó el plumero al suelo.

—¡Por Dios, mamá! —se levantó Candy—. No te habrá dado por robar, ¿verdad?

—Oh, no hija, no es eso —dijo recogiendo el plumero—. Es sólo que…

—Pero mamá —casi gritó Candy al fijarse en ella—. Si hasta en el delantal pone Hotel Santo Mauro.

—Y en el plumero también —añadió María con gesto tonto.

—¡Mamá! —volvió a gritar—. ¿Qué ocurre aquí?

María se sentó en la cama porque las piernas le fallaban, palmoteó a su lado para que su hija hiciera lo mismo.

—Tengo que hablar contigo —comenzó a decir la mujer—. Y aunque yo quería esperar un poco a que te encontraras mejor, creo que va a ser imposible. Por lo tanto, ahí va —la miró un instante antes de continuar—. He conocido a alguien, y ésa es la persona que me proporciona todo este material del Hotel Santo Mauro.

—¡Ay, Dios mío! —susurró Candy asustada—. Mamá, por Dios, no me irás a decir que te has enamorado de alguien de los países del este que está en España ilegalmente y que se dedica a robar en los hoteles ¿verdad?

María, al escucharla, pestañeó, y sin poder remediarlo comenzó a reír.

—Habráse visto la imaginación que tiene mi Candy.

—¿Imaginación? —repitió incrédula Candy—. Mamá, estas sábanas son del hotel de la familia de Neall, mi ex para más señas, y ¿sabes por qué lo sé? porque yo misma busqué la fabrica que las confecciona, y también porque he dormido allí muchas veces. Pero lo que no sé —gritó haciendo que María dejara de reír—, es cómo han llegado hasta aquí estos juegos de sábanas, las toallas que seguramente tienes en el baño, y podría apostar a que hay un montón de cosas más.

—De acuerdo, hija, pero relájate, porque la venita del cuello te va a explotar.

—¡A la mierda la venita, mamá! —bufó al escucharla—. ¿Cómo han llegado estas cosas hasta aquí? No lo entiendo.

—Te lo estaba contando cuando has comenzado a alucinar con bandas rumanas, robos y yo qué sé más —señaló la mujer con intensidad.

—Mamá, por favor.

—Candy, quien me regala estas maravillosas sábanas y todo lo demás, no es ningún delincuente, porque yo nunca estaría con una mala persona y…

—Mamá, desembucha —chilló Candy.

—Es Ray. ¡Ea! Ya está dicho —suspiró María.

—Ray… ¿qué Ray? —preguntó su hija sin entender.

—Raymond Leagan de Jerez Almendros Martínez.

El primer impulso de Candy al escuchar aquel nombre fue chillar. ¿Qué hacía su madre con su ex suegro? Pero al ver la guapa cara con que su madre la miraba, lo único que pudo hacer fue reír.

Comenzó a reír como una loca, que provocó en María un desconcierto total. Esperaba gritos e incluso enfado por parte de su hija, todo menos lo que estaba ocurriendo.

—¡Ay, mamá! —suspiró Candy serenándose—. Entonces ese acompañante misterioso que Tom no quería revelarme… es Raymond.

—Sí hija, es Raymond—asintió con rotundidad—. Un hombre que me quiere por quién soy y por cómo soy. No se avergüenza de mi pasado, ni de mí y tiene plena confianza en que aquello que ocurrió una vez no volverá a suceder.

Si la cortaran con un cuchillo, Candy no sangraría. En la vida se le habría ocurrido pensar en su ex suegro como futura pareja de su madre. Pero la vida era así de caprichosa y si la vida le daba a su madre una segunda oportunidad. ¿Quién era ella para criticarla?

—Mamá, y lo vuestro desde cuándo…

—Creo que el flechazo lo sentimos el día que nos presentaste en el salón del Hotel Santo Mauro —murmuró María—. A los dos días me llamó a casa. Quería quedar conmigo para comer con el pretexto de hablar sobre ti, pero yo le dije que no. No quería tener nada que ver con hombres casados.

—Mamá, pero si Raymond está divorciado de la madre de Neall.

—Pero eso, hija, yo lo desconocía. Es más, creía que era el padre de ese cenutrio.

—¿Entonces qué pasó para que al final estéis juntos?

—Oh, hija —sonrió María al recordarlo—. Uno de los días que salía de Mercadona cargada como una burra romera, un coche paró a mi lado. Como imaginarás era él. Me trajo hasta casa y en el camino me contó que estaba divorciado desde hacía más de diez años de la insoportable cuchicuchi de tu ex suegra. Y ahí fue cuando me enteré de que el cenutrio de tu ex no era su hijo.

—Qué raro que Neall no me dijera nada en el viaje —señaló Candy.

—Es que no saben nada ni él ni la finolis de su madre. Ray y yo queríamos contároslo primero a vosotras y luego al resto del mundo. Aunque Tom, el muy tunante, se enteró y aún no sé cómo.

Candy se lo imaginó. Con seguridad fue el amigo y vecino de su hermana quien se lo contó.

—Ray te quiere mucho, Candy —comentó María tomándole las manos—. Nunca entendió qué viste en el relamido del hijo de su mujer para que quisieras casarte con él.

—Ahora que lo pienso, mamá. Yo tampoco lo sé.

—Tesoro. Te voy a decir una cosa y espero que no te moleste.

—Dime, mamá.

—Creo que el viaje que has hecho a Escocia te ha cambiado más de lo que tú crees. Lo veo en tus ojos y me lo grita tu corazón. Si amas a Albert y crees que es un buen hombre, debes perdonarle, porque si no te pasarás el resto de tu vida preguntándote qué hubiera pasado si hubieras elegido ese camino.

—Uf…, mamá —suspiró Candy con tristeza—. No es fácil.

—Tesoro, no creas que te lo digo porque ese muchacho sea conde, ni nada por el estilo. Sabes que a mi eso me importa un pimiento. Yo sólo quiero que seas feliz, y me destroza verte con el corazón roto.

—Mamá —sonrió Candy con tristeza— En este momento de mi vida estoy segura de tres cosas. La primera es que soy feliz por verte a ti feliz. La segunda es que mi hermana ha encontrado un buen hombre y la tercera es que yo no sabía lo que era el amor hasta que no me han roto el corazón.

Con un candoroso abrazo María acogió a su niña, mientras con el pensamiento le pedía a su Virgen, la Virgen de las Viñas, que intercediera por el corazón de su hija.

CONTINUARA